Domingo, 21 de diciembre de 2008 | Hoy
Para no perder la costumbre, Radar volvió a convocar a un puñado de escritores para abordar la Navidad. Pero si los años anteriores estuvieron dedicados a películas, discos y libros apócrifos sobre la fecha más importante del Cristianismo, esta vez el foco está puesto en los pliegues, matices y desgracias de ese ritual que el calor, los cohetes y los parientes convierten inevitablemente en pagano.
Las fiestas son para ellos”, “Yo festejo por los chicos; porque si fuera por mí...”, se oye una y otra vez, por estos días, en boca de adultos. Hombres y mujeres más o menos mayores mintiendo y escudándose en la hipotética felicidad que se le debe a los menores y que debe ser pagada, sí o sí, una vez al año. Gente grande que (a cambio de unos cuantos juguetes por unas horas y hasta a lo largo de un par de semanas, esa zona fantasma que va más o menos del 24 de diciembre al 6 de enero) accede a la catarsis histérica de poder comportarse como infantes arrugados.
Así, la Navidad y sus alrededores son el lugar perfecto y el tiempo ideal para estallar de furia, desenterrar hachas de guerra, declarar un amor exagerado a la persona equivocada, perder un dedo o un ojo cortesía de un petardo con nombres como Bang Bang Noel o Merry Crashmas, retar a duelo a un familiar insoportable al que se ha aguantado a lo largo y ancho del año, exponerse al ejercicio masoquista de ir a ver alguna de esas Christmas movies (la que se ha estrenado por aquí es La leyenda de Santa Claus, suerte de true-story finlandesa dirigida por un tal Juha Wuolijoki), electrocutarse instalando el arbolito, mirar fijo el fuego de la chimenea pensando en cosas en las que no conviene pensar justo esa noche, y vaciar botellas de burbujas hasta llenarse y flotar y oír la frágil música de las esferas.
Y, claro, cuando comienza a acabarse la comida alguien mira a los demás con ojos voraces, tuerce la boca, se relame la grasa del pollo/pavo/mariscos y dice y propone y ordena, en atronadora voz baja, un “¿Y ahora a qué jugamos, je je je?”.
Ese es el instante preciso –la sirena de alarma– en que cualquier persona inteligente debería entender como señal inconfundible de que ha llegado el momento de salir corriendo de allí, de descolgarse por el balcón, de caer rodando por las escaleras, de irse lejos de allí sin mirar atrás.
Pero no es fácil.
Uno está pesado, el sillón se ha convertido en parte de nuestro cuerpo, afuera (donde escribo esto) hace tanto frío o (donde lo leen ustedes) hace tanto calor y, sí, lo cierto es que uno se deja llevar por cierta tentadora perversión ante las emociones fuertes que se vienen. Emociones frente a las que uno se piensa, equivocadamente, como testigo privilegiado de un cómico drama o una dramática comedia que lo excluye.
Pero no.
Entonces, alguien propone el clásico gritón Dígalo con Mímica o el desordenado Diccionario o el desafinado Karaoke, o un espantoso Concurso de Belleza o la espástica consola interactiva Wii o que estallen discusiones extáticas y estéticas acerca de quién será el DJ y qué música se bailará a codazo limpio. Actividades todas –no importa que sean plugged o unplugged– pensadas con un único fin: que unos empiecen riéndose de otros para que, al rato, enseguida, la presión alcance máximos sin retorno y otros acaben peleados con unos.
Es inevitable.
No falla jamás.
Y no olvidarlo nunca: por algo le habrán puesto a todo eso –a todos esos– el nombre de familia política. Después de todo, qué hacen los políticos cuando se juntan: primero intercambiar sonrisas de dudosa autenticidad, continuar hablando mal de algún presente sin darse cuenta de que tienen el micrófono abierto y, por supuesto, acabar todos peleando y peleados entre ellos.
Y allá van –allá vamos– hacia el desastre, olvidando lo ocurrido durante el fantasma de navidades pasadas y negando lo que indefectiblemente volverá ocurrir durante el fantasma de navidades futuras.
Días atrás, un amigo (cuyas señas de identidad no revelaré aquí por razones obvias, para preservar su seguridad) me comentaba, temblando, que este año descenderían sobre su departamento, como renos famélicos, unos treinta parientes. Y que ya había problemas limítrofes y discusiones ideológicas acerca de cuáles serían los juegos a jugar.
