Domingo, 23 de diciembre de 2007 | Hoy
ENTREVISTAS > JOHN BERGER POR ELENA PONIATOWSKA
En septiembre, el sociólogo francés Andrés Aubry murió a los 80 años en un accidente de auto cuando volvía del médico a San Cristóbal de las Casas, el lugar en el que residía desde 1973 y donde se había convertido en uno de los interlocutores, intérpretes y pensadores del movimiento zapatista hoy liderado por el subcomandante Marcos. En estos días, se organizó un homenaje en su memoria. Uno de los invitados de lujo fue el escritor inglés John Berger. De paso por el DF camino a Chiapas, Elena Poniatowska, alma máter del homenaje, lo entrevistó para La Jornada, el diario que ella y Aubry compartieron por más de diez años.
Por Elena Poniatowska *
Nunca pensé que fuera tan accesible, tan cálido, tan a nuestro alcance. En la soleada casa de la filósofa Fernanda Navarro (quien trató a Bertrand Russell), en la calle de Las Flores, Beverly y John Berger esperan el momento de irse a Chiapas a rendirle homenaje a Andrés Aubry. Creí que Berger era muy alto y no, él y Beverly, su mujer, son de la misma altura y tienen el pelo blanco, bueno, ella no tanto. Como esas parejas que se aman, han ido pareciéndose a lo largo de los años y Beverly lo escucha sin pestañear, como si todo fuera nuevo para ella. Lo escucha con una intensidad de lámpara votiva.
Aunque apenas descendieron del avión, la pareja no experimenta el jet lag ni dicen sentirse cansados. A los 81 años, John Berger guarda una fuerza y una energía envidiables. En mangas de camisa, su abrazo es fuerte y fogoso. Todo en él es fogoso, hasta la mirada de sus ojos azules, hasta la forma en que se erizan sus cabellos blancos. Claro que a él (que vive en los Alpes, al pie del Mont Blanc) la ciudad en la que nosotros sentimos frío debe parecerle un balneario.
–¿Quiere usted que nos sentemos frente a la mesa? Una mesa es siempre mejor para trabajar –propone.
La emoción me entorpece. Gran escritor, resulta que su voz es un canto entre el cielo y la tierra, un canto que nos llega hasta las entrañas y remueve sentimientos olvidados. Intento no mirarlo con demasiada admiración pero no puedo evitarlo. El lo sabe, porque sabe todo. Su rostro, marcado por la vida, me recuerda al de algunas fotografías de Samuel Beckett.
–Usted dice que sólo rescataría de su “modesta carrera” como pintor unas cuantas telas hechas en los años ’40 en las calles de Livorno, Italia, ciudad pobre y herida por la guerra, porque allí descubrió algo acerca de la ingenuidad de los desposeídos y también se dio cuenta de que no quería tener que ver con quienes detentan el poder. El poder ha sido su aversión de por vida. ¿Es por ello que va a Chiapas a apoyar a los pobres, a los más pequeños, como los llama el subcomandante Marcos?
–No, voy a Chiapas a honrarlos y saludarlos porque con todas las extraordinarias dificultades que enfrentan admiro lo que han logrado y siguen logrando. A lo mejor mi admiración está ligada al hecho de que son los poderosos quienes escriben la historia y son los pobres y los que no tienen poder los que escriben las canciones y yo amo la poesía y las canciones.
–Usted utiliza mucho una palabra que me llama la atención: unworldliness, que para mí significa alejado del mundo y de consideraciones egoístas. ¿Por qué?
(Un largo rato de silencio.)
–Es una palabra muy curiosa porque a la primera mirada parecería que pertenece al mundo y estar familiarizada con el mundo, pero de hecho, worldliness frecuentemente sólo quiere decir interés en uno mismo y se refiere a gente que cree que conoce los modos del mundo cuando sólo saben calcular y obtener lo mejor para sí mismos. En contraste, unworldliness significa que por una razón u otra los hombres han renunciado a ese interés por decisión propia o por las circunstancias y la paradoja se repite porque unworldliness en un cierto sentido quiere decir conciencia del mundo, de tal manera que el mundo no sólo es un objeto para usarse sino que ofrece algo sorprendente que nos saca de nosotros mismos y nada tiene que ver con la adicción a los placeres temporales y al dinero.
