NOTA DE TAPA
Hace poco más de veinte años, el director Héctor Babenco alcanzó la fama internacional con la adaptación de una novela argentina: El beso de la mujer araña, de Manuel Puig. Ahora vuelve a la literatura nacional asumiendo la difícil tarea de trasponer a la pantalla una novela tan compleja y cargada de subjetividad como El pasado, de Alan Pauls. Con personajes femeninos muy fuertes por los que compitieron las mejores actrices del país, sus más de quinientas páginas y su elaborado estilo impusieron un desafío inusual a los realizadores. Una semana antes del estreno de la película protagonizada por Gael García Bernal y Analía Couceyro, Radar habló con varios de sus responsables. Héctor Babenco, sus coguionistas Federico León y Mariana Chaud y la propia Couceyro cuentan cómo fue llevar El pasado al cine.
› Por Mariano Kairuz
Cuando tres años atrás se anunció que el cineasta Héctor Babenco llevaría al cine El pasado, de Alan Pauls, para muchos lectores de la novela –ganadora del premio Herralde 2003– habrá sonado como una tarea imposible, si no anatémica. ¿Qué quedaría del relato de Rímini y Sofía, la pareja inseparable, tan perfecta pero hermética “como una obra de arte”, hecha para siempre pero que, sin embargo, parecería haber llegado a su fin? ¿Cómo proyectar sobre la superficie de la pantalla no tanto las acciones de lo que vino después, como algo del espesor de esas abrumadas vidas interiores acosadas por fantasmas?
Un desafío todavía mayor: ¿cómo traducir al plano cinematográfico ese sutil, perturbado y perturbador manifiesto al amor, esa percepción hostigante y peligrosa de la pasión, de los celos y de la dependencia amorosa? ¿Cómo contar el pasaje de lo que alguna vez fue cotidiano, familiar e íntimo, y que de algún extrañísimo modo puede volverse ajeno, alienante, y hasta siniestro?
La novela narra la colisión entre dos estrategias opuestas ante la disolución de lo que alguna vez pareció indisoluble: la del que se embarca en una obstinación indolente por ignorar y hasta borrar las huellas de una vida en común; y la de quien se empeña obsesivamente en reconstruirlas y preservarlas, apelando a cualquier tipo de estrategia. Mientras Rímini avanza, no siempre con convicción, por una sucesión de nuevos noviazgos, Sofía reaparece una y otra vez, primero como una suerte de psicópata sentimental, y cada vez más como un fantasma empeñado en exhumar partes de aquella otra vida (o como “La mujer zombie”, título que Pauls barajó mientras escribía su novela). Quien quisiera transponer El pasado a la pantalla, debía preguntarse necesariamente qué potencia cinematográfica se aloja en ese descenso de lo cotidiano a lo sobrenatural, e incluso también en cómo transmitir las innumerables manifestaciones del trauma que se inscriben en los cuerpos de los protagonistas, en las somatizaciones de Rímini; su amnesia, o sus días de cocaína y masturbaciones compulsivas. (Pura especulación, pero es casi imposible no preguntarse qué rumbo hubieran disparado todos estos materiales en manos de David Cronenberg.)
Babenco (el director de Pixote, El beso de la mujer araña, El difícil arte de amar; nacido en Mar del Plata hace 61 años; radicado en Brasil desde los ‘70) dijo un tiempo atrás: “No estoy haciendo el libro en película, y sí una película basada en el libro”. Pero ahora que El pasado se estrena en Buenos Aires el próximo jueves, deberá confrontar las expectativas de los muchos fanáticos que se ganó la novela: 550 páginas condensadas en casi dos horas monopolizadas por la presencia de Gael García Bernal como Rímini, y las apariciones cada vez más espectrales de Analía Couceyro (la protagonista de Los rubios, de Albertina Carri) como Sofía. Además de, sucesivamente, Moro Anghileri –como Vera, la celópata–, Ana Celentano –Carmen, la madre del hijo de Rímini– y Mimí Ardú –la mujer madura y sexual– como la primera, segunda y tercera mujeres después de la mujer.
Como prueba de las dificultades de la adaptación, Babenco cuenta que llegó al guión definitivo después de tres años de trabajo y nueve versiones, las dos primeras realizadas en colaboración con la brasileña Marta Goes. Luego se sumarían los aportes fundamentales de dos dramaturgos jóvenes: Federico León (autor de, entre otras obras, Cachetazo de campo, Mil quinientos metros sobre el nivel de Jack y El adolescente, y director y codirector, respectivamente, de las películas Todo juntos y Estrellas, que se estrena dentro de poco) y, en una última etapa, Mariana Chaud, la autora de las obras Sigo mintiendo, Helecho, Budín inglés).
