CINE > BUSH POR OLIVER STONE
Una vez más, Oliver Stone muestra su adicción a lo más oscuro de la política norteamericana. Esta vez, proponiéndose una nueva marca: estrenar la primera biopic de un presidente en ejercicio. Y W. llega justo antes del final de la que probablemente sea la peor presidencia de Estados Unidos. Un esfuerzo por indagar en los motivos que llevaron a un ex alcohólico, malcriado y acomplejado por su padre a la cima del poder mundial. ¿Lo consigue? No del todo. Pero como siempre con Stone, el resultado es imperdible.
› Por Mariano Kairuz
Para qué servís? ¿Para manejar borracho y perseguir chicas? ¿Quién te creés que sos? ¿Un Kennedy? ¡Sos un Bush! Comportate como uno.” Esas palabras le espeta, bastante temprano en W., George padre (James Cromwell) al disoluto George Junior (Josh Brolin), la oveja negra de la familia, el bueno para nada, el vago irrecuperable que no pudo conservar ni uno solo de los trabajos que le consiguieron (en una compañía financiera, en un rancho, en un pozo petrolero) ni supo hacer carrera en la Fuerza Aérea, y que si entró a Yale fue sólo porque papá movió los hilos necesarios. Un apellido forjado a lo largo de más de doscientos años, le dice George padre, y él echándolo a perder. La escena es breve y no particularmente memorable, pero articula un eje central sobre el que corren paralelas las dos partes del retrato que hace W. del 43er presidente de Estados Unidos, George W. Bush. Por un lado, Bush el estadista, el político que —ése es el gran misterio que lo rodea, la gran pregunta que nadie parece poder responder— no se sabe cómo es que llegó tan alto. Por el otro, George Walker Bush, el hombre, un alma menor, siempre a la sombra de su padre.
W. fue concebida, filmada y editada a toda velocidad por Oliver Stone —sobre un guión escrito por Stanley Weiser, veinte años atrás coguionista de Wall Street— con la mira puesta en su estreno norteamericano para las vísperas de las elecciones de noviembre pasado y en convertirse de esa manera en la primera película de ficción sobre un presidente norteamericano aún en ejercicio. Como proyecto, sonaba todo lo arriesgado y ambicioso que la película —que pocos productores y ninguna distribuidora major se atrevió a tomar en sus manos— resultó, lamentablemente, no ser. La exigente crítica de Salon.com Stephanie Zacharek lo definió así: “No hay nada que sea ni abierta ni sutilmente ridículo en W., y eso es exactamente lo que tiene de malo. Esperaba que fuera un ejercicio mucho más catártico”.
La película hace, entonces, dos recorridos simultáneos. Por un lado están las escenas que arrancan en los ‘60 y avanzan a grandes saltos por más de cuatro décadas conformando la biopic del hombre sin educación y sin talentos ni gracia ni carisma a la vista, que se transforma y lo hace todo para demostrar a su padre que puede hacerlo, que puede estar a la altura, y que es una de esas historias algo remanidas de trauma y de superación personal que está bien lejos de engrandecerlo como personaje.
Paralelamente, la película se redirige una y otra vez a los años de su primer mandato en la Casa Blanca, siempre después del 11-S, del 2002 al 2004, y las reuniones en el Salón Oval, y la corte entera: entre otros, Richard Dreyfuss como un siniestro Dick Cheney que parece volar por encima de todos los demás; Toby Jones (el Capote de Infame) como un Karl Rove que prácticamente alfabetiza a W, lo entrena para hablar en público y consigue convertirlo en un civilizado animal político; Thandie Newton afeada para parecerse a Condoleeza Rice y asentir mucho y decir muy poco; Jeffrey Wright (el “colega de la CIA” del nuevo James Bond) como Colin Powell, y Scott Glenn como Donald Rumsfeld. En esas escenas la película hace su jugada más interesante. Aunque es evidente que la puesta en escena de las reuniones de Bush con su gabinete que puntúan la película no pueden ser sino condensaciones de procesos mucho más largos y complejos, pueden llegar a resultar si no del todo convincentes, cuando menos intrigantes. Ahí está Powell, reticente a lanzarse de Afganistán a Irak. Y a continuación Rumsfeld, alegando que el 11-S debe ser tomado como una oportunidad que Estados Unidos no puede dejar pasar: la de “limpiar el pantano”. Y finalmente, el más esclarecido —y temible y contundente— Cheney habla no de limpiar sino directamente de apoderarse del pantano, con el objetivo de asegurarse las reservas energéticas del futuro. Llegar, limpiar, quedarse. Para siempre. “Pero al pueblo no le interesa el petróleo”, dice W. “Hay que hablarle de libertad, de democracia. Del eje del mal”, completa, como si se tratara de un brainstorming entre creativos publicitarios tratando de vender un detergente nuevo. Son escenas que recuerdan un poco al Doctor Insólito de Kubrick, con el ingrediente extraño de estar basadas en un relato verdadero y vigente, y entonces hay algo de casual y a la vez de ominoso en ellas que nos lleva a plantearnos si estas decisiones que afectan las vidas de millones de personas se gestarán realmente en encuentros parecidos a estos.