Ahí, en el momento, le propuse a mi amigo que jueguen a Yo Soy George Bailey. Me miró sin entender y entonces le recordé que George Bailey era el personaje que actúa James Stewart en el clásico de clásicos navideño Qué bello es vivir de Frank Capra.
Y le recordé también que en un momento de la película, un Bailey atormentado y casi suicida –sin saber que se encuentra junto a un ángel– desea no haber existido nunca, ser borrado de la historia, no haber nacido. Y ya saben: deseo concedido.
Jugar a George Bailey sería, entonces, así: apenas terminada la comida se trae un mazo de cartas a la mesa, el anfitrión y los suyos no participan en el juego y se limitan a repartir las barajas. El que saca el naipe más bajo (si hay empate, los que tienen el mismo número desempatan entre ellos) será George Bailey. Es decir, alguien que no nació y que, por lo tanto, no tendría por qué estar allí. Tampoco –por extensión biográfica e imposibilidad física– deberían estar allí su esposa y sus hijos. De inmediato, ese George Bailey y los suyos deberán abandonar el lugar sin protestas y a toda velocidad lavando, antes, los platos y cubiertos que hayan utilizado. Así, sucesivamente, hasta que no quede nadie allí salvo los dueños de casa quienes los contemplarán partir, uno a uno, mientras –noche de paz, noche de amor– les cantan villancicos y hasta el año que viene.
Qué bello es sobrevivir.
De: Claudio Zeiger
A: Papá@noel.com
Querido Papá Noel:
Termina un año al que bien podríamos calificar de “difícil”. No malo, no decididamente bueno. Difícil. No creo exagerar si así como se afirma que el siglo XX comenzó en 1914 y culminó en 1989 con la caída del Muro, digo que nuestro 2008 comenzó en el mes de marzo con las retenciones móviles y sus secuelas y culminó en estos días, diría exactamente el 10 de diciembre, a los 25 años exactos de la recuperación democrática del país. Así que a la hora de los pedidos y regalos entendidos como dones y no como obsequios, lo primero que quiero pedirte es:
* Que no vuelva el conflicto del campo: difícilmente nuestros nervios resistan un revival de aquel conflicto de soja y humo, cacerola y banderita. Que no vuelva bajo ningún concepto, que no lo dejen volver. Luche y no vuelve.
* Que la democracia no sólo siga en vigencia sino que además mejore. Que premie a los que siempre la sostuvieron y que sea indiferente hacia los insolidarios, los egoístas, los que se quejan y piden castigo para aquello que generan o usufructúan. (Y que cuando se cumplan 30 años de democracia nos encuentre mejor preparados para darle bola en los medios, que bastante apresuradamente tomaron la efemérides.)
Con estos “regalos” debería darme por conforme, pero hay algunos asuntitos menores que podríamos corregir para el año que viene en vistas de lo visto y vivido en éste que culmina:
* Que Bailando por un sueño sea más corto y que recapaciten con Patinando por un sueño, práctica deportivo-artística que no le importa a nadie. ¿Y volver a probar con Cantando por un sueño?
* Que haya una ficción en la televisión que no sea ni culposa porque no hay ficción en la televisión, ni demasiado pretenciosa como para querer comerse el mundo. Que vuelva una ficción “normal” a la TV. Al que le gusta la ve y al que no no.
* Que se elimine esa mentira llamada Copa Sudamericana, que sólo consigue que los equipos sin plata se maten para entrar y después se queden sin el pan y sin la torta.
* Que hagan algo con el fútbol local, ¡está aburrido!
Podría haber muchos otros pedidos pero no sólo no hay que abusar sino que según la revista Barcelona, estarías muerto, acribillado a balazos por menores sedientos de tus regalos que siempre van a parar a los arbolitos de los chicos de los countries, en cuyo caso es dudoso que puedas cumplir con mis y otros tantos deseos.
De todos modos no creo mucho en lo que dice la revista Barcelona, y si así fuera, si “Murió Papá Noel”, que te clonen.
Siempre les tuve pánico a las explosiones pero al hacerse patente ese pánico sólo en los días de Navidad y Año Nuevo, días a los que se suele limitar el uso de la pirotecnia, hasta yo misma me olvido de él y mis amigos suelen resumirlo en “miedo a los cohetes”.