Convocados por Radar, Babenco, Couceyro, León y Chaud hablan del proceso de adaptación de la novela al guión, las discusiones sobre las miradas femenina y masculina, y el delicado descenso hacia lo emocional-sobrenatural de este relato sobre una persistencia, sobre la imposibilidad de una clausura amorosa.
Según cuenta en las notas de producción de la película, Babenco leyó por primera vez la novela de Alan Pauls en el Aeropuerto de Ezeiza, durante un viaje que lo trajo de vuelta a la Argentina para visitar a su madre enferma. “Después de la lectura de la novela quedé muy intrigado”, le cuenta a Radar. “Había situaciones muy distintas del libro que se me volvían a aparecer una y otra vez, como polaroids. Situaciones que me resultaban muy atrevidas, muy únicas, pero con las que no conseguía hilvanar una historia. Sin embargo, había situaciones muy fuertes con las diferentes mujeres, y también el personaje de Rímini era muy claro para mí: había una vulnerabilidad, una fragilidad medio pasiva que me interesaba mucho. Lo veía como un personaje de cine medio antiguo; creo que en Rímini había algo de los héroes del cine de la década del ’60, de las cosas que hacía Antonioni, o de lo que respiraba Kieslowski en sus películas.” Un par de años y nueve versiones del guión después, Babenco y León le cuentan a Radar cómo fue el proceso de adaptación.
Héctor Babenco: Cuando empecé a escribir el libro, junto con Marta Goes, lo hice de una manera difícil. Empecé a trabajar en portugués cuando no había una traducción del libro en Brasil. Quería ambientarla y filmarla en San Pablo. Y me di cuenta, después de cinco meses y de dos versiones de guión, de que me costaba mucho escucharlo en portugués, y que tenía que hacerlo en español y en Buenos Aires. Porque los personajes tenían una textura y una densidad muy de Buenos Aires, de una determinada clase social, una determinada forma de actuar y de pensar y de ser. Y entonces me fui, valijas y todo, a Buenos Aires, donde Alan Pauls me presentó a Federico León, con quien me di muy bien y trabajé por varios meses en otras dos o tres nuevas versiones del guión.
Federico León: Fue un trabajo a partir de un guión que ya estaba escrito. Y fue la primera vez que trabajé en algo que no era mío. En un momento la novela quedó atrás y trabajamos sobre el guión ya escrito. Creo que Héctor necesitaba rebotar con alguien, más allá de la novela y del guión. Héctor venía trabajando hacía mucho y yo por ahí podía traerle una mirada más fresca. Creo que muchas veces el problema era crear escenas nuevas. A los dos nos pasaba que había un mundo tan contundente en la novela que era muy difícil salir de él. Nos preocupaba cómo traducir eso: hay un montón de cosas en la novela que no están en el guión, y la cuestión era intentar cosas por fuera de la novela, condensar e inventar nuevos personajes o situaciones.
Babenco: Federico fue una especie de vigilante del libro, como un guardián que evitaba que nos escapáramos de la novela en ciertas instancias. Y eso por un lado me daba rabia y por otro me divertía mucho, porque me ayudaba a encontrar lo mejor que había entre líneas en el libro de Alan. Nos fuimos acercando como quien va buscando oro en el fondo del río, e íbamos encontrando pequeñas preciosidades aquí y allá, las íbamos estructurando y ordenando.
León: Cuando empecé a trabajar ya había una selección de escenas. Hicimos un trabajo de volver a la novela, de recuperar algunas cosas que habían sido descartadas –como los diálogos– para que fueran exactamente los mismos de la novela, que para mí funcionaban perfectamente. Pero había otras cosas que no tenían que ver exactamente con la novela, y que para mí funcionaban mejor en el guión que Héctor venía trabajando: todo el inicio es muy sintético, está muy bien resuelto en la escena de la fiesta en la que se presenta una filmación con momentos de la relación de Rímini y Sofía.
