Dom 17.02.2008
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FOTOGRAFíA > RENé BURRI EN BUENOS AIRES

Acá, allá y en todas partes

Nacido en Suiza, oveja negra de una familia tradicional, adolescente durante la posguerra en la que el arte buscaba una manera nueva de asimilar el horror de la guerra, ya desde su primera foto, a los 13 años, René Burri buscó retratar no sólo a los grandes nombres, las grandes ciudades y las grandes guerras del siglo, sino también hacerlo con una sensibilidad heredera de los grandes pintores. Horas antes de inaugurar personalmente su imponente muestra en el Borges, Burri habló con Radar, recordó cómo hizo algunas de sus grandes fotos y explica por qué en las guerras no fotografía muertos ni heridos.

› Por Mariana Enriquez

“No soy un fotógrafo de guerra, ni un retratista, ni un fotoperiodista ni un especialista en arquitectura”, dice René Burri con las manos apoyadas en un paraguas que le sirve de innecesario bastón. “Hice un poco de todo porque lo que siempre me movió fue la curiosidad. Creo que estoy condenado a fotografiar a los hombres y sus quehaceres. Cuando era chico hacía castillos de arena, y entonces me di cuenta de que había dos tipos de personas: las que los pisaban y las que trataban de mantenerlos en pie. Los que quieren construir utopías y los guerreros que destruyen. Como el ser humano es muy vasto, esos dos tipos suelen concentrarse en una sola persona.”

En sesenta años de carrera, René Burri fotografió a medio siglo XX. A los 13 años, cuando era un preadolescente que crecía en su Zurich natal, alumno de la Escuela de Artes Aplicadas, retrató a Winston Churchill cuando pasaba en su auto, saludando. Fue el clima europeo después del conflicto lo que se convirtió en su obsesión durante los años formativos como fotógrafo: cómo vivía la gente después de la guerra y cómo intentaba reaccionar el arte ante la vida después de la catástrofe. “Mi interés era ir a museos: yo era la oveja negra de una familia de militares y profesores, aunque mi padre era chef, algo cercano al arte. Me la pasaba viendo muestras, y así vi la de Picasso en Milán donde se presentaba Guernica. Me voló la cabeza. Los italianos que veían estas pinturas gritaban, la reacción era enorme e impresionante. Me dije que tenía que conocer a este hombre. Pero me tomó cinco años lograrlo.”

En esos cinco años, Burri presentó un trabajo de fotos sobre una escuela de sordomudos que le ganó el pasaporte a la agencia Magnum y fue publicado en la revista Life. Como corresponsal de Magnum conoció Checoslovaquia, Siria, Irán, Egipto, Jordania, Líbano. En 1957, cuando estaba en España para retratar a Franco –cosa que no logró porque fue golpeado por sus guardias en San Sebastián– se enteró de que Picasso sería parte del público de las corridas de toros. Allí finalmente lo conoció, por casualidad. “Me registré en un pequeño hotel cerca de las arenas, fui al primer piso, estaba medio dormido, y una mujer me dijo ‘están todos acá’, y me empujó por una puerta. Adentro estaba Picasso sentado en la cama, había mucha gente, música. Ella pensó que yo era parte del grupo. Me quedé un rato en la fiesta, sacando fotos, pero me fui a dormir pronto porque llevaba días sin irme a la cama. Cuando desperté, tenía la cámara en el bolsillo. Creí que había soñado que le hacía fotos a Picasso: entonces no existían las cámaras digitales para chequear. Bajé las escaleras adormecido y entonces un chico me agarró de la manga de la camisa y me dijo ‘Venga conmigo’. Me llevó hasta el comedor. Había mucha gente en la mesa, parecía la última cena de Miguel Angel y Picasso estaba en el medio. Todos los demás golpeaban la mesa con el puño y cantaban ‘somos trece a la mesa, somos trece a la mesa’. Necesitaban uno más. El chico dijo: ‘Papá, encontré a uno, es el fotógrafo’. Picasso me dijo ‘siéntese y coma’. Yo era el número 14: Picasso no comía en una mesa de mala suerte. Al otro día fuimos a las corridas, y después lo visité y le saqué fotos en su casa. Fue grandioso. Picasso era como mi abuelo. En ese entonces tenía la edad que tengo yo ahora. Fueron momentos de gran generosidad. A veces las fotos sucedían orgánicamente en mi relación con él, quería ir detrás de la foto y hablar con él, que este hombre me contara sobre sus cosas.”