Desde siempre y ya a fines de octubre cuando el material pirotécnico llega a los quioscos del barrio y los chicos empiezan a ensayarlo en la vereda o lanzándolo a la calle desde los balcones y terrazas yo empiezo a salir menos y, sino tengo más remedio que hacerlo, lo hago alerta y en tensión, completamente distraída de la conversación de mi eventual acompañante y, si percibo a lo lejos cualquier detonación, obligo a éste a acompañarme en largos rodeos con tal de evitar la “zona de pruebas”. Cuando era una adolescente y ante el horror de mi madre hice cuerpo a tierra en la esquina de la pizzería La Continental de Sarmiento y Callao al escuchar el estallido de un modesto buscapié.
Algún psicoanalista sugirió un contenido masturbatorio en mi relato de que a medida de que iba acercándose diciembre me ponía a mirar obsesivamente las manos de cualquier chico en edad escolar –si las tenía ocultas en la espalda era, barajaba, porque escondía una caja de fósforos, si friccionaba un autito por la pared, estaba prendiendo un cohete–. Mi amiga, la doctora Benders, más prosaica, me diagnosticó un fantasma sexual más preciso: seguramente imaginaba que cada vez que me empernaban –fueron sus textuales y poco lacaneanas palabras– chocaban los planetas.
Durante los fines de año próximos al comienzo de la democracia solían aparecer en las tradicionales notas periodísticas alusivas anatemas contra los juegos con pirotecnia recordando que formaban parte de las fabricaciones militares, lo que confirmaba con argumentos ideológicos su prohibición. Pero en esos años no había menos accidentes que los anteriores: ojos vaciados de sus cuencas o deditos heridos hasta exigir su posterior amputación, de cuya noticia me enteraba –no podía evitarlo– con regocijo vindicativo. Creo que mataría con mis propias manos a un niño que me arrojara un cohete cerca, gozando de su progresivo color cianótico y de su lengua colgante. Ignoro si los fóbicos enfrentados con violencia a su objeto de horror, tienen inmunidad jurídica.
Pero no hay fobia que no traiga beneficios accesorios. A fines de 1952 mi madre advirtió que mi miedo a los cohetes se había vuelto preocupante, yo había adelgazado visiblemente y había que llevarme al jardín de infantes en brazos. En esa época los chicos del barrio mezclaban pólvora y la colocaban en la vía de los tranvías o perfeccionaban la explosión de los rompeportones, haciéndolos estallar en el interior de ollas de aluminio. La doctora Telma Reca tenía un servicio de psicología infantil en el Hospital de Clínicas. Mi madre fue sometida a una larga entrevista en donde describió mi síntoma y anunció que sería difícil hacerme hablar. Evidentemente –ella lo había comprobado al presentarme a sus amigas– era muy difícil hacerme hablar con las clásicas preguntas de socialización de los niños “¿cómo te llamás?”, “¿a qué colegio vas?” pero la joven de guardapolvo verde, ayudante de Telma Reca, alargándome un pedazo de plastilina, me preguntó: “¿Cuál es la diferencia entre un hombre y una mujer?”. Recuerdo que me explayé mientras fabricaba dos toscas figuras a las que agregué respectivamente dos bolas enormes a la manera de pechos y una cosa elongada y enorme; las figuras soportaban tal peso en sus atributos que no logré que se sostuvieran paradas.
Mi madre había dicho durante la entrevista preliminar que mi padre era fotógrafo y que iluminaba con magnesio por lo que, mientras me hacía un retrato, me había volado las pestañas, que ella trabajaba en un laboratorio y que yo no desconocía lo explosivo de algunas mezclas, pero la joven de guardapolvo verde le dijo que no había que buscar una causa tan directa, que el inconciente no era tan literal. No me permitió continuar la terapia: decía que la joven de guardapolvo verde la había interrogado sobre su vida sexual y que eso no tenía nada que ver con mi miedo a los cohetes, pero quién sabe.
No recuerdo todo lo que dije durante mi única sesión terapéutica, sólo dos conclusiones porque con la joven del guardapolvo verde pasamos del tema del hombre y la mujer al de papá y mamá y luego al del padre y de la madre: “La madre es una mujer sentada, el padre un vendedor ambulante”. Creo que había toda una teoría de la diferencia de los sexos en esa frase.
No me curé nunca del miedo a los cohetes pero continuo hablando y escribiendo sobre sexo aunque no creo haber superado esas intuiciones tempranas.
