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Domingo, 4 de mayo de 2008

TAPA > PIDAMOS LO IMPOSIBLE

Filosofía y fugacidad

 Por Horacio González

Mayo del ’68: difícilmente la conjunción de un año y un mes nos encaminen tan directamente hacia un acontecimiento, hacia un país, hacia una lengua, hacia un mundo completo de actos. Todo pasó en poco más de 30 días. Ventaja para los historiadores, la cronología es dócil, a la mano. No se lo llamó “Parisazo”, la lengua francesa quedaría mal parada frente a esa ostentación. Es que no fue una irrupción en regla, una novedad absoluta, “un rayo en un cielo sereno”, según una frase del siglo XIX que le gustaba usar a Marx. Estaba en los textos y en los sueños. Sin embargo, no faltan hoy los estudios sobre las “raíces y antecedentes” de Mayo del ’68. Para el marxismo, para Hegel, un “pistoletazo” era una excitación gozosa, pero la historia debe ser otra cosa, ni serenidad ni asalto. ¿Pero no preferimos siempre una manualidad histórica, un hecho breve y reluciente, una repentina serie, casi portátil? A ese Mayo del ’68 lo queremos apretado, etéreo, constante y siempre a punto de disiparse, como una quimera.

Hasta con Atahualpa Yupanqui, que estaba cantando en París en ese mes, fueron a hablar los estudiantes de París. El hombre de la pampa, piedra y camino, les dijo que no hacía canciones de protesta. ¿Qué les dijo Marcuse? Sus libros ya estaban escritos y publicados antes de la fecha magna, de ese encuentro marcado. En los años ’40 había publicado Razón y revolución, donde presentaba un Hegel disponible para la teoría social y poco antes del ’68, el El hombre unidimensional, libro en que sobrevolaba una idea de dialéctica negativa, no la “chispa mesiánica” de Benjamin –aún no era lectura universitaria– sino la crítica a la cultura de ese nuevo capitalismo que había integrado a los obreros.

La nueva “negatividad” ya no era proletaria. Ahora podía ser estudiantil, erótica, mitopoética. Antigua: crecía alrededor de barricadas urbanas, con sabor a Louis Blanc y vagos aromas de Blanqui. Vanguardista: criticaba la sociedad del espectáculo para retornar al presente real, a las experiencias comunitarias verdaderamente vividas. Deliberadamente artesanal: escribía en las paredes con tizones, aunque se empezaba a decir la palabra “aerosol”. Absolutamente moderna: una revolución surgía de un cambio de lenguaje, y nuevas metáforas políticas ya eran una revolución.

Nada más antagónico que las figuras del general De Gaulle y de Daniel Cohn-Bendit. Dany le Rouge era un socialista libertario –como en una remota Argentina lo fueron Lugones e Ingenieros en su periódico La Montaña, hacia 1897, recordando precisamente a la Comuna de París de 1871–, y el General era alguien que en nombre de la Francia de los Capeto y de Renan le gustaba conversar en penumbras con su ministro Malraux, que con su ética de derecha y su épica de izquierda pudo convencernos de que era casi maoísta en China, como se había aventurado a ser aviador de la República Española. No les gustaba la NATO. Años después, al elegir el punto de vista ecologista, Cohn-Bendit pudo llegar a ser mucho menos crítico hacia las posiciones de esa alianza militar que aquellos dos personajes áulicos.

Una insurrección generalizada irriga mágicamente todo el sistema político. Aparece pasmosamente –inútil que los sociólogos e historiadores busquen después sus causas, lo que es justo pero exiguo–, y se retira como si no hubiera ocurrido. Esa es su fuerza “inactual”, como escribe hoy nuestro amigo Patrice Vermeren. Es la volátil condición para considerarla “fundadora de nuestra modernidad social”. Sartre y Foucault se acoplaron al mito sesentyochista, aunque el pensamiento de ninguno de los dos lo contenía. Una foto que debe datar de esos tiempos muestra a Foucault megáfono en mano y un Sartre en segundo plano. Veracidad postrera de la imagen. El primero parece hoy teóricamente más cercano a las barricadas –habiendo sido esencialmente un pensador del orden– que ese otro hombre que ofreció su imagen vendiendo un periódico maoísta en las calles de París, cual acto tan recordable como su Crítica a la razón dialéctica.

En 1871 París fue gobernada por proudhonianos federativos, biólogos positivistas, conspiradores blanquistas, nostálgicos jacobinos, combatientes polacos, soñadores garibaldinos, educadores anarquistas, geógrafos libertarios y contó al principio con la simpatía del joven Clemenceau, que a lo largo de su carrera sabrá encarnar los temas del traidor y del héroe. En cambio, en 1968 no había nombres nítidos. Es cierto que los publicistas de barricadas intentaron proclamar “las tres M”, Mao, Marcuse y Marx. Pero allí hubo climas más que ideologías, atmósferas más que doctrinas, visiones más que textos, utopías más que análisis, graffitis más que fundamentos, evocaciones más que autores, rimas más que ciencia, iluminaciones más que clases, pulsiones más que exámenes. Tal su fuerza.

Althusser ya había puesto la noción de corte epistemológico sobre el legado de Marx, Derrida acababa de lanzarse contra Levi-Strauss, Sartre había intentado mejorar al marxismo con su fastuosa idea de lo “práctico-inerte”. Pero ni eran tan solicitados como lo fue la lectura de Proudhon un siglo antes, ni existió la posibilidad de pensar en un gobierno que pusiera en marcha el sueño comunitario desde el Hôtel de Ville, el gobierno de la Ciudad. No haber gobernado permitió que Mayo del ’68 perdurara en su grata leyenda. Su destino ligado a un grandioso proyecto de quitarles trivialidad a los conocimientos y liberarlos de sus rutinas disciplinarias.

Más que una institución fue un mes, un año. Un evento del calendario y no de las organizaciones. Cuando la CGT puso realidad y clasicismo a la protesta, y los trabajadores de la Renault volvían a ser una verdadera fuerza sindical antes que hijos filosóficos de un hegelianismo de izquierda, el conflicto se hará por fin duro pero comprensible. De Gaulle se apoyará en lo que le quedaba, que era mucho y era poco: en el ejército y en lo que costumbristamente se llamaba la “Francia profunda”. Ganará las elecciones. Y en el museo imaginario de su casa en Colombey-les-deux-Eglises, pensativo, nunca logrará entender a ese mes y a ese año. Es que para hacerlo quizás había que trascender a la política, y también a la historia, porque eran una forma, la menos modesta que podía imaginarse, de hacerse mundo de la filosofía. De ahí su intensidad, y también su recordable fugacidad.

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