Lo mismo le pasó más tarde con otros grandes hombres que representarían para Burri visiones del futuro: Alberto Giacometti, Le Corbusier, Pablo Casals, Yves Klein, Henri Cartier-Bresson, con todos inició relaciones personales que desembocaban en los retratos. Burri quería conocer y viajar: en su casa guarda seis kilos de pasajes de avión, y una pequeña parte se puede ver en su muestra Un mundo del Centro Cultural Borges. Pero también quería pensar: así como Robert Frank desnudó el alma de una nación con Los americanos, Burri lo hizo con la Europa de posguerra en su ensayo Los alemanes de 1962, un trabajo capital del que el curador Hans Michael Koetzle dice: “Burri observa, esboza, interioriza y traduce. La historia, las historias que cuentan las fotografías sólo constituyen un aspecto de las cosas. La toma de una imagen formal es y sigue siendo vital, pero sorprende de forma menos radical que en Robert Frank, quien nos da, a veces, la impresión de que para él América sólo es un pretexto para inventar un nuevo lenguaje iconográfico revolucionario. René Burri sigue siendo periodista: la información pasa antes que cualquier intención estilística”.

Al año siguiente, 1963, fue cuando conoció al Che Guevara e hizo la célebre foto del cigarro. Se había “perdido” la revolución en 1959. “Me fui a esquiar, tengo que decir la verdad. Había estado en América latina durante seis meses, primero en Argentina para hacer un trabajo sobre gauchos que se publicó en la revista suiza Du y después fotografiando Brasilia, San Pablo, otras ciudades de Brasil, Amazonas. Me ofrecieron ir a La Habana, pero preferí descansar. No creí que la revolución fuera a suceder.”

Tres años después, cuando le pidieron que acompañara a una cronista estadounidense que iba a entrevistar al Che para la revista Look, Burri aceptó en seguida. “Llegamos el 2 de enero, el día de la revolución: los tanques rodeaban el taxi que nos sacó del aeropuerto. Una semana después estaba en la oficina del Che. Era cinco años mayor que yo, era extraordinario y muy pero muy arrogante. Era ministro de Industria, era el segundo en mando, tenía su imagen en el billete de un peso. La nota se hizo en el edificio del ministerio y las persianas estaban cerradas. Le pedí abrirlas y me gruñó que no. La entrevista era como una pelea de gallos. Para ella como periodista era muy importante, y él se lo tomó muy en serio también. Estaba tan preocupado con ella, discutiendo tanto, que me ignoró completamente. Yo le caminaba alrededor. El estaba en su uniforme, y en una fracción de segundo con la poca luz que entraba desde una persiana apenas abierta se convirtió para mis ojos en un tigre enjaulado. Era un hombre de acción. Se le notaba. Recuerdo que me pregunté ahí mismo cuánto más duraría en una oficina.”

Burri no volvió a ver al Che pero siguió con su doble vida: pertenece al grupo más importante de fotoperiodistas del siglo XX pero tiene una visión propia y una estética más allá de su trabajo. Burri hasta tiene una ética: en las fotos que se ven en Un mundo, producto de cinco años de edición, incluso con una sala entera dedicada a la guerra y la política, no se ven muertos, apenas algún herido. “Por mi entrenamiento como plástico, siempre traté de encontrar otra mirada, otro punto de vista. También quiero mostrar la guerra desde otro lugar, no desde los muertos y la sangre. Respeto demasiado a la gente como para entregarles sus cadáveres a un periódico. Intento contribuir al debate político, no al impacto.” O como redondea Hans Michael Koetzle: “Crear cosas, traer a la vida ideas, utopías, aun en su potencial fracaso, siempre lo inspiró más que la destrucción, el caos, el infierno. Burri es un fotógrafo de visiones, de ideas puestas a prueba”.

La muestra René Burri: Un Mundo se puede visitar de lunes a sábados de 10 a 21 y domingos de 12 a 21 en el Centro Cultural Borges, Viamonte esq. San Martín. Hasta el 21 de abril.

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