CRUCES > VOZ E IMAGEN
Esta semana se tomó una foto que probablemente se cuente entre las más recordadas de su gobierno: la que se la ve junto a Madonna e Ingrid Betancourt en la Casa Rosada. Y para muchos fue inmediata la sensación de que la figura de Eva Perón sobrevolaba la escena. Sobre una, por haberla interpretado. Sobre otra, por la beatitud con que parece emerger de su martirio de los últimos años. Y sobre la tercera, por ser parte de su tradición política. A partir de esa foto, y a un año de la asunción de Cristina Kirchner, María Moreno analiza la construcción por parte de la Presidenta de un estilo hasta ahora fuera del catálogo nacional.
› Por María Moreno
Hace poco más de diez días, la fotografía de Cristina Kirchner contemplando beatíficamente el apretón de manos entre Ingrid Betancourt y Madonna desató la semiología de entrecasa que se cebó en evocar ficciones de Eva: la de la película y la que la Presidenta probara alguna vez para agitar memoria emotiva popular con un símil chignon del célebre peinado ascético de mazorcas entrelazadas y el tono de vehemencia humillada y ofendida. Sin embargo, de las tres fotografiadas, la más cercana al estilo descarnado y sacrificial del modelo era –al menos en imagen– la candidata secuestrada por las FARC durante su período de cautiverio, quien proyectó al mundo a través de la prensa un cuerpo de reminiscencias cristianas, consumido hasta la espiritualización, edificante como aquel con que Eva Perón flotó dentro de su traje sastre en la escena casi postrera del renunciamiento. Será por eso que, en la foto, Cristina Kirchner no mira de cajón a Madonna sino a la Betancourt y en una pose que el popular lenguaje de los gestos no leería ni como de adoratriz ni como de cholula hacia la ex estudiante, al igual que Jacques Chirac y Ségolène Royal del Sciences Po (Instituto de Ciencias Políticas) de París, sino curiosa, las manos cruzadas en señal de autoridad benevolente y un poco papal, es cierto.
Sin haber rebajado en nada el espesor de su maquillaje facial, persuadida de que debe hacer la mujer arreglada que trabaja afuera, aún enojada con la foto a cara lavada que le birlaran ocasionalmente –la ausencia de maquillaje es un mensaje publicitario que lleva la marca en el orillo de la Carrió de los primeros tiempos–, a doce meses de su asunción, Cristina Kirchner parece haber peinado un estilo hasta ahora fuera de catálogo en un país que tiene poco stock de recursos para la autoridad femenina: médium de Dios (Elisa Carrió), madres paridas por sus hijos (las Madres de Plaza de Mayo), Pacha Mama (Mercedes Sosa). La autoeducación se ha concentrado en la voz, ese elemento no siempre citado que convoca a la punta de la lengua de los opositores a Cristina Kirchner las palabras “crispación”, “prepotencia”, “soberbia”.
Digresión: los ejemplos anteriores tienen en común que –más allá del accidente de la dieta y de las inflexiones ocasionales del tabaco– las voces aludidas a través de ellos se emitan envueltas en un cuerpo nutricio, que parece más allá del sexo.
Sin consultar a Diego Fischerman, podría improvisarse que la Presidenta es mezzosoprano. Para comparar su voz, nuestra audioteca es módica, tiene apenas dos archivos: el de Evita y el de Isabelita. Pero se puede asociar libremente sobre algunos puntos del libro Una voz y nada más de Mladen Dólar quien, deteniéndose en la voz con pretendida exhaustividad, no lo hizo en el género más que para ubicar la voz del lado de la madre –“¿no es la voz de la madre la primera conexión problemática con el otro?”–, cotejar la asociación entre la voz sin sentido y la feminidad, y entre el texto, la significación y la masculinidad.
En el capítulo dedicado a la voz en política, Dólar encuentra más fácil ocuparse de la voz totalitaria, como si la democrática, las democráticas, lo sumergieran en las complejidades de la retórica y sus figuras que suelen comprometer en voz alta determinadas entonaciones, ritmos, cadencias.
