CRóNICAS > LAS DECLAMADORAS DE PRINGLES
La localidad bonaerense de Coronel Pringles tiene potencial para convertirse en otra General Villegas —se sabe, patria chica de Manuel Puig—. Sus calles guardan recuerdos de Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher, y también son locales Arturo Carrera y César Aira. Pero a los mitos hay que alimentarlos, por eso se fundó Estación Pringles, asociación civil y empresa cultural integrada en su cúpula por el poeta Arturo Carrera, presidente. Su primera acción fueron las jornadas preparatorias del Primer Certamen Regional de Declamadoras de Poesía. María Moreno estuvo ahí para contarlo.
› Por María Moreno
¿Puede hacerse de Coronel Pringles un Combray, ese lugar que Marcel Proust desempolvaba de entre los recuerdos encubridores mediante la dulzura de una magdalena? ¿Siquiera un Villegas eternamente sacudido por asonadas de profesores universitarios en busca de las huellas del Coco de Manuel Puig? Va camino de eso. Hasta hoy bastaba hacer sonar el nombre de esa ciudad o disfrazarlo en los textos de los artistas locales Arturo Carrera y César Aira, el recuerdo de cuando Osvaldo Lamborghini se descolgaba por una ventana y, agazapado entre la ropa colgada de la soga, espiaba a una dama dormida, o de Néstor Perlongher paseándose con un afroamericano con tórax de Popeye. Pero al mito hay que engordarlo. Para eso se fundó Estación Pringles, asociación civil y empresa cultural integrada en su cúpula por Arturo Carrera (presidente) y Juan José Cambre (vicepresidente), y cuya primera acción ha sido las jornadas preparatorias del Primer Certamen Regional de Declamadoras de Poesía cuyo subtítulo es Poesía y Memoria. Opacando el Día de la Raza —las jornadas empezaron el 12 de octubre—, un grupo de poetas de Buenos Aires, algunos catedráticos y periodistas, un fotógrafo y la claque inopinada de amigos colados, se subieron a un ómnibus de Plusmar, cada uno con su bandejita de alfajor, grisines y queso untable dispuestos a hacerla durar hasta Coronel Pringles a lo largo de una noche de seis horas. A una prolongación del sueño en el hotel que queda a una cuadra de la casa de Carrera (Stegman 533), luego de un itinerario flanqueado por negocios que venden maquinarias de campo, salvo la librería en cuya vidriera compite el libro Mi querido Pringles de Oro, 2ª del poeta, detective y experto en investigación, Filiberto Vallejos, le sigue la apertura de las jornadas en la Casa de la Cultura ubicada frente a la plaza Juan Pascual Pringles.
Arturo Carrera, que da la voz de aura, precisa: “Declamar no es gritar. No, en todo caso es hablar con afecto y vehemencia. Recitar prosa o verso con entonación y ademanes convincentes”.
El poeta ha llegado al lugar del bracete de Isabel González de Aira, madre de César, que no tuvo tiempo de anotarse en el concurso de declamadoras. La coronación del certamen será la Caravana de Declamadoras que, con puesta en escena de Vivi Tellas, y durante la tarde del 13 de octubre, se detendrá en diversos puntos del pueblo —el quiosco Sarmiento de Sabino y Lusardo, la Casa Abecia, el Club de Pelota— para ofrecer poemas favoritos.
Victoria Ocampo rabió por no poder seguir los pasos de Marguerite Moreno y dedicarse al teatro, pero le ponía el cuerpo y la voz a la Perséfone, en eso no se diferenciaba de las declamadoras populares que, sin salir del comedor diario, podían probar una gloria que duraba una fiesta de cumpleaños y cuyo público solía tener su misma sangre. “Pero las declamadoras son las mujeres como las pequeñas parcas de nuestra infancia, las niñas, las viejas, las mujeres buda, las mujeres malas, las que propagan, las que perduran, las que le hablan a la sopa, a las plantas, a los higos, a las bestias, al fuego: las que gritan lo que sienten, las que todo lo transforman en lujo, en puntilla, en espuma, en tempura de las sensaciones.” Eso dice Carrera, mostrando la hilacha de poeta. En la sala atestada en cuyo frente se venden remeras y dulces con el logo Estación Pringles, algunas protagonistas de la caravana poética del día siguiente, se sienten incluidas en alguna serie enunciada.
Las jornadas propiamente dichas comienzan con una conferencia de Daniel Link titulada Poesía, ritmo y oralidad, amena pero difícil sobre todo cuando Link decide repartir paródicos bochazos haciendo sonar un cencerro, luego de fingir que algunos miembros de su cátedra habían levantado la mano para participar en los ejemplos. Los estómagos se encogen y los asistentes que siguen los versos en sus apuntes recién distribuidos relojean la lista de pies métricos —¿troqueo?, ¿yambo?, ¿jónico mayor?— como si los obligaran a jugar a la ruleta rusa.