En la línea W. presidente, Stone pinta a un estadista que siente demasiado a menudo la necesidad de recordarles a sus colaboradores que él es quien toma las decisiones de su gobierno. Se trata de una observación nada menor en la película: W. no es un mero títere. Según Zacharek,”W. va contra la visión común de W. como tan sólo un peón en un juego manejado por otros tipos más inteligentes y manipuladores. Si W. es un peón, entonces no es responsable de sus acciones, y la visión de Stone sugiere que el más joven de los Bush es un individuo astuto, poseedor del tipo de inteligencia solapada que no se adquiere necesariamente leyendo libros”. Weiser y Stone ponen de hecho demasiado énfasis en el “carisma de tipo común y corriente” de W. —y por ahí muchos críticos norteamericanos citaron al personaje de Andy Griffith en Un rostro en la multitud, de Elia Kazan—, pero a pesar de la impecable composición que hace Brolin (el actor del momento, recién salido de Sin lugar para los débiles y American Gangster), con la imitación de modos de hablar y de caminar y de gestos y vulgaridades texanas, ese carisma nunca se ve en la pantalla, y uno se pregunta no sólo cómo llegó hasta donde llegó sino ya qué le habrá visto la joven y bonita y bastante educada y (aparentemente) liberal Laura Bush, según la interpreta la actriz Elizabeth Banks.
También se ha acusado a W. de incurrir en omisiones insoslayables. Que no se hable del fraude electoral al que fue funcional su hermano (el preferido de papi, Jeb, el gobernador de Florida) no llamaría tanto la atención si en su lugar hubiera un atisbo del lobby de la industria armamentista ayudándolo a escalar hacia la presidencia; algún dato sólido, alguna conjetura convincente, lo que sea, que complete esos espacios faltantes: algo más macizo que la fábula un poco ingenua del hombre que superó su alcoholismo, su vida de poker parranda y su destino de nene de fraternidad eterno tuvo una epifanía religiosa y se reencontró con Dios y —todo un “cristiano renacido”— asumió la misión de un mandato mayor, más motivado por el resentimiento hacia su padre que por las fuerzas materiales que gobiernan el mundo. Por esto es que muchos críticos norteamericanos encontraron el retrato de Bush Junior “compasivo”. Si le preguntan a Stone por qué, por qué hizo esta película, por qué ahora, él dirá que “para ofrecer un espejo de cómo es que los norteamericanos llegamos al lugar en que nos encontramos. No se gasta un trillón de dólares anuales en implementos de guerra si no se los va a usar”. (Pero el lobby de la industria armamentista no tiene una presencia sensible en la película.) O dice, además: “Creo que la historia va a ser muy dura con Bush, pero es una gran historia. Una historia casi a la manera de las de Frank Capra: la de un tipo con talentos muy limitados en la vida, excepto por la habilidad de venderse a sí mismo, el hecho de haber tenido que superar la sombra de su padre y el peso del nombre familiar. Hay que admirar su tenacidad. Si Fitzgerald viviera, probablemente estaría escribiendo sobre él: W. es una especie de Gatsby al revés”.
Esos aires de grandeza o de locura tampoco están a la vista —a diferencia de lo que pasaba en la divertida, lisérgica JFK e incluso en la aburrida pero ambiciosa Nixon— y para el crítico de The New Yorker la película es un gran error de timing: llega “demasiado tarde para tener ningún efecto sobre el electorado y demasiado temprano para proveer algo más que una interpretación esquemática acerca de quién es este hombre”. Un tipo que —es una de las grandes escenas de la película— se muestra capaz de comparar la tortura de prisioneros de guerra con aquello que parece ser lo único que conoce bien: los ritos de iniciación de la fraternidad universitaria, mientras confunde Guantánamo con Guantanamera. Y no, no saldremos del cine con una respuesta sobre por qué, sobre cómo fue posible, pero de todas maneras W. es una de esas películas que no puede dejar de verse. Al menos para pensar en sus fragmentos, desechar lo que no funciona (el hombre), pensar en aquello que tiene cierta fuerza y convicción (el político), y rearmarla, pensar en lo que podría haber sido o, como dijo algún crítico, en la gran remake que podría hacer el propio Stone dentro de 15 años, cuando haya mediado el tiempo suficiente como para poder entender un poco mejor esta aberración que fueron los ocho años de Bush presidente del país más poderoso del mundo.
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