Hoy se sabe a ciencia cierta que los renos son una creación colectiva. En los países nórdicos europeos persistían hilachas de una raza de animales que, pese a su salacidad, estaban a punto de extinguirse. El exterminio no fue determinado por la hambruna sino por la delectación intestinal. No mataban a los renos por la carne indócil sino por la blandura de las vísceras (humo y fruto de nogales), manjar obligatorio de una dinastía en decadencia. En gabinetes privados de ventilación, los carpinteros de una república aledaña copiaron el diseño general de esos últimos ejemplares, no sin agregarles algún complemento de rústica inautenticidad, algún refinamiento inane, algún detalle bárbaro. Las cornamentas, por ejemplo, fueron el capricho de un ebanista que terminó ejecutado. Para el reno definitivo contribuyó un equipo de mecánicos profesionales que coordinó el movimiento y una relación de simetría entre los candiles de los cuernos y el aparato genital visible, decorativo a esa altura, pero importante para la representación final de un cuadrúpedo tan brioso como estable.
Después del Sturm und Drang, en algunas ciudades del centro de Europa se impuso la presencia de un bastardo del último dinasta que hacía recorridos de mensajero con un trineo de última generación comprado a esos carpinteros y mecánicos, quienes habían instalado ya una pequeña fábrica (Popolo Norte, en Asolo). Tirado por un rebaño de renos autómatas, el vehículo era ya, por la velocidad del modelo y la elegancia del diseño, la envidia de los propietarios rurales. El bastardo, el conductor del trineo, un hombre menos esbelto que voluminoso, sorprendía con su bonhomía y su astucia comercial. Cuando las dos instituciones más importantes de Occidente –la banca y la letrina– empezaron a demostrar sus poderes –la usura y el estreñimiento–, el mensajero adquirió una reputación superior: era capaz de acumular bienes y deponer sus heces sin dividirse ni desplazarse. El trineo, a causa de un fenómeno favorecido por la falta de instrumentos capaces de registrarlo, parecía estar en movimiento perpetuo, en fuga siempre. Alarmados por la popularidad del héroe imprevisto, burgomaestres y comerciantes pactaron con él una fecha anual de entrega de regalos.
El apogeo de la infancia tardaría en redundar, pero por eso mismo las partes responsables decidieron premiar con los regalos a quienes los agradecen y los desprecian con espontaneidad ecuánime: los niños. El sacerdote que bendijo el acuerdo y adjuntó la fecha de distribución no advirtió la coincidencia religiosa, accidente tanto más feliz por la gratuidad que incorpora a la cultura.
Antes de que el fantasma del comunismo recorriera Europa, los descendientes del bastardo disfrazados de bastardo paternal –casaca bermellón, barba postiza, botas de gutapercha– llegaron a distribuir una cantidad de regalos superior a la que le asignaron sus empleadores. Poco más tarde, los advenedizos que lograron apoderarse de la fábrica le cambiaron el nombre. A medida pasaba el tiempo, la jauría de apellidos prestigiosos fue suplantada por series de acrónimos ensayados para impedir el contagio de la rabia.
Hoy, que ninguno de los descendientes de aquellos advenedizos vive para defender la tradición artesanal y las mentiras adheridas a la saga, la empresa es una sociedad anónima, que ha restituido a los productos de la fábrica, el nombre que le pusieron los padres fundadores, Popolo Norte.
Los trineos originales pueden admirarse en la muestra itinerante que la compañía dispuso a partir de un aniversario, ajeno a cualquier convención religiosa. El porte de los renos mecánicos todavía nos produce asombro; las proporciones de los cuernos (comparados con la corona de un alce o el pitón de un toro de lidia), admiración. Como regalo especial para niños con neurosis de destino avasallante, el diseñador estrella de la compañía –Soren Saknussem (falta una pleca que tache la primera o, seguramente más de una diéresis) –ha creado un trineo individual, sin renos, digno de abandono después de su uso, bautizado Rosebud.
Eliot contó el viaje de los Magos,
el lucero ida y vuelta sobre ellos
desde Oriente. Los épicos camellos,
las fatigas del desierto y sus estragos.
Por Mateo, intuimos a los vagos
habitantes del pesebre: plebeyos
bueyes, asnos, vacas y esos bellos
corderos, los testigos del halago.
Mas hubo un tonto par, desubicado.
“No vino por nosotros” fue el reproche
del gato rencoroso, adormilado
en la cama de Herodes. Y un derroche
de celo inútil para el Enviado:
el perro Le ladró toda la noche.
