CINE > LA REMAKE DE EL DíA QUE PARALIZARON LA TIERRA
A comienzos de la Guerra Fría, en los albores de una década signada por películas de terror al extranjero, al otro y a cualquier forma de vida que viniera del exterior, Hollywood produjo una película única: El día que paralizaron la Tierra. Moralmente ambigua, adelantada a la complejidad del mundo atómico y de un pacifismo inteligente, la película de Robert Wise trata sobre un extraterrestre que llega con una amenaza bajo el brazo: o la Tierra aprende a vivir en paz o será aniquilada antes de poder exportar su violencia al universo. La semana que viene se estrena la remake que protagoniza Keanu Reeves. Pero su veta ecológica y cristiana no trae ni paz ni consuelo.
› Por Mariano Kairuz
Los extraterrestres de las películas suelen venir de dos tipos: están los que vienen en son de paz y están los que vienen para aniquilarnos y quedarse con el planeta. Pero ahí está también esa película, única, en la que los visitantes se toman su promesa de paz tan en serio que son capaces de borrarnos del mapa para cumplirla. Así es –esa es la premisa que la convirtió en un clásico de clásicos– El día que paralizaron la Tierra. Una película de culto –con fans repitiendo por generaciones una frase pronunciada en alguna lengua alienígena: ¡Klaatu barada nikto!– y también una de las pocas de su género que ha ingresado en los cánones más “serios” del cine (como el del American Film Institute), junto a experiencias tanto más solemnes y explícitamente filosóficas, como el 2001 de Kubrick. En 1951, en los albores de una década que produjo infinidad de películas sobre el miedo a los otros, a los que llegan de afuera, esta película –que ahora tiene su remake titulada El día que la Tierra se detuvo, con Keanu Reeves y Jennifer Connelly– aterrizó entre nosotros con su oscura e iluminada amenaza de paz.
La anécdota era de alto impacto: lo primero que hacía el ejército norteamericano ni bien el extraterrestre Klaatu y su robot Gort ponían un pie en Washington era abrir fuego sobre ellos. Disparar primero, preguntar después: Klaatu no venía a tomar la Tierra, sino en calidad de embajador de una comunidad intergaláctica que decía haber logrado una coexistencia pacífica, y cuyo equilibrio ahora veían amenazado por el incipiente desarrollo de energías nucleares en manos de los terrícolas. El propósito de la misión era, entonces, conversar sobre el asunto lo más amigablemente posible, y advertirnos que, de no encauzarnos un poco, se verían obligados a tomar medidas drásticas con nosotros, incivilizados bípedos. Basada en un cuento corto del escritor Harry Bates publicado en 1940 en la revista Astounding Stories, producida por Julian Blaustein para Fox y dirigida por Robert Wise (ex montajista de Orson Welles y futuro director de La novicia rebelde), si The Day the Earth Stood Still se convirtió en un símbolo de su tiempo como pocas películas de ciencia ficción fue en parte, sí, por su “mensaje”, su alerta nuclear, su advertencia sobre la potencial destrucción del hombre por el hombre. Pero también por lo que muchos recibieron como un gesto moralmente ambiguo y políticamente incorrecto, con su controvertida propuesta de una sociedad intergaláctica devenida policía global. Mientras que los japoneses, que habían visto el horror en su propio hogar, engendraban un monstruo gigante y devastador como el hongo de una bomba H (Godzilla es de 1954), del otro lado del mundo, del lado de los que ya dominaban la tecnología para la destrucción, pero también la presunta capacidad y la responsabilidad necesaria para evitarla, se generaba su contraparte: una “reflexión”, un aviso ominoso pero a tiempo. La asociación de prensa extranjera en Hollywood reconoció el esfuerzo con un Globo de Oro especial por “promover el entendimiento internacional”.
