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Domingo, 2 de noviembre de 2008

Vida mía

María Elena Walsh rara vez da entrevistas. Ultimamente, ha vivido fuera de la escena pública. Pero ahora, con motivo de la publicación de Fantasmas en el parque (Alfaguara), un libro con alto componente autobiográfico, que funcionaría como continuación de aquel memorable Novios de antaño, aceptó charlar con Radar. En su casa de Palermo, cerca del parque Las Heras, donde transcurre el libro, habló de la vida bajo el peronismo, de su legendario dúo con Leda Valladares ante el público más selecto de Europa, del acecho de la dictadura, de por qué dejó de componer canciones para niños, de la enfermedad con la que luchó cuando era joven, de su inmenso amor con Sara Facio y del pudor con que se ha guardado de hablar de todos estos temas hasta ahora.

 Por Patricio Lennard

Ya que la cita es a las 5 de la tarde en la casa de María Elena Walsh, no está mal salir con tiempo para honrar así la puntualidad de la que la hora del té es sabido arquetipo. Pero la impaciencia y la celeridad del colectivo y el risueño desgano que provoca la idea de repetir esa escena de adolescencia en la que María Elena es invitada a tomar el té a casa de los Bioy Casares, y porque llega tempranísimo, decide dar varias vueltas a la manzana antes de tocar el timbre... para evitar justamente eso y no tener que andar calculando la cantidad de vueltas en función de los minutos que restan para que sean las 5, el descenso se produce dos paradas antes con la idea de dar un paseo por el escenario que la Walsh ha elegido para su último libro. Qué mejor manera de ir entrando en tema, después de todo. Qué más apropiado que hacer el intento de divisar detrás de los palos borrachos del parque Las Heras la estela de alguno de los fantasmas de los que ella habla en Fantasmas en el parque. Fantasmas que en un primer momento arrastran tras de sí un pasado del que ya no quedan rastros, y que la máquina del tiempo que MEW pone a funcionar descubre entre los desaparecidos murallones de la Penitenciaría Nacional que se erigía allí hasta que, en 1962, fue demolida, pero que también adquieren el rostro de sus seres queridos y la estampa de sus propios y entrañables difuntos, alrededor de los cuales se va hilando aquello que de autobiográfico posee este libro (que, por cierto, es bastante) así como su tono crepuscular, su afán introspectivo, sus aires de despedida.

Mito viviente, prócer cultural, blasón de casi todas las infancias (cuántos grandes han escuchado sus canciones siendo padres y la han adoptado retroactivamente), María Elena Walsh cumplió el 1º de febrero 78 años. Y si bien se acaban de editar por primera vez en formato de libro sus célebres obras de teatro Canciones para mirar y Doña Disparate y Bambuco, es Fantasmas en el parque su verdadero regreso a la literatura desde que en 1990 publicó Novios de antaño, su primera novela. A este libro, en el que cuenta en clave de ficción sus años de niñez y su primera adolescencia, parece venir a completar Fantasmas en el parque, aunque de un modo fragmentario y siguiendo los caprichosos vaivenes del recuerdo. Vaivenes que desde nuevos ángulos echan luz sobre momentos clave de su biografía, como sus tempranos inicios en la poesía y su acceso vertiginoso al círculo literario que orbitaba entre el diario La Nación y la revista Sur, el padrinazgo de Juan Ramón Jiménez y su estadía en los Estados Unidos bajo su tutela, su viaje a París junto a Leda Valladares en 1952 y el inicio de su carrera como cantante, la muerte de sus padres y la conflictiva relación con su única hermana, el cáncer óseo que le diagnosticaron en 1981 y del que se curó luego de muchos padecimientos, junto a un larguísimo etcétera. Recuerdos que en Fantasmas en el parque se entreveran con anécdotas jugosas, citas de libros, semblanzas de personalidades y pensamientos que parecen provenir de un desahogo a vuelapluma que remeda, de a ratos, el cuaderno de notas, y que cuadran en un relato más grande, que le da unidad al todo, en el que una viejita en la que es imposible no figurarnos a la propia Walsh va todos los días al parque Las Heras a leer o a conversar con algún que otro conocido. Una viejita que se rehúsa a ser como esos otros viejos que se sientan a ver pasar la vida en un banco a la sombra, dispuesta como está a observar atentamente qué sucede a su alrededor y a desempolvar el desván de la memoria cuando la ocasión se presta, y ante la cual se ciernen como cruentos monigotes, como espantajos que agitan las profundidades de su ser, los fantasmas de la vejez y de la muerte.