Me hacen gracia los que –yo entre ellos– despotrican con mayor o menor adrenalina nac & pop contra la importación de Halloween, Thanksgiving, San Patricio y cualquier farra forastera que de golpe y porrazo se ponga a confiscar fechas del calendario argentino. ¿Qué creen que están haciendo en Navidad cuando fetean una pavita, trituran unas nueces, reparten un pan dulce o se empujan un trozo de stollen con una copa de sidra? ¿Qué cuando compran uno de esos pinos de plástico verdes o blancos (lo siento: la Argentina dejó de ser sólo un “país de tránsito”) y los decoran con los brillos fatuos de que necesita pertrecharse el invierno boreal para atemperar los aprietes del frío? ¿Qué cuando para perpetuar una larga escuela de superstición infantil aceptan deshidratarse y adelgazar y cubrirse de zarpullidos bajo el bonete, las barbas, el traje de fieltro rojo de Santa Claus? ¿Qué cuando se rinden a las mitologías del trineo, los renos y las chimeneas mientras lo único que los desvela es que el equipo de aire acondicionado enfríe menos que el verano pasado? El verdadero enemigo de la Navidad no es patriótico, no es político ni cultural: es térmico. No es agitando la bandera de las tradiciones “propias”, nuestra hostilidad al consumo capitalista o nuestra fobia a los cónclaves familiares masivos como deberíamos enfrentar la Peste Navideña: es exhibiendo nuestras laxas lenguas de perros sedientos, nuestros lamparones de sudor, nuestras musculosas fétidas, nuestras bermudas, nuestras havaianas y también, por supuesto, esgrimiendo como pruebas rotundas los estragos que un menú inspirado en las necesidades calóricas de un bávaro remoto y tembloroso no puede no hacer en el aparato digestivo de un porteño insolado que echa humo por las orejas y engaña a su jefe hundiendo las patas en las fuentes del microcentro de Buenos Aires.
Mi abuela era alemana. Eso explicó durante un buen tiempo que la dirección de arte de nuestras noches navideñas ambientara el living donde festejábamos como un chalet alpino encantador, rondado por búhos y azotado por tormentas de nieve, y que en la mesa hubiera strudel de manzana caliente, figuras de mazapán y un arsenal de frutas secas (bellotas, por ejemplo) que nunca volví a probar, pero jamás helado, ni bebidas demasiado frías, ni ensaladas, ni nada de lo que ya mi balbuceante paladar de niño indiferente a la comida intuía que sintonizaba mejor con las temperaturas de bochorno de las que de día –es decir: más allá de los límites de esa imperiosa sucursal del centro de Europa que era la Navidad– todo el mundo, empezando por mi abuela alemana, juraba que había que protegerse. Después cambié. Me pareció que o bien todo el mundo en Buenos Aires tenía una abuela alemana o bien la hegemonía de la estética y la gastronomía nórdicas en Navidad respondía a otras causas. Después conocí Villa Gesell, con sus pastelerías centroeuropeas, sus hotelitos sobresaltados por cucús, sus restaurantes húngaros, y con una mezcla de admiración y de alarma pensé (pero nunca se lo dije a nadie) que había un lugar en el mundo donde era Navidad siempre. ¡Y era una playa! Arena y jabalí ahumado, sol y nueces, trajes de baño y lana, leños en llamas, ciervos indómitos: con el tiempo, esa especie de oxímoron imposible que fue Villa Gesell se convirtió en la descripción más gráfica de esa experiencia escandalosa que celebramos bajo el nombre de Navidad.
¿Qué habría que hacer? ¿Traducir? ¿Argentinizar –es decir: adaptar al imaginario tórrido– lo que viene del frío? ¿Cambiar pino por palo borracho, ganso por palmitos, Lebkuchen por masas secas, Papá Noel por Payaso Mala Onda? Dejemos –dejamos– que el calor, que es sabio, se encargue de todo. Las perlas de sudor que aflojan la barba postiza del Papá Noel que intercepta niños en el shopping mientras escruta el culo de sus madres son más eficaces que cualquier “adaptación”, y el maelstrom de gases y ruidos que un lindo pan dulce desencadena en el estómago que intenta digerirlo con 35 grados a la sombra dice más sobre la “batalla cultural” que libramos contra la imposición de fiestas extranjeras que cualquier statement gastronómico. Dejemos –dejamos– que el calor derrita todo lo sólido que nos llega deletreado por el idioma del frío, como Lucio V. Mansilla vio que hacía el bochorno tropical de Chandernagor, en plena India, con los modales cool del imperio británico. Dejemos que el calor vuelva a ser lo que siempre fue, lo que sólo nuestra incomodidad o nuestra pereza hicieron que olvidáramos que es: un lenguaje. El lenguaje con el que el verano argentino parodia año a año la ceremonia de la Navidad mientras simula ejecutarla.