–Usted mismo tomó una decisión que fue un salto en el vacío cuando en la época de su libro Ways of Seeing (Mirar) dejó Londres y sus grandes éxitos en la radio BBC para irse a un pueblito de Francia en los Alpes a vivir entre los campesinos y los pobres y escribir sobre ellos. ¿Usted quiso escapar de la mundanidad? ¿La suya y la de Beverly fue una renunciación?
–Son dos preguntas las suyas. Una, por qué nos fuimos de Londres, otra por qué vivimos en los Alpes, y me parece que la segunda es más interesante, Vivir en la Haute Savoie (Alta Saboya), entre los campesinos, fue una necesidad. La Haute Savoie era un área muy pobre hasta los años ’50 –claro que no muy pobre según los estándares mexicanos–, pero sí pobre para los franceses. Por ejemplo, una familia campesina en ese tiempo era muy numerosa porque por muchas razones los pobres tienen muchos hijos, y en esos días el invierno duraba desde noviembre hasta abril y era completamente imposible trabajar la tierra. Entonces tres o cuatro miembros de la familia emigraban a un rincón de París en el que todos los de la Haute Savoie se empleaban en la calefacción, es decir, en llenar durante toda la noche los hornos del sistema central de calefacción de las estaciones de ferrocarril, del Palais de l’Elysée de París y otros espacios públicos. La pobreza no es la razón por la que decidí ir allá, sino porque antes de ir a la montaña en los años ’70, hace más de 40 años, escribí un libro sobre inmigrantes portugueses, españoles, turcos y africanos del norte que se llamó El séptimo hombre. La mayoría eran hombres que llegaban a la Europa del Oeste para encontrar trabajo, viajaron sin su familia y ése es un libro sobre su experiencia. Fue el primero de los tres libros que hice con el fotógrafo John Mohr. Pasé muchísimo tiempo compartiendo las condiciones de vida de la mayoría de estos hombres que provenían de pueblitos en los que la pobreza es apabullante. Al escucharlos era fácil identificarme con ellos y escribir acerca de su jornada, el choque que les provocaba la ciudad, su esfuerzo para enviar dinero a su familia, pero lo que sí no podía yo imaginar era su vida anterior en su pueblo de origen, un pueblo muy pobre con muy poca tierra. No podía yo imaginarlo porque estaba completamente fuera de mi experiencia. Por eso cuando terminé G. me preocupé mucho por mi ignorancia y porque en ese tiempo la mitad de la población del mundo vivía del cultivo de la tierra, y al constatar mi ignorancia gigantesca quise aprender un poquito más acerca de cómo podría ser la vida de hombres y mujeres en ciertas partes de la Alta Saboya, donde todavía practicaban un tipo de agricultura primitiva, con prioridades muy particulares que se pasaban de generación en generación y no habían desaparecido, aunque ahora sí están desapareciendo. Fui porque quise aprender cómo era no sólo su vida física sino sus almas. Esa fue la razón para ir a la Haute Savoie, no para visitar a la pobreza. Fui allá como ir a la universidad, porque además nunca he ido a la universidad. Fui a verlos no porque eran pobres, sino porque en cierto sentido eran muy ricos y tenían mucho que enseñar. Nunca fui a una universidad, dejé la escuela cuando tenía 16 años y me fui a una academia de arte a dibujar mujeres desnudas.
–Esa fue una muy buena razón. ¿Y cómo espera usted relacionarse con los indígenas zapatistas?
–No sé. El verdadero viaje es siempre un “no sé” y luego algo sucede, quizá lo que no esperas.
–En Pig Earth (Puerca tierra), usted dice que la vida es líquida, que los chinos se equivocaron al creer que lo esencial es la respiración. Usted presencia la matanza de una vaca, cuya nariz rosada todavía tiembla y se conmueve por su sufrimiento. ¿Aún piensa que la vida y la muerte son líquidas? Chiapas también es un estado de resistencia entre la vida y la muerte y es líquido porque allá llueve mucho.
