Domingo, 25 de noviembre de 2007 | Hoy
TEATRO BERENICE: LA TRAGEDIA DE LA DESPEDIDA AMOROSA
Cuando Racine estrenó Berenice, en el sigo XVII, se le criticó –entre otras muchas cosas– que no le hubiera puesto de título Tito, como el rey romano que, por deber político, renuncia a su amada reina de Palestina. Con una versión especialmente traducida del francés, para ser representada por primera vez en la Argentina, la puesta de Silvio Lang permite indagar en por qué Racine tenía razón en llamar a la obra con el nombre de la mujer abandonada y no del rey que la abandona. Y por qué ese renunciamiento la convierte en una obra mucho más contemporánea.
Por Natali Schejtman
Cuando Jean Racine estrenó Berenice, en 1670, las críticas no se hicieron esperar. A su falta de acción, sobredosis de palabras innecesarias y ausencia de sangre e intrigas, se le agregó una objeción a su título: ésta era la historia del renunciamiento histórico de Tito, que rechazó a la reina de Palestina para no herir susceptibilidades en el pueblo romano como flamante emperador inflingiendo una ley sacra de la ciudad. Porque si bien la obra hace uso de un triángulo amoroso tradicional como primer motor –Berenice, la reina de Palestina, entregada a Tito, emperador de Roma, es depositaria de la confesión de amor no correspondido de su amigo Antíoco, rey de Comagena–, el verdadero triángulo es aquel que tiene por vértices de un lado a la mujer amada, Berenice, y del otro, el deber político como emperador: ambos no pueden confluir en Tito, y él elige a Roma.
En el momento de su aparición, Berenice, exponente del teatro clásico francés, pudo verse enmarcada en un diálogo con la corte de Luis XIV, al exponer un comportamiento “ejemplar” de Tito, que no cede ante el amor debido a su mandato. El mensaje que prevalecía era claro, sobre todo considerando las licencias del rey francés: el mandato político, el Estado, el Imperio, en Roma pero también en Francia en el siglo XVII, es lo primero.
Tito es, por sobre todas las cosas, un político, y actúa bajo la influencia de la “opinión pública”, que en ese momento personifica su confidente Paulino, pero que siglos más tarde podría llegar en forma de encuestas desde una consultora amiga. Tan evidente parecía su protagonismo que Corneille, a quien, se dice, se le encargó una versión al mismo tiempo, llamó a la suya Tito y Berenice.
Para escribirla, Racine tomó una decisión. Por un lado, admitió haberse basado en el episodio de la Eneida entre Dido y Eneas, en el que el príncipe troyano abandona a la reina de Cartago con la explicación de que los dioses tienen para él otro destino: la fundación de Roma. Esto provoca que ella, desahuciada y repleta de amor, desdicha y odio, se suicide. Por otro lado, sin embargo, si la Eneida expone que ese abandono tan dramático –con muerte incluida– fue “necesario” para fundar Roma, Racine hurga en el momento mismo de la separación y no nos cuenta cómo le va a Tito luego de su decisión, sino que expone esa situación dolorosa, lábil y pasible de interpretaciones variadas, sin incluir “resultados”. Tal vez sea esta característica lo que hace de Berenice una obra que hoy permite otras lecturas por sobre el mero señalamiento de ejemplaridad mandataria –que no sería demasiado verosímil. Hoy, Berenice es la protagonista no de un renunciamiento –el que renuncia es él– sino de la consecuente despedida, una agonía interminable a la que ella, en definitiva, lejos de Dido, pondrá fin.
Aquí no hay muertes, no hay suicidios, tampoco grandes intrigas, tal cual le dijeron a Racine en el siglo XVII. No hay furia violenta sino mucho sufrimiento. Esta es, como la describe el poeta, ensayista y traductor Walter Romero en el exhaustivo y lúcido estudio preliminar de la nueva traducción de Berenice (que le fue encargada para esta primera representación en Argentina), una “tragedia defraudada”. Y la interpretación desde el discurso amoroso le quita ejemplaridad a Tito (que representa, como explica Romero, el discurso del poder). Al menos ésta sería una lectura posible desde el presente de la puesta en escena del director pampeano Silvio Lang, donde los géneros adquieren suma relevancia. Berenice (en el cuerpo de la conmovedora y aurática Ana Yovino) encarna el papel de una mujer fuerte más que abandonada: feliz por su próxima asunción como emperatriz romana, empieza a sucumbir a la total incertidumbre de si Tito va a dejarla o no, algo que él no puede decirle directamente, porque no le da (Tito trastabilla al querer enfrentarla, pide ayuda en las voces de otros, por eso Barthes llamó a ésta “la tragedia de la afasia”). El emperador de Roma (interpretado por Pablo Fenimore) logra transmitir esta cobardía que Racine expone con tantos matices: la del hombre muy confundido que opta, apenas ante un rumor de disgusto del pueblo que le llega por su confidente Paulino, con pena extraordinaria, eso sí, por disuadirse de tan inmenso amor y matar en vida a la pobre Berenice, no sin antes estirar el desprendimiento, movilizando escenas de duda, anuncios de suicidio contagiados y autoflagelos, todo, siempre, verbalizado, si bien lo que más cuesta decir constituye uno de los motores del drama.
Pero más que las razones, la despedida histérica y demorada que componen Berenice, exigiendo explicaciones, y Tito, emocionalmente débil, delegando el corte de rostro en Antíoco (le pide a él que sea quien le comunique la noticia de la ruptura), está impecablemente desarrollada en el texto de Racine. Y eso también vuelve particularmente actual a esta “tragedia sin tragedia”, en el marco de una variación de los roles estigmatizados, la falta de decisiones sólidas y de contundencia en las relaciones que se enarbolan como características de época, más lejos de los suicidios y del dramatismo romántico. Al final, será Berenice la que ponga fin al renunciamiento ambivalente de Tito anunciando en una misma declamación su abandono de Roma y de Antíoco (Alfonso Tort), su pretendiente.
Al ser Berenice el centro de una posible interpretación contemporánea también sugiere matices en su persona y reactiva su condición de víctima y minoría: la mujer judía, monoteísta y extranjera a la espera de la aprobación del hombre, del pueblo y de la legalidad que finalmente no consigue, se vuelven hoy temas conocidos.
La oportunidad de ver Berenice por primera vez representada posibilita el acceso a una poesía de enorme belleza y poder, con sus monólogos extensos y anacrónicos, potenciada por la puesta despojada (que sólo acompaña una guitarra constante, a cargo de Nicolás Diab). Al tiempo que exige concentración, fluye, tranquila pero erizada, llenando de discurso los desoladores avatares amorosos y poderosos y haciendo resonar diversas lecturas alrededor de lo que puede decirnos Racine hoy en día, con palabras y tartamudeos.
Berenice traducida por Walter Romero, dirigida por Silvio Lang, interpretada por Ana Yovino, Pablo Fenimore, Alfonso Tort, Martín Rodríguez, Ana Laura Giura y Pablo Casal. Domingos a las 18, en el Teatro Payró, San Martín 766, hasta el 9 de diciembre.
Berenice, traducida y anotada por Walter Romero, Ediciones Artes del Sur, 2007.
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