Babenco: Fue una experiencia muy distinta de la de adaptar El beso de la mujer araña. Son libros muy diferentes, dos experiencias opuestas, y hay veinte años de diferencia entre el Héctor que escribió El beso... en la década del ‘80 y el Héctor de hoy. Es otra década, y éste es otro libro: aquél padecía de exceso de historia, y el de Alan es un libro mucho más denso, literario, de pensamiento, subjetivo, y no queríamos romper con ese misterio que hay en la novela. Pero nos mantuvimos firmes en la idea de no dar ninguna otra información que la de la relación de los personajes entre ellos; nada de justificarlos ni de explicar quiénes son, ni de dónde vienen, ni qué pasa entre un momento dramático y otro.
León: Yo siempre genero mis proyectos, escribo y dirijo mis cosas, y acá pensé: “Es el proyecto de otra persona y yo puedo opinar, pero la última palabra la tiene Héctor”. Es su película y ahí había algo que me liberaba: yo podía proponer mis ideas y lucharlas hasta el final, y después quedaba lo que le servía. Llegábamos a discusiones muy fuertes creativamente hablando, lo cual estaba muy bien porque yo después no tenía la responsabilidad de decidir. Correrme de mi lugar y observar el trabajo tan apasionado de otra persona fue muy interesante. Asistí a los tres últimos meses del trabajo de alguien que estuvo como tres años con un proyecto las 24 horas, una persona muy posesionada con lo que hace.
Sobre el final de la adaptación del guión, Federico León tuvo que viajar por compromisos laborales. Fue entonces que Babenco sumó la colaboración de Mariana Chaud, de quien el director dice: “Fue una encantadora sorpresa porque conseguimos redondear y darle algo femenino al proyecto que me gustó mucho”. Ella ayudaría a definir uno de los problemas centrales de la película: la decisión sobre el punto de vista de la narración. ¿Masculino o femenino?
Analía Couceyro: Yo ya había leído el libro y me parecía genial, tanto la novela como el personaje de Sofía. La película está obviamente muy recortada y lo difícil me parece que son las elipsis. En la película, el personaje de Sofía, después de la separación, aparece en momentos de mucha intensidad, y es un personaje que genera cambios, que acciona; a diferencia del personaje de Rímini, que no acciona. En la novela hay un montón de información sobre Sofía y sobre Rímini y sobre el vínculo de ellos, que está condensada en esas escenas. Yo llegué al personaje con mucha información. Y el hecho de que en la película todas las escenas de Sofía sean tan intensas, hace que cada vez que aparece se produzca un salto. Hay algo del devenir del personaje y de cómo llega a un lugar de intensidad. Sofía, en la película, no tiene casi escenas de transición. En ese sentido me parece que toda la información que yo tenía del personaje ayudaba a entrar en ese territorio de quiebre con mayor facilidad.
León: Si bien en la novela sí hay mucha historia, en el sentido “anecdótico”, me parece que la adaptación pasaba más por hablar sobre el tono. Por un lado, intentar traducir lo que a Héctor le había pasado cuando leyó la novela. A mí me gustó muchísimo y me interesaba ver qué pasaba, había algo pasional; ver qué relación tenía cada uno con la novela, con sus ex novias, con la separación, con reencontrarse con una ex novia después de muchos años; rescatar ese mundo y esos estados y poder traducirlos de alguna manera. Pero además un trabajo sobre el lugar de Rímini; sobre quién es el protagonista, si Rímini o Sofía: sobre el punto de vista.
Couceyro: Debido a que en la película Sofía reaparece de a saltos, el espectador no ve cómo llega a cada escena. Para cuando llegamos a la escena de la plaza, que es central y muy intensa, es obvio que hubo un quiebre absoluto, que ella es alguien que quedó muy fija en un vínculo. Hay algo horrible e incómodo. Me parece que a todo el mundo en algún momento le pasó, con algún vínculo amoroso, de decir: “¿Cómo alguien con quien viví tantas cosas o tanta intimidad de repente se transforma en un extraño?”. Sucede que en general no se llega a niveles tan fuertes de corrimiento de la realidad, de ver a alguien tan deteriorado. Pero también creo que lo que estamos viendo siempre es la mirada de Rímini, una persona que tampoco se puede conectar mucho, que nunca termina de entrar en contacto muy profundamente con esas mujeres. A las mujeres en la película se las ve siempre a través de los ojos de él.
