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Domingo, 21 de diciembre de 2008

LOS INVITADOS

Juegos peligrosos

 Por Rodrigo Fresán

Las fiestas son para ellos”, “Yo festejo por los chicos; porque si fuera por mí...”, se oye una y otra vez, por estos días, en boca de adultos. Hombres y mujeres más o menos mayores mintiendo y escudándose en la hipotética felicidad que se le debe a los menores y que debe ser pagada, sí o sí, una vez al año. Gente grande que (a cambio de unos cuantos juguetes por unas horas y hasta a lo largo de un par de semanas, esa zona fantasma que va más o menos del 24 de diciembre al 6 de enero) accede a la catarsis histérica de poder comportarse como infantes arrugados.

Así, la Navidad y sus alrededores son el lugar perfecto y el tiempo ideal para estallar de furia, desenterrar hachas de guerra, declarar un amor exagerado a la persona equivocada, perder un dedo o un ojo cortesía de un petardo con nombres como Bang Bang Noel o Merry Crashmas, retar a duelo a un familiar insoportable al que se ha aguantado a lo largo y ancho del año, exponerse al ejercicio masoquista de ir a ver alguna de esas Christmas movies (la que se ha estrenado por aquí es La leyenda de Santa Claus, suerte de true-story finlandesa dirigida por un tal Juha Wuolijoki), electrocutarse instalando el arbolito, mirar fijo el fuego de la chimenea pensando en cosas en las que no conviene pensar justo esa noche, y vaciar botellas de burbujas hasta llenarse y flotar y oír la frágil música de las esferas.

Y, claro, cuando comienza a acabarse la comida alguien mira a los demás con ojos voraces, tuerce la boca, se relame la grasa del pollo/pavo/mariscos y dice y propone y ordena, en atronadora voz baja, un “¿Y ahora a qué jugamos, je je je?”.

Ese es el instante preciso –la sirena de alarma– en que cualquier persona inteligente debería entender como señal inconfundible de que ha llegado el momento de salir corriendo de allí, de descolgarse por el balcón, de caer rodando por las escaleras, de irse lejos de allí sin mirar atrás.

Pero no es fácil.

Uno está pesado, el sillón se ha convertido en parte de nuestro cuerpo, afuera (donde escribo esto) hace tanto frío o (donde lo leen ustedes) hace tanto calor y, sí, lo cierto es que uno se deja llevar por cierta tentadora perversión ante las emociones fuertes que se vienen. Emociones frente a las que uno se piensa, equivocadamente, como testigo privilegiado de un cómico drama o una dramática comedia que lo excluye.

Pero no.

Entonces, alguien propone el clásico gritón Dígalo con Mímica o el desordenado Diccionario o el desafinado Karaoke, o un espantoso Concurso de Belleza o la espástica consola interactiva Wii o que estallen discusiones extáticas y estéticas acerca de quién será el DJ y qué música se bailará a codazo limpio. Actividades todas –no importa que sean plugged o unplugged– pensadas con un único fin: que unos empiecen riéndose de otros para que, al rato, enseguida, la presión alcance máximos sin retorno y otros acaben peleados con unos.

Es inevitable.

No falla jamás.

Y no olvidarlo nunca: por algo le habrán puesto a todo eso –a todos esos– el nombre de familia política. Después de todo, qué hacen los políticos cuando se juntan: primero intercambiar sonrisas de dudosa autenticidad, continuar hablando mal de algún presente sin darse cuenta de que tienen el micrófono abierto y, por supuesto, acabar todos peleando y peleados entre ellos.

Y allá van –allá vamos– hacia el desastre, olvidando lo ocurrido durante el fantasma de navidades pasadas y negando lo que indefectiblemente volverá ocurrir durante el fantasma de navidades futuras.

Días atrás, un amigo (cuyas señas de identidad no revelaré aquí por razones obvias, para preservar su seguridad) me comentaba, temblando, que este año descenderían sobre su departamento, como renos famélicos, unos treinta parientes. Y que ya había problemas limítrofes y discusiones ideológicas acerca de cuáles serían los juegos a jugar.

Ahí, en el momento, le propuse a mi amigo que jueguen a Yo Soy George Bailey. Me miró sin entender y entonces le recordé que George Bailey era el personaje que actúa James Stewart en el clásico de clásicos navideño Qué bello es vivir de Frank Capra.

Y le recordé también que en un momento de la película, un Bailey atormentado y casi suicida –sin saber que se encuentra junto a un ángel– desea no haber existido nunca, ser borrado de la historia, no haber nacido. Y ya saben: deseo concedido.

Jugar a George Bailey sería, entonces, así: apenas terminada la comida se trae un mazo de cartas a la mesa, el anfitrión y los suyos no participan en el juego y se limitan a repartir las barajas. El que saca el naipe más bajo (si hay empate, los que tienen el mismo número desempatan entre ellos) será George Bailey. Es decir, alguien que no nació y que, por lo tanto, no tendría por qué estar allí. Tampoco –por extensión biográfica e imposibilidad física– deberían estar allí su esposa y sus hijos. De inmediato, ese George Bailey y los suyos deberán abandonar el lugar sin protestas y a toda velocidad lavando, antes, los platos y cubiertos que hayan utilizado. Así, sucesivamente, hasta que no quede nadie allí salvo los dueños de casa quienes los contemplarán partir, uno a uno, mientras –noche de paz, noche de amor– les cantan villancicos y hasta el año que viene.

Qué bello es sobrevivir.

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