A las 5 en punto el dedo índice se precipita sobre el portero eléctrico del edificio de la calle Scalabrini Ortiz y quien baja a abrir es el escritor Leopoldo Brizuela, amigo de María Elena y artífice de que ella haya aceptado (renuente a dar notas por su estado de salud) hacer esta entrevista. Con su cabellera blanca y esa mirada de rayos X ante la que de golpe uno se siente como desnudo, y que es atribuible a su ojo fotográfico, Sara Facio abre la puerta de arriba. María Elena está cinco pasos más allá, con una blusa amarilla, visiblemente nerviosa, sentada en la silla de ruedas desde la que se ha acostumbrado a hacerles pito catalán a sus fatigadas piernas. Y al final del living, cuyas paredes albergan nutridas bibliotecas, está la mesa dispuesta para el té que permitirá romper el hielo, y en cuyo transcurso Facio cantará sin poder cazarle el tono ni una sola vez una canción de Antonio Tormo titulada “Amemonós” –así, con acento al final–, cuya letra les ha llevado vaya uno a saber por qué Leopoldo Brizuela.

Para el que no sepa qué hace allí la fotógrafa Sara Facio, quizá sea bueno aclarar que ella y María Elena viven juntas desde hace casi treinta años. Y que Sara, según se dice en la página 63 de Fantasmas en el parque, es su “gran amor, ese amor que no se desgasta sino que se transforma en perfecta compañía”. ¿Para qué seguir ocultándolo? ¿Para qué ocultar que Sara Facio no es tanto “el primero de los muchos ángeles que secundan a María Elena Walsh” (como dijo un periodista en la presentación del libro) sino su compañera de ruta, su pareja, al igual que lo fueron Leda Valladares y María Herminia Avellaneda en otros momentos de su vida? Y con esto no se peca de chismoso ni se cae en la indiscreción. Sólo es informar que María Elena Walsh ha decidido hacerlo público en Fantasmas en el parque. Un gesto sobre el que sería desubicado y superficial aplicar la consolatoria frase “más vale tarde que nunca”, ya que a ella jamás le interesó hablar de su vida privada, dueña como es de un pudor victoriano. Y eso es algo que hay que respetárselo, a ella y a cualquiera, en la medida en que el pudor, que es una forma del secreto, no es un don que cultiven los cobardes.

Después del té, en un cuarto contiguo donde será posible hablar en privado, María Elena se acomoda de un lado del escritorio, toma un sorbo de agua y dice estar lista. Antes, Sara Facio –que se nota que la cuida–- adelanta que ella puede cansarse si la charla se prolonga, y que en ese caso habrá que parar la entrevista. Pero de lo que se trata ahora es de empezar. De hacer la primera pregunta. Puntualmente, una que es casi de rigor y que la invita a contar cómo surgió la idea de escribir Fantasmas en el parque.

–De mis paseos por el parque Las Heras, que tiene algo fantasmal porque allí hubo una cárcel. En algún momento, era un montecito en los confines de la ciudad en donde estaba la Penitenciaría Nacional, y recuerdo una temporada que pasé en una pensión desde cuya terraza veía cómo los guardias cumplían en las torres sus rondas de vigilancia con las armas al hombro. Y así fue que, una vez desaparecida la cárcel, de la que por supuesto no quedó ni un ladrillo de recuerdo, como es nuestra costumbre, quizá porque allí hubo fusilamientos y quisieron borrar toda cuota de ignominia, persistió ese aire fantasmal que cuando yo iba al parque me tomaba por asalto. Hace mucho que vivo en los aledaños del parque. Desde que me vine a vivir a la Capital, con poco más de veinte años, siempre viví en Palermo o en las cercanías. Y en aquel entonces la Penitenciaría era ya un lugar mítico dentro del barrio. Mítico y temible. Pero no temible porque fuera a escaparse algún criminal, aunque es célebre la fuga que ocurrió en 1923, sobre la que Eduardo Mignogna hizo una película, en la que catorce presos huyeron por un túnel muy angosto que tenía más de veinte metros de largo, y en el que uno de ellos se quedó atascado por tener unos kilos de más, malogrando el escape de los que iban detrás suyo. El hecho es que a nadie le gusta vivir cerca de una cárcel, más allá de que esa extraña obsesión que me dio a mí con el parque haya tenido que ver con perseguir sus huellas. También con evocar mis propios fantasmas. Yo he andado mucho por sus veredas, y lo que quise contar en este libro es que me daba cuenta de que caminaba por un lugar lleno de fantasmas. Los viajes en tranvía por la calle Las Heras con mi padre, por ejemplo, se me aparecían teñidos de esa pátina. El es uno de los fantasmas que me salían al paso. Y hoy siento que yo misma lo soy también un poco.

