Las cientos de fotos que las cámaras digitales permiten sacar en una sola noche, las miles que un click o un CD permiten almacenar, los retratos de novias y bebés en los celulares en vez de billeteras y la velocidad con que se pueden dar a conocer en los monitores de Internet, han sepultado un hábito que parecía inseparable de la fotografía misma: la copia papel. Pero, a pesar de las ventajas de la era digital, lo que estamos perdiendo es mucho más que cajas de zapatos llenas de recuerdos. ¿Pueden los píxeles almacenar sentimientos?
› Por Dushko Petrovich
Cien años atrás, uno de los banqueros más ricos de París, tuvo un sueño quijotesco. De regreso de un viaje por China y Japón, Albert Kahn decidió construir un enorme archivo visual del planeta. Kahn creía que la falta de comprensión era la fuente de los conflictos mundiales; entonces, en 1909, comenzó a financiar a miles de fotógrafos para que salieran a recorrer los cinco continentes. Veintidós años después, cuando la Gran Depresión finalmente lo quebró, Kahn había logrado documentar unos 50 países y sus emisarios habían regresado a Francia con 120 horas de película y 4000 fotografías blanco y negro. Esto sólo hubiera sido un legado impresionante, pero las verdaderas joyas de la colección estaban impresas sobre vidrio, en un espectro completo que el mundo nunca antes había visto. La técnica recientemente inventada del autocromo –que hizo posible y transportable la fotografía color– significó que los enviados de Kahn también pudieran juntar unas 72.000 placas color.
Hoy, el proyecto de Kahn –aún guardado en los suburbios al oeste de París– es un monumento conmovedor y subvalorado: el primer gran trabajo de la fotografía color. La Universidad de Princeton está conmemorando su centenario con un libro impresionante. The Dawn of the Color Photograph es un documento lleno de ricas y memorables fotos. La mayoría de nosotros imaginamos el año 1909 en blanco y negro, por lo que es una revelación espiar unos cien años atrás y ver aquellas alucinantes gamas de colores brillantes. Los soldados franceses, vestidos en rojo, blanco y azul, cavan trincheras a través de las verdes praderas, miembros de la aristocracia india se agrupan para un retrato envueltos en su regalía de lavandas, dorados, marrones y naranjas. En aquellos tiempos, el Moulin Rouge aparece realmente en rojo. Los autocromos –los realmente fantasmales e hipnóticos– son aquellos donde la riqueza de los colores captura a personas cuyos modos de vida están al borde de la extinción. Granjeros, pastores, tejedores que se quedan quietos mientras sus herramientas y vestidos pasan a otra vida a través de un medio nuevo y revolucionario.
En los años transcurridos desde que Kahn envió a su equipo por el mundo con miles de placas de cristal, la impresión color se ha desarrollado y ha pasado a ser de una novedad costosa a un objeto accesible, casi omnipresente. Lo que solía llevar a especialistas muchas horas engorrosas ahora se puede hacer con una máquina en cuestión de segundos: 30 centavos hoy pueden comprar una fotografía precisa y brillante, mejor que la que cualquiera del equipo de Kahn hubiera soñado. Como objeto, la impresión color ha sido finalmente perfeccionada. Y aún así, el centenario del proyecto de Kahn no festeja tanto un momento triunfal como una elegía. Como los pastores, la impresión color ha casi desaparecido. Hoy hay quienes reciben para las Fiestas algunas radiantes fotografías familiares, algunas suertudas llegan a ser enmarcadas, pero la mayoría de las fotografías color que se sacan hoy en día –y las hay por millones– pasan por delante nuestras narices, sólo momentáneamente, en una pantalla.
Nuestros rituales ya han cambiado. Ya no nos pasamos pacientemente de mano en mano el álbum de fotos en medio de las reuniones. Y aún si buscamos un álbum notaremos que nuestra colección empieza a menguar alrededor de 2006. Las fotos familiares migraron de nuestra mesa de trabajo a nuestro desktop. Mostrar una foto familiar en la billetera es raro sino inusual. En vez, abrimos en un instante nuestros teléfonos celulares donde la foto en baja resolución de nuestros queridos compite con la fecha y la hora.
Imprimir sigue siendo igual de fácil y de barato pero, dada la opción, ahora preferimos “guardar” o uploadear. Eso nos dice algo sobre nuestro apetito por la conveniencia, pero más aún sobre qué queremos de la fotografía en primer lugar. El objeto en sí, no importa cuán permanente, cuán misterioso, termina importando menos que la habilidad por capturar la imagen, por guardarla y compartirla. Sin la impresión, la magia de la fotografía –congelar un momento en el tiempo– es aún nuestra. De hecho, aunque preferimos pensar en la fotografía como un objeto físico, descubrimos que cumple mejor con nuestras necesidades sin necesidad de imprimirla.