(Hace una pausa muy larga.)
–Siento mucha suspicacia por las ideas preestablecidas pero, okey, podemos llamar a la vida líquida o a lo mejor podríamos llamar a la vida, vida. Cuando presencié la matanza de esa vaca me pareció que la vida era líquida porque la sangre fluía de su nariz, en ese contexto muy específico es factible generalizar acerca de la vida. Lo que escribí no tiene que ver con la escritura científica, pero sí con la lírica. Es como sumergirse de pronto en uno mismo y volverse alerta a lo que sucede y luego, a partir de ello, levantar abruptamente los ojos y ver la última vida que le estaban quitando a la vaca. Mi argumento no es vegetariano, la matanza de la vaca es una realidad y yo estaba en el centro de esa realidad, de esa vida que desaparecía, entonces, sí, pensé que la vida era líquida.
Las reliquias de Frida Kahlo
–Usted escribió que su pintor favorito es Caravaggio, y éste tiene algo en común con Diego Rivera. ¿Va usted a ver los murales de Rivera mientras está en México?
–Claro que sí, lo espero, claro que sí. Ayer, nuestra visita a la Casa Azul de Frida Kahlo fue una experiencia muy intensa. Nunca he visto un museo o un santuario como ése en ninguna parte. Para mí resultó dialéctico porque el museo está ensamblado con reliquias que transforman a Frida en un icono y, como siempre pasa con las reliquias, la verdadera índole de la persona se pierde. Quizá las reliquias enfatizan la ausencia pero fallan en crear la presencia. Había fotografías –no las famosas–, sino instantáneas de Diego y de Frida muy sugerentes porque evocaban su vida en común, su complicidad, y los volvían gente común y corriente, gente como nosotros, y nos enseñaban su subversión y por eso mismo se volvían subversivos, eso es muy necesario recordarlo. Hice un dibujo muy rápido de algunas de esas fotografías. (Como buen pintor, como buen escritor, John Berger siempre toma notas y hace apuntes de lo que ve.)
–Usted tiene toda la razón al decir que Frida Kahlo es un icono como la Virgen de Guadalupe. Hoy (12 de diciembre) se celebra el 476º aniversario de las apariciones de la Virgen según La Jornada. ¿Cuáles han sido sus apariciones?
Beverly, su mujer, interviene:
–Buena pregunta.
–En cierto momento de mi vida, sobre todo cuando estaba escribiendo un libro de no ficción que me tomó ocho o nueve años: G., en ese tiempo con frecuencia, cuando cerraba mis ojos no necesariamente para dormir porque yo no dormía, a veces sentado y a veces acostado, veía caras muy cerca de mí, a la misma distancia en que estamos ahora usted y yo, a veces una, otras veces dos, y podía verlas muy bien, podría yo haber dibujado un retrato de cada una porque eran muy particulares y yo sabía que estaban muertas y era gente que no había conocido. No era un juego, era un ritual con el que me familiaricé. Las caras no se quedaban quietas, hablaban y se miraban entre sí animosas y después de un cierto tiempo me miraban a mí; su mirada era de reconocimiento. Esto me sucedió durante dos años y ésas fueron mis apariciones. A lo mejor esas apariciones estaban conectadas con el libro que escribía, porque éste se sitúa al final del siglo XIX hasta 1940 en Sudáfrica, cuando hubo un gran levantamiento en 1902 para pedir tierra.
Antes de cada pregunta, Berger hace una pausa muy larga, se alisa los cabellos, reflexiona y durante este silencio adquiero la certeza de que el lenguaje es el más grande honor de los hombres, es la herramienta con la que John Berger busca apasionadamente servir a la verdad... Les confiere a las palabras una fuerza que otros no saben darles. Durante esa espera me dan ganas de rezar y regreso a la niña confiada que fui. Sí, John Berger tiene la llave.
* De La Jornada de México. Especial para Página/12
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