PERSONAJES
El jefe
Su biografía es el sueño de cualquier cinéfilo. Fue asistente de Godard, escribió guiones con Marguerite Duras y lanzó adoquines con Chabrol en Mayo del 68. Pero si Marin Karmitz es una estrella, es sobre todo por su trabajo como productor, una vocación de riesgo que en poco más de 20 años –de Alain Resnais a Kiarostami, de Michael Haneke a Arturo Ripstein– hizo posible la realización y difusión de los films más exigentes de la pantalla contemporánea.
POR MANEL MARTíNEZ Y MAITE SáNCHEZ
Muchos relacionamos nuestras mejores horas de cine con el rótulo MK2 presenta. Tras estas letras suelen empezar una lección de Abbas Kiarostami, una inquietante crónica de Claude Chabrol o algún puñetazo a la conciencia urdido por Michael Haneke.
Karmitz posee en París catorce multicines especializados en “arte y ensayo europeo” y “nuevo cine asiático”, dos etiquetas que él desprecia. Allí exhibe las películas que produce y distribuye, en un caso ejemplar de control del producto desde la concepción hasta el estreno. Su mezcla de olfato empresarial y compromiso artístico-político lo ha convertido en una referencia mundial para el cine de autor. No en vano el Festival de Cinema Independent de Barcelona 2001 lo homenajeó en su calidad de “productor independiente”.
Su colega, el productor portugués Paulo Branco, dice que “en Europa todos somos independientes”. ¿Tiene sentido utilizar la etiqueta “cine europeo”?
–Se puede hablar de cine francés, español, italiano, inglés... pero no creo que se pueda hablar de cine europeo. Podemos hablar del cine de Corea, de Taiwan, de Japón, de China... pero no podemos hablar de un cine asiático. Podríamos hacerlo en un contexto de simplificación geográfica, pero no es correcto. Lo que me parece necesario es hablar de un cine universal.
Que supongo no tendrá nada que ver con el patrón hollywoodense.
–Cuando hablo de un cine universal me refiero a un cine que nace de una realidad cultural profunda, sea española, francesa o iraní, pero que tiene la posibilidad de llegar al mundo entero. Shakespeare es un autor inglés, pero puede ser representado en China. Esto es la universalidad del arte, que se opone a la mundialización. Universal y mundial son dos conceptos muy diferentes. La mundialización significa que una cultura dominante vende sus ideas al mundo entero. Es el caso del cine de Hollywood, que crea prototipos industriales y los difunde por todo el mundo. La fuerza de la venta crea la mundialización. La fuerza de las ideas crea la universalidad.
Sin embargo, es difícil no verlo a usted como un gran vendedor. No hay más que visitar la página web de MK2. Hay películas, libros, DVD, pero también los menús de los restaurantes anexos a sus cines.
–Me gusta considerarme un comerciante o un editor, más que un vendedor o –por supuesto– un magnate. La misión del comerciante es crear el acontecimiento para que una película pueda ser vista. A eso me dedico.
He leído una frase suya: “La producción es una cuestión relacionada con la moral”.
–Mi ambición es controlar todos los pequeños cambios en que se manifiesta la calidad. De principio a fin. Un productor es una persona que permite que la película sea mejor. Olvídense del prejuicio contra los productores. Es el primer espectador, el primer crítico, el primer técnico, el primer socio. Es una mirada exterior y muy justa. Es el responsable de abrir el diálogo con el autor sobre todo aquello que irá en beneficio de la película.
¿Cuál es el rasgo que tienen las películas que usted produce, su marca de autor?
–Hoy todos los productores se preocupan primero por vender y luego por producir la película. Yo primero produzco la película y luego trato de venderla. Es la única forma de evitar la nefasta influencia de las cadenas de televisión, obsesionadas en imitar a las cadenas norteamericanas, sobre todo en sus contenidos.
Después de los atentados del 11 de septiembre, ¿será posible filmar una explosión más perfecta que la que nos ofreció la CNN?
–Todo lo que pasó el 11 de septiembre está contenido en una gran parte del cine norteamericano de los últimos diez años. Antes de la caída del Muro de Berlín, era un cine de lucha contra el mundo totalitario. Ése fue el tema sobre el que se articuló desde la II Guerra Mundial. Con la caída del totalitarismo, cayó también una parte de los temas; había que buscar otro enemigo, nuevos “malos”, y el Mal fue la democracia. Es decir, el cine norteamericano se revela contra su propia democracia. Todo está podrido: el presidente, los políticos, la Justicia... Han acabado disparando contra su propia democracia. El cine norteamericano y el mundial están obligados a cuestionarse qué entienden por el Mal, y la respuesta debe ser mucho más profunda que lo que entiende Bush.