Mariana Chaud: Creo totalmente que es una mirada masculina. En parte porque es una novela escrita por Alan y una película hecha por Babenco, pero además porque hay un intento por entender las maneras y la mente femeninas, y Héctor basó mucho su guión en eso, estuvo guiado por ese interés. Decía todo el tiempo que las mujeres lloraban al ver Adela H, la película de Truffaut. O con cada vez que se hablaba de las separaciones: las mujeres se identifican con esa parte de la novela o de la película, con Sofía no pudiendo dejar a Rímini. Héctor estaba bastante atrapado por estas charlas e institutos de mujeres con problemas de “amar demasiado”, eso lo tenía muy intrigado. La novela me pareció mucho más enfocada en Rímini y en su conciencia, y al trabajar en el guión lo vi más enfocado en las mujeres. En parte porque, en la novela, Rímini es pura interioridad y pura subjetividad, y no hay cómo manifestar todo lo que le pasa en la película.
Couceyro: Yo no sabía cómo iba a ser recibida la película, pero lo que se vio en las proyecciones que se hicieron en Brasil fue que muchos hombres se sintieron involucrados en la historia. Es una visión muy masculina la que tiene, no digo machista; no creo que esté tratando de tejer una tesis sobre el universo femenino, del tipo de “todas las mujeres están locas”. Pero me parece que el punto de vista es masculino, como en la novela, donde muchos hombres se sienten identificados con la imposibilidad de distanciarse de ciertas mujeres que cumplieron un rol muy importante en sus vidas. Conozco muchos hombres que me han dicho: “Yo fui Sofía con tal relación”. Después de una proyección de la película a la que asistí en Brasil, un hombre me comentó la interpretación que había hecho: que Sofía es un poco la madre de Rímini. Es una lectura más psicoanalítica de los personajes, que yo no había pensado antes; me parecía muy divertida la comparación. Como una idea de autoría, de que todo el tiempo Sofía se cree la autora de Rímini, porque lo educó, porque crecieron juntos, porque ella le enseñó cosas.
Babenco: En este trabajo no hay nada de mi experiencia personal: sólo la constatación de que una vez que la pareja se separa, termina un modelo de relación, pero empieza otro, y de que no se ha hablado mucho de eso, de ese momento, de cómo funciona la separación en el hombre y la mujer a través del tiempo, de buscar la permanencia del amor y las diferentes manifestaciones que puede tener el amor una vez que la pareja se ha separado. Muchas películas terminan con una separación, la nuestra empieza con una separación, y en ese sentido creo que la película es bastante radical.
Couceyro: La película es un melodrama; debido a los recortes y a los saltos temporales, tiene muchos picos y efectos melodramáticos. Pero es un melodrama raro, difícil de encasillar. El tema es básicamente el amor, pero no en un sentido utópico.
Chaud: ¿Si conozco historias así de celos y amores que no se cortan? Sí y creo que ése es el punto más interesante, porque es donde el tono natural de la historia de una separación se transforma en una historia más sobrenatural, más extraordinaria, más loca. Es algo que pasa mucho en la vida real: pasan estas cosas y peores, y las casualidades terribles que cuenta la novela y la película también pasan en la vida real.
Couceyro: Héctor hizo mucho hincapié en que todo el principio de la relación fuera muy racional, en que no se entreviera, no se adelantara demasiado lo que iba a pasar después. Pero en un punto es obvio que la lectura es: “Sí, Sofía se volvió loca”. Aunque yo nunca lo pensé así: nunca confié en eso para actuar, nunca conviene partir de la base de que un personaje está o se vuelve loco; es un juicio, y eso te limita. Y el comportamiento de Sofía tiene mucha lógica, aunque sea una lógica destructiva. Sofía también tiene algo de heroína romántica a pesar de todo, incluso a pesar de la realidad de que el otro ya no esté; me parece que la referencia que se hace en la novela y en la película a Adela H, la película de Truffaut, es muy clara: está esa idea de “el amor a pesar de todo”.
Babenco: Siempre he dicho que la película trabaja con todos los elementos del melodrama. Pero cuando leí la novela me vino también un poco a la cabeza El bebé de Rosemary: la historia tenía un clima de aparente normalidad, pero con una gran locura latiendo por abajo, en el subtexto.
Couceyro: Hay algo del personaje de Sofía que bordea lo fantástico. Es como un fantasma. Como si hubiera quedado hechizada por ese pasado que está ahí fijo en las fotos compartidas de ambos. Era interesante mezclar lo psicoanalítico del vínculo de los personajes, con un componente más extrañado, fantástico, como si fuera “la novia sin cabeza”, que ha quedado vagando como un alma en pena hasta poder liberarse.
