PLáSTICA > LAS MARAVILLOSAS NATURALEZAS MUERTAS DE ROBERTO ROSSI
Roberto Rossi es, todavía hoy, a cincuenta y un años de su muerte, un artista de culto dentro del panorama argentino. Silencioso, reclusivo y entregado a la laboriosidad diaria de su taller, dedicó sus pinturas a uno de los motivos más ricos, íntimos y cotidianos de la historia de la pintura: las naturalezas muertas. Por estos días, la muestra Vida quieta permite ver ese trabajo tan modesto como iluminado, que consigue capturar el paso de la historia y el mundo en el reflejo de la luz sobre una tetera.
› Por María Gainza
Pocas obras de arte resisten ser exhibidas dentro un museo. Pero de todos los géneros de la pintura, ninguno sufre tanto el encierro como una naturaleza muerta. Congelada dentro de ese freezer cultural, la naturaleza muerta pierde todas sus propiedades y languidece. Es llamativo pero hasta las pinturas religiosas mantienen un dejo de su antigua potencia en los museos que, después de todo, son bastante eclesiásticos. Pero con las naturalezas muertas el asunto es otro. Por una sencilla razón, una verdad universalmente reconocida: los museos no están y nunca estarán en sintonía con la vida diaria de la gente. La mayor parte de la pintura holandesa –la cresta de la ola del género– fue hecha para colgar en habitaciones cálidas, atiborradas de objetos y con ventanas que miraban a un puerto neblinoso y ajetreado. Compartiendo la luz de las velas, con los mismos platos y jarrones que representaba en sus telas, las pinturas eran posesiones sobre posesiones. Y parte de su retórica y poética dependía del codeo metafísico con los objetos reales.
Pero las naturalezas muertas de Roberto Rossi parecieran ser la excepción a la regla. Vistas en serie, como siguiendo la progresión no tanto de una idea como de la fugacidad de una sensación, son pinturas que en su autonomía de la realidad, poco dependen de su entorno. Y ahora, exhibidas en el Fernández Blanco, permanecen más vivas y radiantes que mucha de la pintura actual.
I Naturaleza muerta. La denominación trae una lágrima a los ojos, una lágrima de nostalgia por todo lo que ha desaparecido en el arte contemporáneo en términos de ilusión, placer y virtuosismo en la pintura.
Cuenta Diderot que en el Salón de 1773, Greuze, el pintor más importante del momento, paseaba por las galerías cuando se detuvo frente a una pintura de Chardin. Durante unos minutos permaneció petrificado y luego, dejando escapar un hondo suspiro, prosiguió la marcha. Lo que le había provocado semejante reacción era una pequeña naturaleza muerta, tan hermosa, tan íntima, cómo sólo Chardin podía pintarlas por ese entonces. Es este tipo de reacción lo que puede producir una buena pintura. Roberto Rossi, pintor secreto y silencioso, creó obras que provocan un suspiro semejante: ese reflejo instintivo del cuerpo frente a los momentos de inspiración.
Munido de talento y concentración, Rossi pintó durante treinta años –desde 1929, año de su primera muestra, a 1957, año en que murió– casi exclusivamente naturalezas muertas. En el camino hizo del género una excusa para desplegar su propio mundo de verdades fluidas. Pero lejos de la repetición árida y aún más, gracias a su “vida quieta”, título de la muestra y juego de palabras entre Still life y metáfora de la vida de un artista que pasó horas encerrado en su taller, Rossi logró plasmar en tintas y óleos una radiografía de los objetos cotidianos.
Sus primeras pinturas, vinculadas con intenciones alegóricas, son convencionales, pero si se observa bien, las pinceladas rápidas de color sobre el vidrio de un botellón o el asa de una fuente de barro ya anuncian lo que vendrá.
En los años ’30 la pintura se volvió más austera, la paleta restringida. Las mesas y cocinas cargadas con pedazos de pan y jarras de vino recuerdan a Cézanne y a pintores como Lacámera y Victorica. Hacia el ’40 comenzó a pintar floreros y aparecieron libros de poesía, objetos musicales y bustos. Pero eso no es lo medular. Porque entonces lo que fundamentalmente cambia es su manera de pintar: las formas se vuelven difusas, los planos se rebaten más y más, el color se potencia, la pintura se adelgaza. Al punto de que Rossi parece lograr una descomposición de la materia.
Mientras, comienza a nombrar a sus pinturas con títulos afectuosos, en diminutivo, porque de tanto repetirse, los objetos se vuelven viejos conocidos: “la jarrita verde”, “la tacita violeta”, “la soperita”, “botellas y copita”. Son denominaciones cariñosas, casi aniñadas para pinturas muy concretas, pero sólo subrayan la familiaridad del pintor con sus modelos.