El crítico neoyorquino Dave Kehr explica la vitalidad del cine asiático por la resistencia de esos países al humor posmoderno y rebuscado de Occidente/Hollywood. Imitarlos podría ser un primer paso para este replanteamiento del que usted habla.
–Estoy de acuerdo. No se puede hacer explotar un cerebro en el coche bajo el pretexto de buscar el humor. Esta violencia de la que hablo la he visto en muchos films norteamericanos, incluso en los mejores. La he visto en Pulp Fiction, en Corazón salvaje... Son imágenes que contienen una agresión inaceptable contra el corazón humano. Después del fascismo no se puede no estar muy, muy atento a la integridad del corazón. Hay una línea amarilla que no se puede traspasar. Está la ley, y hay que respetarla. No podemos mostrar en las películas que permanentemente podemos atravesar la línea amarilla sin ser castigados. Porque esta normalidad, esta banalización, conlleva finalmente los resultados que están a la vista. Creo que todos debemos reflexionar sobre qué es el ser humano, sobre el respeto al hombre y cómo hablar de ese respeto en una película.
¿A la manera de Kiarostami?
–Por ejemplo. Creo que Kiarostami tiene una cualidad muy difícil y muy importante en un cineasta, que es ser capaz de estar a diferentes niveles de comprensión. Sólo los más grandes son capaces de hacer esto. Ingmar Bergman, Robert Bresson, Roberto Rossellini. Todos ellos parten de una anécdota que poco a poco va tomando más complejidad, la van dotando de más de un significado y puede desembocar en una discusión sobre Dios.
A Kiarostami lo podríamos encuadrar en ese cine que desde la escasez de medios nos saca de vez en cuando de la monotonía. ¿Qué pueden aportar las nuevas tecnologías al que usted llama “cine de los pobres”?
–Cualquier nueva tecnología puede crear o destruir. El digital permite pasar la misma película simultáneamente vía satélite en muchos lugares del mundo, lo que puede reforzar el poder de las empresas norteamericanas, que serán las que controlen este soporte. Otra solución que estoy intentando imponer en París, y que puede ayudar al cine de los pobres, el de los marginales, es la proyección en DVD, en salas pequeñas, de películas que de otra manera sería imposible estrenar.
Eso suena a solución a medias: poco menos que condenarlas a un ghetto, con menor calidad de proyección...
–Actualmente, si quieres sacar una película de autor, te piden cincuenta copias, más de 75 mil euros, y ya no te dan las cuentas. Si no puedo reducir los costos de distribución, las cuentas no cierran. Sé que no es lo ideal; de hecho, en Francia estoy recibiendo muchas cartas de profesionales molestos con este sistema. Pero hay un tipo de cine documental, marginal, no de prime-time, que corre el riesgo de desaparecer.
Usted se plegó a la moda de los abonos en sus cines, una práctica que ahora llega también a España. ¿Qué repercusión ha tenido para las películas más difíciles de vender?
–Cuando la competencia lanzó las cartes de fidelité, yo fui el primero en ponerme en contra porque me parecía que era banalizar el cine. Combatí este abono y, como fracasé, terminé estableciéndolo contra mi voluntad. Un año y medio después, admito que me equivoqué. Ha aumentado un quince por ciento la asistencia a mis cines y son las películas más frágiles, las que disponen de menor maquinaria propagandística, las que tienen un mayor uso de esta tarjeta abono.
Parece que en Europa andamos faltos de imaginación, o de capacidad para adaptarnos a esa escasez de medios a la que está condenado el cine independiente. ¿Le parece que el movimiento Dogma es una respuesta válida?
–No me gusta el Dogma. Dogma –el nombre en sí– representa todo lo que yo detesto. Sólo un mundo reaccionario es dogmático. Cuando ves el último film de Lars von Trier te das cuenta de que, desde cualquier punto de vista, estás ante una gran mistificación comercial. Me hace mucha gracia cuando oigo que el Dogma es el cine moderno. Se ha devaluado mucho la palabra modernidad.