Chaud: Hacia el final, con las escenas del grupo de “Las mujeres que aman demasiado”, la historia se pone más fellinesca. Pero me llama la atención esa extraña complicidad que se arma entre mujeres hablando sobre hombres, sobre el amor, en las que todo está permitido y, a la vez, que esta relación entre mujeres sea tierna, de comprensión total. Hay una idea de que todo se puede hacer por amor. Ese podría ser uno de los temas de la película: que el amor todo lo justifica.
Babenco: Siempre me interesó que la novela no tuviera género. Hoy, con la película terminada, la veo como un thriller sentimental. Son dos palabras que aparentemente no se conjugan: el thriller con una película que trabaja con emociones, casi de culebrón, pero que a la vez también lo hace de manera muy seca. Como una especie de melodrama deshidratado. Me pareció que la novela ofrecía la posibilidad de escribir un melodrama sin grasa, muy minimalista. Pensé mucho en el cine de Kieslowski: cómo ser económico y objetivo en la narración, y, al mismo tiempo, cómo no tenerle miedo al conflicto sentimental. De eso se trata la película.
Cuando escribo, no veo. No tengo imágenes. Sólo hay frases, secuencias de ideas, en el mejor de los casos música. Escribir ficción es un proceso que rara vez tiene una dimensión figurativa. Por eso me es tan difícil pensar en adaptar al cine lo que escribo. No se trata sólo de aceptar que otro vea por mí, que otro sea mis ojos. Se trata de aceptar que otro sea mis ojos para ver algo que, si existe, sin duda no existe para mí en el reino de lo visible. Esa incredulidad de base, que ha minado desde siempre la relación entre mi pasión por la literatura y mi pasión por el cine, explica que hace unos años, cuando Héctor Babenco me llamó para preguntarme en qué situación estaban los derechos de El pasado para cine, lo primero que se me ocurrió pensar fuera:
–Está loco.
Me llamaba desde una isla, según creí entender, o quizá me contaba que había leído la novela en una isla, en tiempo record. (Claro que en una isla el tiempo record no cuenta demasiado: nunca hay nada que hacer, de modo que uno lee muchísimo y a toda velocidad.) Y mientras me preguntaba desde cuándo había teléfono en las islas, le dije:
–Estás loco.
–Seguramente –me dijo él–, pero leí la novela y la veo.
En realidad, en ese momento, “Estás loco” quería decir dos cosas. Una: “Este tipo quiere hacerse pasar por mis ojos”. Dos: “¿Cómo es capaz de ver una novela como la mía, que es pura, anacrónicamente literaria?”. Es cierto que esa pretensión un poco impertinente tal vez define lo que es hoy ser un cineasta: ser los ojos de un mundo cada vez más ciego. Pero el llamado de Héctor, tan precoz –hacía sólo tres meses que la novela se había publicado–, cayó sobre mí como una especie de relámpago. De modo que le dije eso, que estaba loco, pero agregué enseguida –antes de que pudiera cortarme el teléfono– que los derechos estaban libres. No creía del todo en la idea. Creí en su entusiasmo, en la manera a la vez prepotente y dubitativa en que acababa de hacer crujir mi plácida vida de escritor autista. Creí en lo que podríamos llamar –si la palabra no estuviera tan devaluada por bombas que hacen volar subterráneos y hooligans pasados de cerveza– un fanatismo. Pero, una vez más: ¿cómo un cineasta, alguien que básicamente se dedica a tener visiones, podría ser otra cosa que un fundamentalista? Herzog hay uno solo, pero todos los cineastas son, a su modo, Herzog.
Con los días, disipado el desconcierto inicial, la irrupción de Babenco fue acomodándose de a poco, como esas sorpresas intempestivas –personas, objetos, impresiones, recuerdos– que tardan en hacerse un lugar que sin embargo, si lo pensamos bien, ya de algún modo les estaba destinado. Poco a poco, Babenco dejaba de resultarme un desconocido. Fui repatriando una vieja escena con él que ni yo mismo sabía hasta qué punto se conservaba intacta en alguna habitación de mi cabeza. 1982. Yo era joven y tenía un trabajo imposible: era jefe de redacción de una revista de cine en un país que no tenía cine, que no lo producía, no lo importaba y quizá tampoco lo deseaba. Es decir: escribía sobre objetos inexistentes que sólo mi imaginación, mi necesidad desesperada de cinéfilo y mi desconsolada orfandad me inducían a ver. Yo también, a mi manera, era un vidente. Alucinaba todo el cine que no podía ver desde el cuarto trasero de una editorial de libros bastante poco glamorosa, parapetado detrás de una pared de cajas de cartón que cada tanto, vencidas por la humedad, se desplomaban sobre mi máquina de escribir y abortaban de mala manera el artículo que estaba escribiendo. Mi masterpiece, recuerdo, fue la crónica melancólica y gozosa de un fracaso: había viajado a Nueva York y me había pasado toda una tarde dando vueltas por una plaza, tratando no de entrevistar a Wim Wenders sino sólo de detectar a lo lejos las ventanas de su productora, que –según había leído en una revista extranjera– daban a Washington Square.