Luego de pedir disculpas por sus simplificaciones que compensa con la importancia de sus objetos de estudio –Hitler y Stalin–, Dólar dice que existe una diferencia sustancial entre la voz en el fascismo y en el stalinismo: “El Führer bien puede ser el jefe del gobierno del Tercer Reich, comandante en jefe del ejército y desempeñar muchas funciones políticas, y sin embargo no es el Führer en virtud de las funciones políticas con que resulta estar investido, ni por elección, ni a partir de sus capacidades. Es la relación de la voz lo que lo hace ser el Führer y el lazo que vincula con él a los súbditos es puesto en acto por un lazo vocal, su otra parte es la respuesta a la voz mediante la aclamación masiva, que es un rasgo esencial del discurso”. El Führer legislaría a viva voz, sustituyendo a la ley, es decir suspendiéndola. El modelo expositor stalinista sería, en cambio, el de alguien que lee evitando todo toque personal, cuanto más inexpresivo sea –al igual que el empleado del registro civil cuando enumera las obligaciones de los esposos durante la celebración de un matrimonio a la manera de una canilla que gotea–, “cuanto más parezca desconocer el texto que lee, más encarnará su lugar de instrumento de las leyes históricas, de monocorde apéndice de la letra escrita”.
Ignoro si Dólar oiría en la de Perón una voz totalitaria, pero, sin que ésta quede eximida del posible sambenito, es claro que no entra en sus series; la voz de Perón es de autor, no sustituye al texto, pero no hay uno sin la otra.
Las mujeres posan con la voz. Miman una voz cuando escriben o le ponen una voz a lo que escriben otros. Sus políticas de la voz tienen estrategias que ellas usan simultáneamente sin que una sobrepase a la otra en frecuencia y en intensidad: el austero énfasis pedagógico (“yo sólo sé para que ustedes sepan mañana”), el quiebre emocional y público (“mis palabras me ahogan y, como no puedo decirlas, son la pura verdad”), el trino de la feminidad (“no merezco los graves de la voz de mando”).
Antes de decir, tanto Victoria Ocampo como Evita Perón posan con la voz para hacer de otras, la primera de personajes de autor como la recitadora de Le Roi David de Honegger o la Perséphone de Stravinsky, la segunda de otras grandes que profetizan la propia grandeza. En Eva, la actriz modula una dulzura persuasiva, una firmeza en donde no hace más que remedar a la de Catalina la Grande, a Juana de Austria, a Isadora Duncan (personajes que ha hecho en la radio), ebria de su papel, incorpórea en un sueño de fusión con quienes la escuchan. Esas cuerdas sólo se quebrarán por el peso múltiple –durante la escena del renunciamiento– de las voces populares que se encarnan en la propia. Los discursos políticos dichos por Eva tienen autor, pero su voz, enunciada como ventrílocua de la del pueblo, difumina esa autoría puesto que impide apropiársela.
En la vehemencia de la voz de Eva se ha creído escuchar el odio. El odio, en clave freudiana, es el precursor del amor, aquello que permite expulsar del yo lo que amenaza su integridad. En el campo social, odiamos a nuestros enemigos mucho antes de amar a nuestros amigos. Para Franz Fannon, en nombre de los condenados de la tierra, el odio es un sentimiento prerrevolucionario. El no lo aclara, pero la reivindicación del odio sólo se hace del lado del desposeído, del avasallado y no, por ejemplo, del líder totalitario que odia cuando ve encenderse aquí y allá el fuego de la resistencia. El odio insurgente en una voz tiene un nombre más preciso: resentimiento. Cualquier marca de legitimidad lo oye en clave de crispación agresiva, prepotencia; cuando, al principio de su mandato, Cristina Kirchner intentaba citar con su propio tono la vehemencia de Eva, cometía un error semiológico, aunque lo legitimara en su condición de subordinada –mujer que debe posicionarse ante la coalición masculina–, en el uso legítimo del legado de una precursora mayor. Porque el resentimiento se legitima sólo en el ilegítimo –una ex actriz, bastarda, esposa de... como Evita– y se ilegitima en una hija de matrimonio civil, profesional en ejercicio, elegida por votación, volviéndose escuchable como mero subrayado de la potestad. Cuando Cristina Kirchner utiliza otros recursos vocales y retóricos –lo que es leído de manera simplista como un mero atemperamiento, correlato de una posición en retirada–, lo que hace es recurrir a la figura de la abogada que tiene una precursora extranacional: Hillary Clinton. Se diría que para que la voz de una mujer se aguante arriba y en lo alto, es preciso que ella se corra de la autoría y parezca atenerse a una letra a la que en cierto modo es exterior. Aunque, como en el caso de Cristina Kirchner, mantenga un fondo de impaciencia, puesto que se ve obligada a hacerse digerir, utilizando por añadidura una dulzaina pedagógica de esas con que Alfonsina Storni se hacía perdonar en público la gratuidad de la poesía.
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