Todos los cuentos de Navidad son tristes. Y este no es una excepción. Sus protagonistas son dos hombres. Uno está en la calle, como tantos. Y el otro es un empleado de la city. En el final, el segundo va a quemar al primero. En efecto, le prenderá fuego. No se adelanten a juzgar. Traten de comprender.
El primero, como dije, está en la calle y desde ya hace un tiempo, por las noches duerme cubierto por una frazada en la puerta de un cajero automático de la city. Se instala en la entrada del cajero en el anochecer. Siempre en el mismo cajero. Siempre al anochecer. Se instala y se duerme. Siempre así. Todo le sugiere al empleado que el otro no hace tanto que cayó. Si se fija con atención puede ver que su traje mugriento es de buen corte. Y que sus zapatos deformes fueron de calidad. A diferencia de otros en la calle, no trae bultos ni necesita un carrito para cargarlos. Apenas un maletín. Uno de marca, destartalado, donde guarda la frazada.
La piedad que inspira el recién caído lo hace sentir a uno superior. Pero la piedad pronto se vuelve miedo cuando se piensa que uno pronto puede ser el otro. Además, cuando uno quiere entrar al cajero, no enoja tanto esquivar al dormido como respirar su olor.
La noche del 24, como siempre, el otro duerme en la entrada del cajero. No debe ser su mejor Nochebuena ésta. Porque, piensa uno, tal vez la Nochebuena del año anterior, como yo, el otro todavía conservaba una posición en la vida, una familia. Si algo puede hacer uno por el otro, lo mejor, es lo que voy a hacer ahora.
No se apuren. No juzguen, les pedí.
Sólo les pido que me comprendan.
Suele haber gente que se entusiasma cuando llega Navidad. Incluso se habla del espíritu navideño y de las buenas acciones concomitantes que ese espíritu determinaría. El jingle bells angloamericano y los villancicos católicos son el marco musical de ese espíritu, acaparado ahora por la avidez colorida y feroz del consumo. Así es que, mientras algunos se entusiasman, yo, en cambio, me quedo pensativo mientras descubro, en plena vigencia, un deplorable instinto de fuga que me viene de lejos.
Una serie de cuestiones para nada originales bombardean mi sistema nervioso: ¿por qué comer como si mañana empezara un ramadán universal que durara un año? ¿Por qué consumir como si en pocas horas más cerraran todos los negocios del mundo por tiempo indeterminado? ¿Por qué recibir por e-mail todas esas salutaciones “encantadoras” que enmascaran con amor sus propósitos comerciales o, sencillamente, una mecánica obediencia a las costumbres? ¿Por qué? Porque es Navidad, hombre necio. Caramba, pienso, qué poco gregario soy, qué pecador. Pero ocurre, en el fondo, que cuando se acercan estas fechas, me acuerdo de mi infancia. Navidad era la gran comilona en familia, y qué familia, sospecho que nunca más en ninguna parte hubo tantos tíos y primos como los había entonces, nunca más la voracidad y la elocuencia dieron tanto trabajo a tantas bocas como le dieron en aquellos años. Desde ya, no eran épocas lights ni mucho menos, más bien había algo “heroico” y desmesurado y casi terminal en toda aquella vehemencia gastronómica. El banquete se percibía como una suerte salvaje de digestión obligada, con alimentos híper calóricos en la ciudad agobiada por el bochorno de diciembre. De forma inconsulta, imprudente y gozosa, se ingerían turrones de Esmirna o del tipo de Esmirna, gruesos bloques de mazapán y castañas en almíbar, además de las nueces mayormente amargas, de las avellanas de dureza imposible, y del pan dulce casi litúrgico, de Canale o de Los dos Chinos. Por otra parte estaban la mayonesa casera (batida por las abuelas con furioso y paciente esmero), el lechón adobado o los pavos rellenos a la York. Se brindaba con sidra y rara vez con champán, se tomaban vinos, y se comían chocolates, para no hablar de los helados monumentales que Saverio enviaba a domicilio.