Mientras tanto, en un Museo de Ciencias Naturales en el que se exhibe una cueva de tatú carreta, Vivi Tellas prepara a las recitadoras con ejercicios que aflojan el cuerpo y lo sacan al medio del salón antes del ensayo de los poemas que van del recitado gauchesco a la denuncia social, pasando por la Balada de Doña Rata.
—Caminen. Caminen y digan en voz alta lo que hicieron durante el día.
Las declamadoras se pasean con vehemencia y lo que dicen todas juntas suena así:
—... y como no tenía sueño fui a comparar el pan... y ahora cada vez que me agarro la parte que me duele... el regalo para mi nieta... ¡qué caro! ... ayudar a mamá... que me perdonen, pero era un verdadero quilombo... esta ensaimada está cruda le dije... sillón lleno de pelos...
Teresa Arijón, representante de Buenos Aires, no se acuerda de El grillo de Nalé Roxlo y, en los intervalos de mate, agota la paciencia con “¿Es este cielo azul de porcelana? ¿Es una copa de oro el espinillo?”, zona en la que se traba a pesar de que Bárbara Belloc le sopla con ademanes de oficio mudo.
Vivi Tellas ha inventado lugares simbólicos en el espacio de la ciudad para que cada declamadora se sienta brevemente como en su casa, y en el ensayo improvisa otros para recrear los del estreno. Así, a Hilda le toca junto al arado de rejas Milwaukee y a Mirta junto a la guadañadora Deeering. Por la noche, el bar del Hotel Pringles está colmado, incluidas las delegaciones de estudiantes de Bahía Blanca, las declamadoras en vísperas y matrimonios de rostro severo que hace temer que reaccionen al recital poético de Gaby Bejerman con la misma hostilidad con que los habitantes de Holcomb reaccionaron ante la voz de pato de Truman Capote cuando éste los invadió para hacer la investigación de su A sangre fría. Gaby Bejerman manda mensajes fóbicos al celular de Daniel Link mientras se hace gárgaras en su habitación. Daniel Link los atiende mientras prepara las luces y el sonido que ha organizado Fermín Carrera, quien también diseñó el cartel que repite el logo de Estación Pringles: un niño que toca una corneta mientras se desliza en un vehículo que debe ser una zorra, puesto que se trata de una estación. Gaby Bejerman recita a Marosa Di Giorgio y a Delmira Agustini vestida como una Mata Hari rubia. Un ligero estremecimiento recorre la sala cuando, impulsada por los corcoveos eróticos de su próximo CD de canciones que está a punto de estrenar y que adelanta allí mismo, se sube a una mesa y uno de sus tacos aguja se le clava en el borde del vestido de noche. Pero un leve saltito y la diva camina por la mesa como por una pasarela, sorteando botellas de cerveza y platitos de aceitunas, y entre los estudiantes de Bahía Blanca se arma una euforia de cantina, de esas que estallan en bolitas de miga de pan y risotadas. Algunos clientes del hotel bajan adormilados de las habitaciones a pedir silencio. Ya bastante tuvieron con la noche anterior cuando Daniel Link, que llegó antes para colaborar en la organización de las jornadas, gritó en sueños: “¡Viva la patria!”.
Largada la caravana, Hilda Bhon, dueña de una casa de repostería Dima —nombre conseguido con las iniciales de sus hijos Iris, Daniel y María Cecilia— recita Tierra amarga de Evaristo Barrios.
—¿No es como una rara presidente del futuro con ese traje banco y al lado del edificio de Salomone? —sueña Vivi Tellas. Las obras de Salomone son el lujo moderno de muchos pueblos de la provincia de Buenos Aires. Marta Esteves, que fue durante catorce años maestra supervisora en tres distritos —Coronel Pringles, Suárez y Tres Arroyos—, se anima a ser actual y dice Oración de un desocupado de Juan Gelman. Igual no transgrede el dogma de toda recitadora que Vivi Tellas sabiamente no ha reprimido: ilustrar los versos con los ademanes de modo que si se dice “cóndor” se levanta el brazo, y si se dice “campos” se hace una demorado barrido con los brazos, señalando el suelo. Mabel Padelli, docente de lengua y literatura en la Escuela Media Nº 1 José Manuel Estrada, dice algo de sus autoría: Desesperación. Hay imágenes sorprendentes como la de Teresa Arijón emergiendo de Casa Abecia que vende flores y autopartes y que recita El grillo, esta vez sin que le soplen, o la de la niña Donatella Panello en la puerta de la Heladería Artesanal La Central recitando su Balada de Doña Rata. Hay episodios cómicos como la parejita que “chapaba” en el banco elegido para la actuación de Esterlina Pujol y escapó en cuclillas como si la multitud que apoyaba a la artista llevara cámaras de televisión. Daniel Link no sólo fue plomo de Gaby Bejerman —a él le gusta definirse como “el mejor empleado”—; también lleva el cartel de Estación Pringles que, como hay viento, se bambolea y lo hace parecerse al personaje de Una mujer descasada cuando parte del hogar conyugal con un cuadro que funciona como un velamen. Decenas de caras espían desde los automóviles. Los aplausos no juzgan, ni prefieren: son fuertes porque en cada uno de ellos no sólo se aplaude a las declamadoras sino a la cultura amateur que siempre rima y a la propia infancia que nunca pierde la memoria. A lo largo de la caravana, Vivi Tellas se para delante de la declamadora de turno y se diría que la sostiene con la mirada, la sonrisa y la barbilla en una especie de imprinting que insufla energía y saca pasión de abajo de los ponchos que son una cita de los de los payadores y que a veces se estilizan en forma de capa tejida a mano o chal con brillitos discretos.