El día que paralizaron la Tierra fue un éxito de público moderado, pero mucha televisión de trasnoche y sábados de superacción la mantuvieron viva durante las décadas siguientes. Algunos críticos norteamericanos identificaron una cierta tendencia hacia la izquierda y los franceses la abrazaron fascinados: tanto la suspicacia como el asombro que despertó estaban expresados en la escena en la que el enviado del presidente le explicaba a Klaatu que “la Tierra está dividida entre los fuerzas del bien y del mal, y que Norteamérica encarna a las del bien”, a lo que el visitante extraterrestre respondía algo así como que “no me interesan esas tonterías””. Vuelta a ver hoy, a 57 años de su estreno, no hay dudas de que la fuerza de su premisa se mantiene intacta, como también algunas de sus sutilezas: cuando Klaatu reclama una audiencia con líderes de todo el mundo, no está dispuesto a aceptar a la ONU ya que ésta no le garantiza representatividad total sobre la raza humana. El propio Blaustein declaró a la prensa en su momento que la película tenía como propósito abogar por “unas Naciones Unidas más fuertes”. La orientación humanista de la película quedó reforzada mediante la inclusión de un personaje, el del profesor Barnhardt, que no sólo estaba directamente inspirado en Albert Einstein –en su imagen y en su militancia por un gobierno mundial– sino que además fue interpretado por Sam Jaffe, un actor que, marcado por el macartismo, no volvería a actuar en Hollywood por la mayor parte de la década.
El otro gran debate sobre la película fue el de su evidente alegoría cristiana: la historia del ser que baja de los cielos para salvarnos de nosotros mismos, es asesinado y resucita para completar su mensaje. La parábola era tan obvia (Klaatu adoptaba el nombre de Mr. Carpenter, “Carpintero”, para mezclarse entre la gente) que los censores de la industria le exigieron al guionista Edmund North que agregara esa frase en la que se explica que la resurrección del protagonista era un milagro de duración “limitada”, ya que los poderes sobre la vida y la muerte “están reservados al Todopoderoso”.
El final de la película es de lo más sombrío, uno de esos epílogos que no se olvidan. Tras realizar una demostración de poderío (en la que se paraliza toda energía eléctrica sobre la Tierra, como promete el título), Klaatu se retira advirtiéndonos que él y los suyos estarán vigilándonos. Que esta es tan sólo una oportunidad que nos han dado para encauzarnos. Y que si las cosas no mejoran, van a tener que volarnos en pedazos. Una oferta difícil de rechazar y que seis décadas más tarde bien merecía una actualización, aunque quizá no tanto una remake como la que se estrena esta semana –que trueca amenaza nuclear por daño climático y artilugios mecánicos por tecnologías orgánicas, y refuerza su alegoría cristiana con Keanu “Neo” Reeves– sino más bien una secuela. Una continuación en la que Klaatu volviera, comprobara que si las cosas cambiaron sólo fue para mal –amenaza nuclear más calentamiento global– y que, nos lo advirtieron, ya era hora, ejecutara su amenaza, y adiós mundo cruel.
Pero no, y esta floja reversión no sólo recorre los complejos del cine del mundo desde hace unas semanas, sino que también se ha convertido en el primer estreno interplanetario: Fox y la compañía Deep Space Communications Network la proyectaron hacia el espacio, en dirección a Alfa Centauri, el sistema más cercano al Sol. Para que, de haber vida por allá, pueda verse dentro de unos cuatro años. Y que, de no haber para entonces vida por acá –nunca se sabe– quede como un testamento de que, quizá el cine no haya sabido cómo expresarlo pero que un poco, aunque más no sea, la Tierra nos preocupaba.
1 El clásico de Robert Wise estaba inspirado en los pánico nuclear de la posguerra y la guerra fría que recién empezaba: Klaatu está preocupado por esa “tecnología atómica rudimentaria” que podría permitirle a la humanidad hacer viajes espaciales, transportando nuestra naturaleza destructiva hacia otras comunidades, al infinito y más allá. Para la remake, el mayor peligro actual para la Tierra consiste en el calentamiento global y el daño ecológico general: sumándose a la ola del eco-espectáculo apocalíptico de películas como El día después de mañana o la más reciente El fin de los tiempos, de Shyamalan, plantea la urgencia no de borrar a la Tierra del mapa cósmico para proteger a los otros planetas, sino de proteger a la Tierra de su especie dominante, dada la capacidad nada común del planeta “para albergar a una gran diversidad de especies”.