Estábamos en Buenos Aires pero parecíamos habitantes de Letonia después de una hambruna de guerra en pleno invierno boreal. Todo era desfasado: manjares europeos para el frío en el verano porteño, la falsa nieve de papel brillante en el “arbolito”, el falso abrigo colorado del falso gordo Papá Noel, y hasta su bonhomía, probablemente también falsa. Y los petardos y las “cañitas voladoras”, y el descorche escandaloso del champán y las primas mayores ya con escotes, movimientos sinuosos, brazos desnudos y secretitos entre ellas. Después, sobrevenía una semana ahíta, descompasada, un puente colgante que conducía a la otra gran comilona, la de Año Nuevo, donde volvía a repetirse el ritual doméstico y la insuperable fatiga del desborde, pero no en nuestra casa sino en casa de la abuela paterna. Y siempre, en algún momento de la comida o de la sobremesa, brotaba entre los mayores la alusión discreta a alguien que ya no estaba, y entonces algún muerto venía a ocupar la mesa y, durante unos minutos, prevalecía en los ánimos una melancolía compungida. Esa era la parte triste, la parte que, para mí, volvía absurda la fiesta porque me llenaba de una zozobra que no entendía.
Ahora siento, quizás injustamente, que soy un sobreviviente de aquellas campañas, de aquellos estruendos, de aquellos fuegos. Tal vez por eso, la compulsión familiar a reunirnos –imperativo categórico fuera del cual podías transformarte en un paria– siempre me sonó forzada y literalmente indigesta, pero acato –a regañadientes– las menos pantagruélicas celebraciones de este tiempo con una sonrisa educada de jingle bells. Pero cuando veo con cuánto miedo Lobo, mi perro, busca abrigo contra los cohetes debajo de las camas o las mesas, me apiado de él y lo comprendo: Navidad lo abruma, y tiene razón.
El reloj marca las dos de la mañana, los cohetes van amainando, y los padres empiezan a cabecear. Los padres ya son grandes, no se quedan despiertos hasta tan tarde, se van a la cama. Y el hijo/a que decidió pasar la Nochebuena con ellos (porque es en Año Nuevo cuando “festeja” con los amigos) se encuentra solo frente a la televisión. Primera pensará, quizá, que puede salir por ahí. Pero adónde ir sin auto (llegó a casa de los padres gracias al 112) y sin idea de dónde puede haber una fiesta o un boliche en el barrio suburbano que dejó atrás hace tiempo y que ahora se le antoja territorio extranjero. La televisión, entonces, mientras afuera pasan coches con stereo y reggaetón.
Es cruel la televisión navideña. Toda la programación está diseñada para señalarle al que la mira: “Usted está muy solo, de lo contrario no se encontraría frente a la pantalla”. La opción más clásica y depresiva es La Misa de Gallo por Crónica; es imposible que una Misa resulte buena televisión así se lleve a cabo con todo el fasto y oropel del Vaticano. Peor es el 25 con la bendición Urbi et Orbi, que también se transmite con fanatismo, así que no nos adelantemos y continuemos con la Nochebuena. Hay películas en el cable. Algún canal pasará la versión de Cuento de Navidad de Dickens protagonizada por George C. Scott y, si no, la opción vendrá de una larga cola de espantos entre los que se cuentan Jim Carrey como The Grinch, Tom Hanks dibujado en una cosa que se llama o incluye un Expreso Polar, Macaulay Culkin cuando estaba en proceso de quedar gravemente traumatizado protagonizando la Mi pobre angelito ambientada en Navidades, alguna comedia de bienaventuranza tipo Love, actually donde son todos ricos y hace frío, lo que acrecienta la desolación que reparten los giros del ventilador de techo y el turrón que cayó mal por el calor (¡basta de comer como si estuviéramos en Finlandia!). Igual, cualquiera de estas pesadillas rojas, blancas y verdes es mejor que una película biblicohistórica sobre el Nacimiento, porque sacando la matanza de los inocentes de Herodes y la siempre polémica Anunciación, no hay mucha acción alrededor de los primeros días de Jesús, sobre todo si se compara con lo que sucede durante las Pascuas, época en que se pasan las películas de la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección que son mucho más interesantes (todas: desde la miniserie con Robert Powell pasando por Rey de Reyes hasta el gore erótico de La pasión del Cristo según el loco de Mel Gibson).