María Elena dice haber escrito una historia sin nostalgia por el tiempo pasado. Y si bien la ficción es una parte importante, también allí se deja oír una voz de una sinceridad despiadada. “Ese es el problema de la gente reservada como yo: a la hora de hacer confidencias, se da cuenta de que escribiendo es más fácil. Y eso sucede porque en la escritura uno está como escondido, no muestra la cara, y les puede dar forma a las ideas y a los recuerdos como mejor le parezca. Sin duda hay una transformación cuando uno sale a escena, cuando se expone ante los otros. Recuerdo estar viendo a Tita Merello tras bambalinas, un ser chiquito y medio pordiosero, que apenas si tenía garbo para caminar, y que cuando pisaba el escenario parecía alta y despedía luz y era una maravilla. Y todo porque al salir al ruedo hay quienes se invisten de algo que no sabés bien qué es ni de dónde viene. Aunque en la escritura es diferente. En Fantasmas en el parque hay un esconderse detrás de la ficción, pero también hay otra zona que es todo lo contrario, en la que hago strip-tease y me digo: ‘Bueno, yo en este libro me juego, no tengo nada que esconder, no hay nada que me parezca ominoso ni terrible’. Y te aclaro, por si hiciera falta, que no partí de la premisa de que éste era un buen momento para escribir mis memorias. No, no... En Novios de antaño había hecho mis memorias de niñez y primera juventud, pero ese proyecto que alguna vez pensé continuar me terminó aburriendo y decidí dejarlo. Por eso Fantasmas en el parque no es un libro propiamente autobiográfico, sino apenas un relato en el que pongo a salvo algunas reliquias dispersas entre los recuerdos.

¿Y por qué creés que quienes han escrito sobre tu vida han sido tan pudorosos a la hora de hablar de tus amores?

–Porque es una actitud mía que se contagia. A mí no me gusta hablar no sólo de mis amores sino de cualquier otro tema personal o íntimo. Soy una persona pudorosa, muy inglesa, y por eso hay cosas de las que no se habla.

Pero en Fantasmas en el parque confesás que Sara Facio es tu gran amor y lo hacés en el marco de una conversación en la que alguien habla de ustedes como si fueran hermanas. ¿Por qué pensás que sigue siendo tan común confundir con otra cosa el amor entre mujeres?

–Porque es un gran tabú que todavía existe. El amor entre hombres está más liberado, porque ellos son piolas y liberan todo en su favor, pero a las mujeres nos cuesta más, y cuando nos sancionan nos dan con todo. Con la desaparición pública, por ejemplo. Aunque yo no veo mal mantener allí una cuota de secreto. No creo que haya que andar ventilando las cuestiones íntimas o hacer de la sexualidad una pancarta. Me gusta lo secreto, la cosa ambigua, porque también es una forma estética de mantener un estilo de vida y un estilo de escritura.

Si pensamos en escritoras como Silvina Ocampo o Alejandra Pizarnik, cuyos diarios fueron prácticamente expurgados de todo contenido homosexual cuando salieron a la luz, está claro que ese tabú aún impera...