En eso aterrizó en Buenos Aires un director argentino-brasileño. Venía a presentar una película plagada de premios: Pixote. La película, como el mismo Babenco, parecía venir de otro planeta, un planeta donde algo llamado cine todavía existía (aunque el cine brasileño languidecía casi tanto como el argentino). Esa sola evidencia bastó para sacudirme. Lo entrevisté. Durante dos horas lo martiricé, creo, con preguntas que duraban párrafos y jamás terminaban en signos de interrogación, y en un momento Babenco, que todavía no había llevado su portuñol a la cima sofisticada desde donde lo habla hoy, me contó del proyecto en el que estaba trabajando entonces: la adaptación de El beso de la mujer araña de Manuel Puig. Y de golpe, con una franqueza que me congeló la sangre, se puso a hablar de los problemas que le planteaba la novela. Uno en particular, que parecía volverlo loco: qué hacer con esos momentos en que Molina, el gay del dúo protagónico, vuelve una y otra vez al mismo restaurante sólo para ver al mozo del que se ha prendado, para pedirle una ensalada, siempre la misma, y extasiarse viéndolo condimentarla y revolverla en su mesa, a su lado. Qué hacer con la elocuencia intraducible de ese trozo de banalidad. Porque no la podía dejar escapar; tenía que hacer algo con eso. En esa escena menor, Babenco veía una especie de clave del personaje de Molina, un emblema dramático de la afectividad gay, pero también –y esto era lo que más hacía titilar mi sistema de alerta de escritor y de cinéfilo– un punto crítico del proceso de adaptación, de esa versión de Puig en la que estaba trabajando pero también, en general, del paso de la literatura al cine.
El llamado desde la isla, pues, no había sido tan intempestivo. Tenía casi veinte años de historia, y en esa historia confluían algunas de las cosas que más me han interesado en la vida: la literatura, el cine, la ficción de Manuel Puig, el secreto extraordinario de la banalidad, la relación siempre problemática entre lo que se escribe y lo que se ve. Tal vez por eso, porque Babenco había quedado para mí en el centro de esa pequeña constelación de objetos de deseo, le dije veinte años más tarde que los derechos de la novela estaban libres, aun cuando me parecía descabellado que sus quinientas y pico de páginas escritas en la ceguera más absoluta, en la negación de toda imagen, se convirtieran en una película. Pero también, y sobre todo, porque en ese año-páramo de 1982, en Buenos Aires, cuando el cine me parecía algo imposible, un lujo exclusivo de civilizaciones remotas, Babenco y Pixote me habían demostrado que estaba más cerca, mucho más cerca de lo que pensaba. Además de su fabuloso sentido del timing, que la hizo intervenir en mi joven vida exactamente cuando debía, lo que me queda hoy de esa escena –“la escena de Babenco y la ensalada”, como terminaron llamándola los diligentes burócratas que bautizan en silencio las partes de mi pasado que valen la pena– es una triple lección. Una lección de lectura: Babenco leía a Puig muy bien; es decir: leía en Puig lo que el cine nunca había podido mirar de frente: la potencia de una nada sin coartadas, la nada de lo banal. Una lección de encarnizamiento: Babenco perseguía la ficción de Puig en el punto exacto donde la ficción de Puig más parecía resistírsele. Una lección de valor: al revés de lo que habría hecho un cineasta menos insensato, Babenco no se sacaba el problema de encima: lo convertía en el verdadero corazón de su trabajo. ¿Es eso “estar loco”? ¿Esa extraña combinación de perspicacia, obstinación y ganas de meterse en problemas? No lo sé. Pero en algo parecido a eso debía estar pensando yo cuando Babenco me llamó desde el único teléfono de su isla falsa y me dijo gritando –así de malos son los teléfonos de las islas– que veía mi novela y yo le dije primero “estás loco” y después que sí, que se tomara nomás los dos meses que necesitaba para releer la novela y ver si la seguía viendo y que después habláramos.
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