La pregunta está servida: defínanos cine moderno.
–Cuando yo empecé a aprender cine, lo hice con el cine de antes de la nouvelle vague. Luego fui asistente de Bartabas, Chabrol, Godard... Necesitábamos enfocar nuestras películas de una forma totalmente nueva. ¿Cómo hacer imágenes de una manera distinta a la que habíamos conocido desde niños? El cineasta moderno se plantea constantemente su trabajo. Crear implica hacer cosas nuevas en relación con cosas ya hechas.
En esa dialéctica entre tradición y modernidad, ¿qué papel les corresponde a las escuelas de cine?
–Es un fenómeno yo diría que internacional. Pero las escuelas siempre han existido. Es responsabilidad del alumno deshacerse de cualquier tipo de imposición, desaprender. El problema de las profesiones artísticas es recuestionarse constantemente. Hoy he ido al Museo Picasso. Su vida fue cuestionarse día tras día su trabajo. Es admirable. Ese ejemplo es muy difícil de encontrar hoy en día.
¿Quizás en el cine actual falte un referente, un catalizador, como lo fue Godard en tiempos de la nouvelle vague?
–Jean-Luc lo fue, sin duda. Y continúa siendo un agitador de ideas importante porque no hay demasiados. Pero creo que ha acabado no haciendo otra cosa que agitar las ideas. Está la vida, están las ideas, y ambas deben avanzar juntas. Pero él ha olvidado la vida.
¿Con qué cineasta ha sentido que realizaba mejor su trabajo como productor?
–Posiblemente con Krysztof Kieslowski. Pedía mucho, pero daba aún más; conseguía que todo el mundo se entregase al máximo. Antes hablábamos del respeto al ser humano y ésa era la máxima cualidad de Krysztof: su respeto absoluto por los otros.
¿Cuál es el momento más hermoso de su carrera?
–No hay un momento concreto. Diría que es cada vez que descubro a un director. Me refiero a la primera vez que veo una película suya, no las que yo produje sino las anteriores. Por ejemplo, Close up de Kiarostami, o el Decálogo de Kieslowski. Posteriormente conocí a esos hombres, y los hombres estaban a la altura de las películas que había visto. Después hicimos películas juntos y, al verlas acabadas, no me decepcionaron.
¿Y un mal recuerdo?
–Mi última experiencia con Michael Haneke, La pianista (Silencio sepulcral) ¿La han visto? Está muy bien. (Amén).
Usted presume de haber producido muchas segundas primeras películas (Adiós, a los niños de Louis Malle, Un asunto de mujeres de Chabrol), trabajos que relanzaron las carreras de sus autores. ¿Se ha atrevido a intentarlo con algún grande norteamericano, Stanley Donen, Billy Wilder..?
–Tuve un intento fallido de trabajar con Stanley Donen. Pero no funcionó, porque realmente es otro mundo. Es el mundo del cine norteamericano. Y estamos muy, muy lejos. Yo no sé hacer eso... Hablamos y hablamos, pero es otro mundo.
¿Ese otro mundo nos acabará conquistando?
–Es muy difícil decirlo. O hay un movimiento de resistencia contra la industria norteamericana lo suficientemente fuerte para que el pluralismo del cine siga existiendo y evolucione, o no seremos capaces de resistir y entraremos a formar parte de la fábrica de propaganda mundial. Depende de nosotros y de la resistencia que planteemos.
Las producciones
de Marin Karmitz
ABC Africa (Abbas Kiarostami, 2001)
Código desconocido (Michael Haneke, 2001)
Gracias por el chocolate (Claude Chabrol, 2000)
El viento nos llevará (Abbas Kiarostami, 2000)
La profesora de piano (Michael Haneke, 2000)
Profundo carmesí (Arturo Ripstein, 1996)
La ceremonia (Claude Chabrol, 1995)
Rouge (Krysztof Kieslowski, 1994)
Blanc (Krysztof Kieslowski, 1994)
Bleu (Krysztof Kieslowski, 1993)
Madame Bovary (Claude Chabrol, 1991)
I want to go home (Alain Resnais, 1989)
Un asunto de mujeres (Claude Chabrol, 1988)
Adiós a los niños (Louis Malle, 1987)
La vallée fantôme (Alain Tanner, 1987)
Sauve qui peut la vie (Jean-Luc Godard, 1979)