La otra variante es ver las Navidades internacionales. Todos los canales de noticias pasan resúmenes e informes, y todos sirven para machacarle al televidente solitario: “¿Ve? Ahí está la gente en la calle de lo más feliz al lado del arbolito, compartiendo dicha. ¿Cómo llegó usted a este callejón solitario de padres roncando y madrugada de suburbio?”. Mejor no pensar y detenerse definitivamente en Nochebuena con Raphael, cuatro horas por Televisión Española conducidas por el maníaco de El Niño (la señal internacional repite el programa inmediatamente después de que termina, así que podemos decir que dura ocho horas.) Nochebuena con Raphael faltó del aire dos años, cuando el trovador tuvo que recuperarse de un trasplante de hígado. El programa volvió con gran entusiasmo de sobreviviente, y es una especie de canto a sí mismo de Raphael, ahora que la generación de la movida y alrededores le “perdonó” definitivamente su cercanía con el Generalísimo (una vez, por ejemplo, Raphael celebró Navidades en el teatro Calderón en función de honor para la esposa de Franco). En el show, entonces, hay de todo: hay presentaciones para disfrutar y otras que dan ganas de morirse (todavía más ganas). En la gala se puede ver a Alaska con Fangoria, a Lolita Flores (que siempre llega tarde y medio borracha después de la cena en familia), a su hermana Rosario, a Bisbal, a Ubago, a Rocío Jurado y seguramente cantarán “Yo soy aquél” y “Escándalo” y “Qué sabe nadie”. ¿Deprimente? ¿Muy Canal 9 de don Alejandro? ¡Qué épocas! Habrá que joderse o hacerse el fino y cambiar a la RAI donde dan un espléndido concierto grabado en la Basílica de San Francisco de Asís. A ver cuánto aguantan antes de empezar a tararear y estoy aquí, aquí para quererte/ Estoy aquí, aquí, para adorarte...¡Amor, amor!
Que la pasen lo mejor posible.
Mi madre me enseñó, sin darse cuenta, que hay felicidades secretas. Lo aprendí en una serie de clases prácticas que me daba, inocente, cada Nochebuena. Lo único que tenía que hacer era sentarme y mirar cómo ordenaba la casa cuando todos se habían ido. La abnegación con que atendía a la familia tenía su contracara. Y esa bondad excesiva que me irritaba recibía, después de todo, su compensación.
Con los años, fui entendiendo que su empeño en que no la ayudaran a levantar la mesa –dejen, en serio, lo hago volando– no era otro signo de lo buena que era. Lo que quería era, en realidad, que se fueran rápido.
Tenía sus razones. Un rato antes, había pagado su impuesto a la familia. Había respondido las preguntas incómodas. Había oído, simulando sorpresa, cómo la misma de siempre contaba –con su enojo triunfal– que Santa Claus era un invento de la Coca Cola (en mi familia pasaban esas cosas). Además, se hacía la tonta y no comentaba nada sobre el fenómeno de los regalos seriales (tuvimos el año de las colecciones musicales y el de los jabones, el de los libros y el de los baños de espuma, porque el inconsciente familiar también sale de compras para las fiestas). Había corrido a la cocina para tranquilizar a la obsesiva que pedía una bolsita para guardar todo. Había mirado para otro lado cuando mi tío cleptómano manoteaba un cenicero. No se había ofendido cuando preguntaron de qué panadería era la torta casera. Y los había acompañado hasta abajo aunque le dijeran que no hacía falta. Siempre tan amable, comentaban. Pero yo me daba cuenta de que así se aseguraba de que se fueran. Las palmaditas que les daba en la espalda al despedirse eran medio fuertes pero todos sonreían por la anestesia de los brindis.
Había que ver el buen humor con que levantaba la mesa. Se servía una copa y brindaba en silencio. Probaba la comida que no había tenido tiempo de probar. Una vez se animó con el pan dulce, que siempre criticaba. Otra vez se sentó, apoyó los pies sobre la mesa y fumó con los ojos entornados. Se lo tomaba con calma. Tenía todo el tiempo del mundo. Podía ser sociable y solitaria a la vez. Si sonaba el teléfono, atendía, decía Feliz Navidad en voz baja y hablaba en clave –con alguien que evidentemente la hacía sentir bien–. Levantaba los restos de papel como si nada. Negaba suave con la cabeza al hacer un bollo con el mantel manchado de vino. Ponía música. Eso era bailar. Cantaba con el disco.
Afuera detonaban petardos residuales. Algún borracho gritaba, contento, cosas que no tenían nada que ver con la Nochebuena pero qué tenía de malo; lo importante era otra cosa. Cada uno sabe qué festeja. Mi madre estaba feliz de una manera que sólo yo podía ver. Alzaba la copa para brindar con su idea del futuro. Así aprendí que a veces la fiesta empieza cuando termina la fiesta. Y cuando todos se fueron levanto mi copa hacia el pasado, le digo gracias, la entiendo y la saludo.
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