Domingo, 25 de noviembre de 2007 | Hoy
CINE JESSE JAMES EN PANTALLA GRANDE
De todos los mitos norteamericanos, el más representado por el cine probablemente sea el de Jesse James: un hijo de granjeros sureños testigo del maltrato cometido por las tropas de la Unión, que se suma a las guerrillas confederadas, se convierte en bandido, en leyenda en vida, y finalmente muere asesinado por la espalda por un joven pistolero que lo idolatraba y al que había adoptado. El estreno de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, protagonizada por Brad Pitt, vuelve a poner en foco una leyenda que Hollywood filma periódicamente desde sus comienzos. Y cada vez que lo hace, dice algo sobre su país.
Por Mariano Kairuz
La historia de Jesse James inspiró una leyenda folklórica que adoptó la forma de infinidad de novelas populares de aventuras (algunas publicadas cuando el héroe/forajido todavía vivía), películas y seriales, y varios relatos musicales, entre ellos una canción que fue grabada por, entre muchos otros, Woody Guthrie, Pete Seeger y Bruce Springsteen, y que dice así: “Jesse James era un muchacho / que mató a unos cuantos tipos / Asaltó el tren de Glendale / Les robó a los ricos y les dio a los pobres / Tenía un pulso y un corazón y un cerebro. / Y fue Robert Ford, ese pequeño y sucio cobarde / me pregunto cómo se siente ahora / ya que comió el pan de Jesse y durmió en la cama de Jesse / y puso al pobre Jesse en su tumba”.
La balada, que se le acredita a un tal Billy Gashade, quien la habría compuesto en 1882, apenas después del asesinato de James, y que aparece en muchas de las versiones cinematográficas del personaje, erige al bandido como un héroe, aunque lo cierto es que no se sabe cómo es que construyó esa fama de Robin Hood, que “les robó a los ricos y les dio a los pobres”. Probablemente tuvo que ver con que la banda que dirigieron él y su hermano tuvo como víctimas principales a los bancos y al ferrocarril, principales explotadores del granjero. Otro dato que ayudó a investir de un halo romántico a la pandilla James está relacionado directamente con la médula sangrienta de la historia norteamericana: tras asistir a la brutalidad a la que fue sometida su familia –granjeros sureños propietarios de esclavos– por las tropas de la Unión, decidió unirse a las guerrillas confederadas, convirtiéndose en un producto inevitable de una era salvaje. Lo que sí se conoce es la historia del asesinato, ya que fue el propio Ford, joven miembro de la última banda de James, quien la relató detalladamente en su carta de confesión enviada al gobernador de Missouri. Fue apenas después del desayuno, de un tiro en la espalda, mientras James, desarmado tal vez por primera vez desde que conocía a Ford, acomodaba un cuadro colgado en la pared de su casa.
En la flamante El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, del director neocelandés Andrew Dominik, la canción vuelve a aparecer, interpretada por el australiano Nick Cave en un bar, en el tramo final de la película, cuando el crimen ya ha sido cometido y Bob Ford ya ha descubierto que el pueblo, lejos de aplaudirlo como un héroe justiciero, lo condena como traidor. Antes de caer borracho y ser expulsado del saloon, Bob Ford corrige al trovador: “Jesse no tenía tres hijos sino dos”. Y en esa corrección de la leyenda, en ese intento atropellado y sin efecto por establecer la verdad de los hechos, se cifra en parte la propuesta de Dominik, que escribió su guión en base a la novela homónima del historiador Ron Hansen (un éxito de ventas a principios de los ’80) y consiguió filmarla hace dos años en parte gracias al aval de su estrella y productor, Brad Pitt. El primer corte de su película duraba más de cuatro horas, que se pasaría reeditando durante más de un año hasta obtener las ambiciosas dos y media con que se está estrenando actualmente en todo el mundo y con las que parece querer desandar la leyenda, despojarla de aventura, salir de las reglas genéricas del western, pero no exactamente para narrar la historia verdadera sino para internarnos en el pesar, en la oscuridad de sus protagonistas, en su sensación de que así, tal vez, fue cómo se perdió el Oeste. Hay algo de eso que en los años ’70, cuando el cine del Lejano Oeste ya había muerto o experimentaba una de sus varias fallidas resurrecciones, se dio en llamar western existencialista, reemplazando en buena medida las ráfagas de plomo por una violencia y una angustia “interiores”.
El crítico neoyorquino Jim Hoberman la calificó, y no con un propósito precisamente elogioso, de “pieza psicológica de cámara en la que los espacios abiertos son tan geográficos como mentales”. La cantidad de ocurrencias argumentales de la película de Dominik es mínima, y tanto el origen como las hazañas de sus protagonistas son desplazadas por imágenes del paisaje natural que parecen destinados a la introspección, a una contemplación meditabunda. Planos luminosos del cielo y del viento entre los pastizales fotografiados con preciosismo por Roger Deakins, que inevitablemente obligan a pensar en Terrence Malick, el referente más obvio de la película. Por ahí, una referencia insospechada para quienes sólo conozcan de Dominik su único film anterior, Chopper, violenta adaptación del best seller autobiográfico del criminal Mark Read, que disparó la carrera del actor Eric Bana hace siete años. El asesinato... no deja de ser un western en tanto una de sus preocupaciones principales es esa sensación crepuscular, ese tono elegíaco sobre un modo de vida que llega a su fin, que fue central al género, pero a su vez, sin grandeza. Los miembros de la banda de James se burlan de las novelitas populares protagonizadas por la leyenda que Bob Ford creció admirando y que a los veinte años de edad aún guarda bajo su cama. Y a lo que asistimos es justamente a eso, al proceso de desmoronamiento de un ídolo: una vez sumado junto a su hermano Charlie a la banda, Ford (un notable Casey Affleck, el hermano menor de Ben) escucha cómo su héroe le dice que eso que ha escuchado, la leyenda, “son todas mentiras”. Sin embargo, Brad Pitt interpreta a James muy obviamente, con una evidente conciencia de su carácter de leyenda, como un tipo que a los 34 ya ha vivido toda una vida, y quizás, ahora que se ha afincado bajo un nombre falso junto a su esposa Zee, sus hijos y los dos hermanos Ford, crea que ya va siendo hora de retirarse.
Nunca se nos cuenta por qué es que Ford se decide finalmente a matar a James, ni por qué éste, tan paranoico en sus últimos días, se le entrega con tanta facilidad, como si quisiera que le pusieran fin de una vez por todas. La recompensa no parece ser la verdadera motivación de Ford, como sí lo era en la magnífica Yo maté a Jesse James (1949), de Sam Fuller, un hombre duro siempre atento a las tensiones internas de sus personajes pero convencido de la fuerza de las certezas materiales de sus acciones. Lo que parece mover al Bob Ford de Dominik es la caída del ídolo, la amargura del desencanto.
Y en esto la película es una especie de anti-épica, a la que algunos críticos norteamericanos consideraron pretenciosa y soberanamente aburrida. Como un relato que funciona a contrapelo de la máxima de John Ford, expresada a través del personaje del editor periodístico Maxwell Scott en Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962): “Esto es el Oeste: cuando los hechos se convierten en leyenda, ¡impriman la leyenda!”.
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