II Plenitud y austeridad son polos complementarios que suelen definir a las naturalezas muertas a lo largo de la historia. Calor y frío son otros. La opulencia de una mesa servida por Matisse versus la austeridad reduccionista de una guitarra de Picasso. Unas peras de Frida Kahlo exudando ardor versus una caja de Brillo Box de Warhol, más helada que una estalactita. Estas cualidades aparecen alternándose, una y otra vez, en la pintura de Rossi, y demuestran, como explica la curadora Laura Malosetti, que interrogando a un pequeño universo de objetos que casi no variaron en el tiempo, “el mundo y la historia pasaron por su estudio”.
Existe una cualidad, que es casi un oxímoron, y que podría definir al arte de Roberto Rossi: muda elocuencia. Quizá fue eso lo que Rossi sintió como el principal atractivo de pintar objetos. Eso, y su increíble docilidad como modelos. Cierta vez, Cézanne, que era famoso por ser intolerante con sus retratados, estaba terminando una pintura de su dealer Vollard cuando éste se quedó dormido y resbaló de la silla: “Tonto, ¡arruinaste la pose!”, lo increpó el pintor. “¿Debo decirte nuevamente que debes permanecer quieto como una manzana?”
Hay una belleza en la impasibilidad de un objeto que descansa sobre una mesa que es indisputable. Recuerda, en su indiferencia hacia los hombres, el poema de Pessoa sobre el misterio de las cosas, ese que dice que las cosas no tienen significación, sólo existencia. Y a la vez, al volverse pintura, esos objetos adquieren una capacidad única para sugerir, no tanto gruesas alegorías sobre la finitud de la vida, sino sensaciones más fugaces: el aislamiento insinuado por el rosa cremoso de una jarra de vidrio en Manet, la cordialidad vibrante de un bol de frutas en Courbet, la sensación de visión activa en la gran orquestación de manzanas, vasijas y un mantel de lino blanco en Cézanne.
III Rossi es un pintor de pintores, un artista “de culto”, según cuenta Malosetti en su delicioso texto de catálogo. Un hombre gregario, frecuentador del café, pero absolutamente silencioso a la hora de pintar. “Mis cosas no me explican pero me definen. Y sé que sobre el cenicero dejo siempre un cigarrillo a medio encender, comprended que es un modo de hacer feliz al pequeño platillo de metal, aunque su felicidad dependa de la muerte en ceniza del cigarrillo... mi habitación es mi cárcel y mi libertad.”
Algunos de los placeres más grandes ocurren cerca de las obras. A unos metros de distancia se ven pinturas que son sobre intimidad, sobre cosas domésticas. A unos pocos centímetros, esa intimidad se siente. La pasión obsesiva del artista en colaboración con sus materiales. Un recorrido por la sala muestra que Rossi tenía sus días: hay situaciones raras, a veces torpes, y también hay momentos inspirados, inspiradísimos, en especial con el color. Una aparentemente simple mancha naranja nos dice todo lo que se sabe sobre la luz cuando colisiona con una tetera de cobre.
Los objetos de Rossi viven en las pinturas y es incómodo imaginarlos en otro lugar. Quizá por eso, lo único que molesta durante el recorrido son las vitrinas que exhiben los modelos originales y que, fuera de la nota simpática, no agregan demasiado. No es necesario cotejar el original con la copia para darse cuenta de que Rossi no busca la verosimilitud. El objeto del deseo en Rossi es el aspecto de ese objeto sobre el lienzo. Y su arte está hecho de apariciones: la tetera blanca de porcelana que muda su forma de pintura en pintura o las botellas alargadas que como cipreses se alzan hacia el fondo de las mesas son lo más cercano a un fantasma que un pintor haya logrado captar.
Rembrandt, que es, fue y será siempre el mejor en cualquier materia, tiene una pintura extrañamente considerada su única naturaleza muerta. Es un cuadro de 1639 llamado Naturaleza muerta con faisanes. Sobre el dintel de piedra de una ventana, dos enormes aves cuelgan de sus patas con las alas abiertas. Un poco más atrás, una niña mira hacia la noche oscura. Sonríe apenas ante lo que ve. Entonces comprendemos que nuestra visión es la parte de atrás de su visión. Lo que para nosotros es una naturaleza muerta, para ella es la vida real en todo su traqueteo.
De esas dos miradas complementarias, de una visión que no es sólo cosa mentale sino el corazón y el cerebro conectados e intercambiando información por banda ancha, está hecho, en los mejores momentos, el arte de Roberto Rossi.
Vida quieta
Naturalezas muertas de Roberto Rossi
Museo Isaac Fernández Blanco
Hasta el 8 de febrero de 2009
Suipacha 1422
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