Como Arturo Carrera perdió a su madre muy niño, todo el pueblo lo trata en diminutivo y matiza el paso de la Caravana con chismes.
—Cuando Arturito iba a dar títeres en los barrios pobres, le tiraban piedras que le descabezaban los muñecos.
—Arturito era el que bajaba el telón en el grupo de teatro Las Dos Carátulas.
—Un día escuché sonar un acordeón en lo de Abecia. El me dijo: “Es Arturito”. Yo lo conocía de chico. Entré... ¡cómo había cambiado!
Agustín y Martín Sicar, de 16 y 13 años (saxo y trompeta), tocan “Beautiful Dreamers” contra la vidriera del bazar Colón. Forman parte del conjunto Fabricantes de Alas.
—Antes de ayer estuvimos en Mar del Plata.
—¿Y cómo les fue?
—Más o menos. Ganaron los de Buenos Aires —dicen resignados.
El gran final es en la casa de Arturo Carrera, cuando Marisa López, asomada al balcón con una voz educada en versiones pringlenses de Las Troyanas, dice su poema Luz de ensayo: “No mires hacia atrás / después de que el vacío / de esa vida que alumbró la luz de estreno / se aleje cuerpo y alma / hacia el otro escenario / al de tu vida”. Beba Abalos de Casanovas, que tiene 35 años de coros, se animó a bautizar al que dirige ahora como Las Voces de Beba. Ella cierra el certamen en la Casa de Cultura con “Marinero de luces”, del repertorio de Isabel Pantoja, y “Garganta con arena”, de Cacho Castaña.
—El sueño más grande fue éste. Estar con una persona como Arturo, que es un sabio. Trabajé muchos años en el Hogar de las Niñas. Con mayores cuesta, por los problemas de oído que tienen, ¡pero mire qué bien suenan! Claro que me faltan varones. ¡Me faltan!
Una de las dos excepciones es Valerio Cacciurri, maestro de taller de la escuela técnica.
—Yo me metí en el coro por mi señora, pero me tira más el tango que la cosa española. Pero... ¿sabe cuál es el problema mío? Estoy siempre luchando con los alumnos. Entonces en el coro me desenchufo un poquitito. Es un hobby. Acá vamos todos por voluntad.
Las Voces de Beba miran su cuadernillo de letras con un rostro de responsabilidad aplicada y cantan mientras la directora se mueve de aquí para allá con pasos ágiles y contrabandea, por sobre cada tema, un hilito de voz de soprano, algo así como un corito del coro que sólo desaparece en el bis: el hit “Resistiré”.
La casa de Arturo Carrera es una mezcla de Museo del Juguete —palomitas de yeso de torta de cumpleaños, vitrinas con máscaras de carnaval, el monito saltarín, la sillita-carro de comer, la máquina de coser Norita— con mansión danunzziana, muebles oscuros y pesados, con o sin garras. El champagne tiene el propósito de festejar algo más que las jornadas: el Onabe (Organismo Nacional de Administración de Bienes) ha cedido a Estación Pringles un predio para actividades que quedan por inventar. Así como el más grande cantor argentino es uruguayo y el restaurante Bolivia quedaba en la calle México, el proyecto Estación Pringles va asentarse en la estación Quiñihual. Chiquita Gramajo, esposa de Arturo Carrera, ha hecho todas las gestiones y amaga ser la nueva Victoria Ocampo —a quien se parece en prestancia, oscura mirada y mentón decidido— precisamente en “el campo”. Mientras Juan José Cambre, que es alérgico a los felinos, espanta al gato de los Carrera con un mono que chilla luego de ser lanzado con un sistema semejante a la gomera, alguien empieza a improvisar slogans y toma como pretexto la Caravana de Declamadoras: “Hoy la procesión fue por fuera”.
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