–Sí, por supuesto. Y más si se trata de una obra de características tan particulares como son los diarios de una escritora, que en el caso de Pizarnik cayeron en manos de un pariente que no quiso saber nada con que su sexualidad quedara expuesta. Era obvio que los iban a censurar. ¡Si hasta tienen terror de mencionar el tema! Pero una cosa es el pánico homosexual y esa forma terrible de discriminación que es la censura, y otra muy distinta el silencio y la reserva asumidos voluntariamente. En este sentido, creo que las mujeres seguimos siendo poco perdonadas. Si no decime cuántos no verían con malos ojos que una mujer se niegue a la maternidad y diga: “Me revienta ser madre y tener hijos”. La verdad, muy pocos. Y ahí es donde se nota que en nuestro país no ha habido feminismo. O que si lo ha habido, ha sido una versión tímida, blandengue, autoencerrada por miedo, por pudor, por lo que sea. En países donde existió y existe el feminismo, se habla de estos temas con mucha más franqueza. Y en la Argentina, mal que nos pese, aún estamos lejos de arriar la bandera del machismo.

Cuando en el país le llegó el turno al general Perón, María Elena Walsh ya era una poeta de renombre y sus textos aparecían en las páginas del suplemento cultural de La Nación y en la revista El Hogar. A los 17 años había ganado el Segundo Premio Municipal de Poesía (le dijeron que era demasiado joven para darle el primero), y en 1947 había publicado su primer poemario, Otoño imperdonable, autofinanciado con lo que ella extrajo de “una alcancía en forma de libro donde mis padres me habían ahorrado monedas y billetitos”. Ese primer libro fue celebrado nada menos que por Pablo Neruda y Juan Ramón Jiménez, que de paso por Buenos Aires la invitó a quedarse en su casa de Maryland, en los Estados Unidos, donde le oficiaría de maestro. De vuelta de ese viaje, en donde alcanzó a visitar a Ezra Pound en el hospicio y tuvo que padecer el mal genio de Juan Ramón, a pesar de lo que éste la ayudó a mejorar su poesía, María Elena aterrizó en plena efervescencia peronista, con las caras de Evita y Perón hasta en la sopa. Y ese clima, que ella juzgó dictatorial, poco a poco se le hizo irrespirable.

Como una paloma blanca que traía en su pico una ramita de olivo, en 1951 una carta de otra poeta, Leda Valladares, por entonces desterrada en Costa Rica, le cayó con una invitación a seguirla en su aventura. Y MEW, cansada de lidiar con los celos de sus pares y de no hallar su lugar en el mundo, decidió volver a partir desoyendo los rezongos de su madre. Leda y María Elena se encontraron en Panamá y desde allí se embarcaron rumbo a Europa en el Reina del Pacífico, barco cuyos días y noches fueron testigos de los primeros pasos de MEW como cantante. A bordo, ella probó su voz en zambas de Yupanqui y los hermanos Abalos, en chacareras, bagualas y vidalitas anónimas, al son de los instrumentos que Leda llevaba consigo a todas partes.

Una vez instaladas en el Hôtel du Grand Balcon, una desvencijada pensión de artistas a la que una enorme crecida del Sena había infestado de roedores, el dúo de Léda et Marie fue pisando cada vez más fuerte en los escenarios parisienses con su exótico repertorio de canciones folklóricas. Con sólo decir que Pablo Picasso, Jacques Prévert y Joan Miró estuvieron alguna vez entre su fascinado público, y que en una ocasión hasta compartieron camarín con Charles Aznavour, por entonces un simple debutante...

“París era no sólo la universidad de los jóvenes, sino la ruta a la libertad individual, a los amores extraídos del almario (digo bien, almario, con palabra de Lope)”, leemos en Fantasmas en el parque. “París era la libertad; la libertad con todo lo que esa palabra significa”, amplía una María Elena a la que recordar aquellos tiempos le ilumina el rostro. “Además pensá que acá había dos presiones muy grandes para cualquier joven, y más para una chica: una era la familiar, y la otra la de la sociedad en que vivíamos. Estábamos en una dictadura donde la Iglesia tenía como siempre una pata metida, y era lógico que una se sintiera presionada por todos lados. Y en París, que ni idea de estas cosas, una podía hacer eclosión en lo artístico y en lo personal porque la mentalidad era otra. No en vano los artistas siempre fueron a buscar libertad a París. Algo en lo que hubo siempre una cuota no menor de indiferencia, porque si allí te dejan libre es porque no te ven ni les importás. Ese era un pequeño precio que había que pagar, y que a mí no me costó en lo más mínimo.”

Igualmente ese anonimato total en París no les duró mucho. Y cuando volvieron a la Argentina directamente se esfumó, porque enseguida se convirtieron en protagonistas de esa enorme renovación del folklore argentino que tuvo lugar a comienzos de los ’60. ¿Te produce nostalgia el idealismo de esos años?