2 Hasta donde se sabía, el viejo y querido Klaatu era apenas un extraterrestre de apariencia perfectamente humana, o tan humano como pudiera parecerlo el actor Michael Rennie. En la remake Klaatu es un bicho de un cuerpo que, dice, resultaría horripilante para una persona normal, razón por la cual se hace presente en un envoltorio humano creado mediante una muestra de adn extraída 80 años atrás (según se explica en el prólogo de la película). O tan humano como pueda parecerlo Keanu Reeves, lo que no es mucho decir.
3 La nueva película propone que una civilización extraterrestre avanzada y con preocupaciones ecológicas dispondría de tecnologías orgánicas. Así que todo su diseño visual está bañado en un espíritu algo new age, etéreo e inmaterial. Ergo, en lugar del simpático y muy retro plato volador del ‘51, Klaatu llega en una esfera luminiscente, azul verdosa, que parece contener gases y líquidos en su interior. Por su parte, si el robot Gort original era una especie de hombre de hojalata ciclópeo, algo gomoso pero con un casco sólido y amenazador y unos dos metros de estatura, el nuevo Gort es un gigantón de diseño digital, indestructible y capaz de descomponerse en infinidad de microorganismos robóticos.
4 Si en 1951 la alegoría religiosa estaba servida, ahora no sólo se sostiene sino que se potencia: la nave es menos un objeto celeste que una entidad celestial, el tema del poder sanador y resucitador de Klaatu (a través de sus manos) se vuelve reiterativo, y el nuevo plan extraterrestre para la preservación de la Tierra –sin la humanidad en ella– consiste en recoger muestras de la diversidad de sus formas de vida a la manera de un arca de Noé para después arrasarla, sino con el diluvio universal, con una plaga de langostas artificiales.
5 Desaparecen algunos personajes y entran otros, pero no hay mayores cambios en ese ámbito porque se mantiene la tríada básica. En ambas películas, la relación más directa con los humanos de Klaatu es la que establece con la viuda Helen Benson y su hijo. Sólo que ella ahora es, además de madre y ama de casa, una astrofísica de Harvard, y su hijo es en rigor hijastro, es negro, y tiene una relación conflictiva con su madre, todo lo cual le permite al guión poner en escena una serie de pruebas de amor incondicional (con condimento interracial) que, de manera muy esquemática, abren los ojos de Klaatu al costado más amable del ser humano, y lo lleva a reconsiderar su misión apocalíptica.
6 El personaje del Dr. Barnhardt es ahora un modestísimo premio Nobel interpretado por ex Monty Pyhton John Cleese y que escucha a Bach: puntos a favor para la humanidad.
7 Y el que no quiera conocer los respectivos finales de ambas películas que deje de leer acá, que en sus resoluciones se juega la mayor diferencia entre original y remake. El de 1951 era un final abierto, oscuro y temible. Klaatu se despedía de la Tierra tras advertir ante una audiencia científica internacional: “No es asunto nuestro cómo dirigen su planeta, pero si amenazan con extender su violencia, esta Tierra será reducida a cenizas. Su opción es simple: se nos unen y viven en paz, o prosiguen su curso actual y se enfrentan a la obliteración. Estaremos esperando su respuesta. La decisión es vuestra”. Y se iba, The End, y a apañárnoslas con lo que pudiéramos encontrar en nuestra voluntad y espíritu de superación. En la remake no hay advertencia: apenas un fallido intento inicial de comunicarse con los líderes del mundo, que el gobierno norteamericano se empeña en obstaculizar tomando a Klaatu como prisionero de guerra. Luego, la decisión de ejecutar el Apocalipsis sin que medie advertencia alguna, y al final, una contramarcha basada en la observación de una muestra bastante pequeña de nuestra capacidad para el bien. Según dijo el director de la remake, siempre lo incomodó un poco la ambigüedad moral del original: la opción de la paz por la fuerza. Quizá la idea de la vigilancia policíaca impuesta desde afuera tenía demasiadas resonancias en la política exterior norteamericana contemporánea. Pero dado el estado de cosas hubiera sido, no se puede negar, mucho más verosímil.
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