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Domingo, 31 de agosto de 2008

¿POR QUE ZHANG YIMOU?

Cuando su nombre comenzó a sonar, por películas como Sorgo rojo (1987), Ju Dou (1990) y sobre todo Esposas y concubinas (1992), este director no tardó en sentir el rigor de la censura china. En algún lugar –colegían los líderes– estas tragedias ampulosas y estilizadas, con sus enfrentamientos entre represión y deseo, bien podían constituir un oblicuo ataque al régimen, y en consecuencia su difusión fue vedada dentro del país (amén de no apoyar sus presentaciones en el exterior). Poco después, en un brusco giro, la producción de Zhang se inclina por dramas realistas ruri-urbanos, como Qiu Ju (1992) y la más reciente Not One Less (1999), claras reminiscencias de lo comunísticamente correcto. Pero recién durante la última etapa de su producción, con la vuelta a la estilización de sus comienzos, puesta ahora al servicio de tramas históricas (Hero, 2002) o aventuras maravillosas (como La casa de las dagas voladoras, 2004), ha sabido llegar a un entendimiento con los responsables de la política interna china (que, justo es decirlo, viene transformándose vertiginosamente de la mano de una progresiva liberalización de su economía).

Cineasta para nada carente de talento, pero cuanto menos ecléctico, director de fotografía por formación, Zhang Yimou termina hoy contratado (y, por ende, reivindicado) por el mismo Estado que hace no tanto lo censuró. Nada de qué asombrarse. Después de todo, este maestro de cámara astuto y minucioso (como pudo notarse en esta peculiar adaptación suya del estilo olímpico Riefenstahl a los tiempos contemporáneos) ha sido no sólo el primero en conseguir para una producción de la República Roja una nominación al Oscar a la mejor película extranjera (marcando uno de los pasos fundamentales del cese de hostilidades: el “intercambio” cultural), sino el que mejor interpreta cómo Occidente desea ver a Oriente en cada ocasión, cómo construir la “chinidad” en función de la estética dominante en el espacio cada vez más corporativo del circuito independiente/festivalero internacional (como bien indica su participación en los tan infructuosos como consagratorios films episódicos Lumière y compañía y Chacun son cinéma). Así supo ser refinado plásticamente a principios de los ’90, cuando Greenaway era dios, reconvertirse al realismo pietista apenas despuntara el auge iraní y, por último, plegarse a la fascinación made-in-Hong Kong por la aventura marcial y los hampones. Para los expertos en duplicar la tecnología occidental a bajo costo, contratarlo no significaba tanto una retractación ni un cambio de posición respecto del trabajo de los “artistas” (según se supo, los líderes revisaban los ensayos de las ceremonias, indicaban cambios y Zhang los implementaba al pie de la letra, defendiendo las opiniones del poder frente al descontento de los subdirectores), sino la demorada pero previsible extensión de su estrategia económica al plano cultural.

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