–No. En general, no soy dada a la nostalgia. Lo único que me produce nostalgia es no poder vivir en un mundo un poquito menos poblado, donde no todo sea multitudes y empujones. Pero de eso en especial no tengo nostalgia, porque siempre contradije la ocurrencia de que con la poesía o con el arte o las letras de las canciones se podía modificar a las personas, inculcarles algo, ser docentes. Nunca me sentí atraída por ideas como ésa. Y eso se ve en mis trabajos para chicos, en donde alcanza con usar un lenguaje rico y que los versos estén bien medidos para cumplir con la “docencia”. Nunca pensé que hiciera falta agregar moraleja al final de una canción ni decirles a los nenes que se porten bien. Nunca me interesó ponerme en el papel de madre.

En Fantasmas en el parque hay muchos recuerdos de distintas situaciones de tu vida, pero llama la atención que no haya ninguna referencia a los años en que componías y cantabas para chicos. ¿Es una omisión deliberada?

–Es que no cabe en este libro. Yo siento que todo lo referente a los chicos va en cuaderno aparte. Es una separación que hago yo y que hace la gente.

¿Y en qué te hace diferencia?

–No sé... En los temas, quizá. Con los grandes, vos podés usar los temas que quieras, incluso hablar con el léxico que quieras. Con los chicos, en cambio, tenés que utilizar los temas que ellos quieren, o que suponés que quieren. Son cosas muy distintas. Y sí, tenés razón, ahora que lo pienso en el libro no me meto con eso.

¿Y por qué dejaste de componer canciones?

–Porque me pareció que era una etapa terminada y me di cuenta de que trabajaba por etapas. Y porque me dio miedo estirar lo de los chicos y terminar estropeándolo. Después me pasó lo mismo con las otras canciones, las canciones para adultos. Eran etapas, series de cosas para hacer y no para dilatar más de la cuenta. De hecho, yo tenía el ejemplo de artistas que iban estirando su obra, que la iban repitiendo con escasas variaciones, y eso me parecía empobrecedor y facilista. Además, se venía una censura tremenda. Fue en julio de 1978, si mal no recuerdo, que decidí no seguir componiendo ni cantar más en público. Y eso fue el fin de una serie de cosas que habían ido limitando mi libertad de expresión y la de tantos otros. Como el día en que iba a venir a verme el general Videla y alguien me hizo llegar una amenazadora sugerencia: “Mire que hoy viene el General, no cante tal canción, ¿estamos?”. Pero a decir verdad no recuerdo haberlo visto, creo que al final no fue, pero sí que habían preparado toda la mise en scène por si llegaba... Todo eso fue antes del golpe. El era comandante de las Fuerzas Armadas, y entonces capaz que ni se le cruzaba por la cabeza llegar a presidente. Aunque, si te digo algo, yo ya lo veía venir nada más que por la pinta.

Más de una vez has tenido opiniones sobre la vida política del país que levantaron polvareda. ¿Hay alguno de esos dichos de los que hoy te arrepientas?

–No. Para nada. Al contrario. Muchas veces los repito y me dicen: “Mirá, lo que vos dijiste hace diez o veinte años ahora pasa exactamente igual”. En general, no me arrepiento de nada de lo que publiqué, porque lo que publico pasa antes por un tamiz. Un tamiz mío, interior, que me permite meditar. Y porque escribiendo es más difícil irse de boca, para mí es más improbable arrepentirme después.

A fines de los ’70 hiciste varios viajes, ¿no es cierto? Preferirías no estar tanto acá, me imagino...

–No, no era eso. Yo en general he viajado todo lo que he podido, pero no por décadas. Buscándome pretextos o razones, hice varios viajes a Europa y a los Estados Unidos. El que sí recuerdo como una huida fue el primero, porque ese peronismo facho no me lo aguantaba, y además no podía trabajar en casi nada porque no tenía el carnet de afiliada al partido. Y fijate qué curioso: cuando vino Madonna a la Argentina a filmar Evita, me mostró muy orgullosa el carnet de la primera afiliada a la rama femenina del partido. ¡Se lo habían regalado! Ahí ves la frivolidad, la estupidez de la gente, la ignorancia. Cuando en realidad podrían habérselo dado a alguien que realmente se hubiera jugado por la causa, o ponerlo en un museo. Pero el show puede a todos, evidentemente.

Se la ve cansada. Hace un silencio. Pone cara de circunstancia. Tose un poco. Suspira.

–Bueno, esto iba a ser corto, corazón. ¿Qué entendés por corto?

Falta un poquito. Cinco o seis preguntas. Si estás cansada, paramos un rato.

–No. ¡Terminemos con esta farsa!

Sara Facio, que ha oído desde el living, entra a ver qué pasa.

–¿Estás cansada?

–Sí. He querido echarlo pero se resiste.

–¿Le pegamos?

–¡Después! Ahora dejemos que termine.

Además de su costado cascarrabias, en más de una oportunidad María Elena Walsh ha asumido su temperamento melancólico y cierta inclinación a pensar en la muerte. “Esa tendencia depresiva que tengo va y viene –decía en una entrevista–. A veces la gente no entiende eso. Que una escriba para chicos y sea así. Pero también se espera que los cómicos sean gente divertida. Y yo he conocido a varios de los grandes cómicos y eran amargos y malhumorados y deprimidos.”

Fantasmas en el parque es un libro sobre la vejez y la muerte. Un libro que ella acepta haber escrito al abrigo de esos pensamientos taciturnos que tantas veces tiene. “La muerte sobrevuela sus páginas como un gran pajarraco –dice con el tono que acaso le pondría a la primera frase de un cuento de misterio–. Y eso me hace recordar una película de Leonardo Favio, que no sé si viste o si se vio, porque él un día me la trajo a casa, en la que aparece un pajarraco enorme, feísimo, que da mucho miedo, y que si algo queda claro es que nos va a comer a todos. Bueno, eso es. Eso está en el libro.”

Algo que también está en Fantasmas en el parque es la referencia al cáncer óseo que le diagnosticaron en 1981 y del que se curó al cabo de dos años de tratamiento. Esto le permitió a María Elena trazar un paralelismo entre su enfermedad y la situación que entonces atravesaba el país, de un modo análogo a como Martínez Estrada le había atribuido al peronismo esa extraña enfermedad de la piel que lo tuvo postrado durante casi cinco años y de la que se curó una vez que Perón fue derrocado.

¿Qué pensaste cuando supiste que estabas gravemente enferma?

–Lo primero que pensé fue: “No. Yo no. Esto no puede ser cierto”. Y después, cuando lo acepté, sentí mucha bronca, mucho fastidio. No porque dijera: “¿Por qué a mí?”, sino por mi edad, por lo joven que era. Entonces tenía cincuenta años... La flor de la vida. Fue difícil de aceptar pero posible gracias a los amigos, a algún médico y al apoyo de los que estaban cerca.

¿Qué cosas de tu carácter cambiaron con la enfermedad?

–Creo que uno no vuelve a ser el mismo después de tener cáncer. Diría que la enfermedad me volvió más pensativa, más dolida por dentro, más retraída. Y otras varias cosas que ahora mismo no puedo resumirte.

¿Cuánto de dicha y cuánto de infortunio ha implicado envejecer, en tu caso?

–La dicha reside en que uno se va desprendiendo de ciertas responsabilidades, de ciertas presiones, de ciertas angustias. Y el infortunio es la semiinmovilidad, en mi caso, que es lo que me tiene más loca, y también el dolor. El dolor físico es terrible. Más allá de que ahora existen muchos paliativos. De hecho, a mí me están dando un calmante que no sé bien qué es pero que hace que no me esté quejando todo el tiempo.

¿Qué sentimientos te despierta la palabra póstumo?

–Es como una burla. Creo que lo póstumo, si uno lo piensa en función de su propia posteridad, es una especie de chiste. Pero en otro sentido pienso que es una palabra simpática, porque hay mucha obra póstuma por la que hemos conocido a grandes autores o artistas. No sé... Quizás es una palabra que a esta altura debería estudiar un poco.

¿Y cómo te gustaría que te recordaran?

–Como alguien que quería dar alegría a los demás, aunque no le saliera siempre.

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El retrato que le hizo el
colectivo artístico Mondongo:

María Elena
150 x 150 cm
plastilina sobre madera
2006
 
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