Pero, como con todos nuestros avances, algo se pierde en el camino. Es fácil pensar en la imagen impresa y la digital como la misma cosa, pero son muy distintas.
Aun cuando las cámaras siguen sumando megapíxeles, casi todo lo que vemos está proyectado a 72 puntos por pulgada, la resolución estándar de un monitor. La imagen obtenida está iluminada por detrás, es vívida y atractiva, y es difícil darse cuenta de lo inquietante que resulta mirarla. Nuestros ojos se mueven de un lado a otro, obtienen la información necesaria, pero si uno se queda un minuto, un minuto en serio, notará que la pantalla no acepta bien la mirada. Una imagen impresa, sin embargo, aun cuando pequeña o fuera de foco, siempre tiene una forma de dejarnos entrar. La superficie del papel es menos agresiva que el cristal líquido, entonces los ojos pueden vagar tranquilos por la imagen. El brillo de los píxeles tiene un precio. El espacio ilusorio de la fotografía es sutilmente reducido, junto a su invitación a recorrer la imagen, o simplemente descansar en ella.
Por supuesto, el espacio real que las fotografías ocupaban también ha sido reducido. Como mucha de la tecnología, la fotografías impresas parecían muy delgadas... hasta que comenzaban a apilarse. Una laptop puede, sin esfuerzo, guardar miles de fotos, muchas más que cualquier caja de zapatos. Ahora mandamos 50 imágenes con un solo click. Aun así, la tercera dimensión es un aspecto importante que completa las supuestas dos dimensiones de una foto. El contacto físico establece una intimidad. ¿Quién no ha tomado entre sus manos una fotografía y lagrimeado? ¿Quién no ha sentido la nostalgia anidar por un instante en la delgada superficie de una foto papel? Tomar una fotografía es tomar a una persona, o un lugar, entre las manos. Una ilusión momentánea que no tiene paralelo en el monitor.
Las gemas digitales pueden ser millones, o hasta miles de millones. Por supuesto, la idea es que cualquiera, o todas ellas, pueden ser impresas, si la ocasión lo requiere. ¿Pero cuál sería esa ocasión? Años pasan y nunca llega. La idea de imprimir todas se vuelve impensable. La razón por la que nunca se transforman en objetos es que ya han servido su propósito. Durante la fiesta, que quisimos que no terminara, posamos e hicimos click. Después nos mostramos unos a otros las pequeñas pantallas LCD y nos quedamos satisfechos: el momento duraría. (Un rato después, repetimos el ritual.)
Pero así como el formato digital borra un tipo de cercanía, puede abrir nuevos reinos de intimidad el minuto que presionamos upload. Mientras nuestras fotos guardadas en cajas son tímidas y lleva tiempo buscarlas, las que subimos a la web son gregarias e inmortales. Nunca antes la foto ha sido tan enfáticamente pública, anunciando sus logros y sus placeres con una rapidez que no hubiéramos soñado. Entonces aun cuando estas imágenes vienen a perseguirnos, no es a la manera de una foto papel –que puede conjurar sentimientos privados como deseo o pena–, pero con sentimientos cívicos como vergüenza y bochorno. Usualmente estas fotos son las que las personas postean, pero lo que resulta insoportable es que otras personas las pueden ver y copiar y distribuir. La vieja idea de “destruir el negativo” suena modosa en un mundo de eternamente reproducibles jpgs. Somos todos celebridades ahora. Pero es la fotografía, no el sujeto, la que es dios en sus movimientos.
La foto papel sólo puede existir en un lugar a la vez. Se puede dañar fácilmente, o perder. Pero es en estas debilidades donde yace parte de su encanto. Sólo unos años han pasado y ya estamos nostálgicos por los viejos procesos. ¿Recuerdas cuando había que esperar? La premeditación ha desaparecido. Así como la anticipación, la inversión y la sorpresa. La fotografía es menos una ocasión. ¡No se preocupen! ¡Podemos sacar otra! En la era de las impresiones, la imagen era parte de la foto. Las huellas digitales que no debían tocar la imagen, las arrugas accidentales, las horribles fechas estampadas en rojo... llegará el día en que extrañemos estas marcas. ¡Tómala por los costados! Pero las nuevas imágenes no tienen costados, son todo frente. Se ha vuelto común para los críticos y artistas llorar el paso de un formato –la Polaroid, la lomo, la kodachrome–, pero estos lamentos sólo rozan la superficie. Lo que realmente extrañaremos es la impresión misma.
Resulta raro que este tan aguardado milagro –este icono de la vida moderna– tuviera una vida útil. Pero después de un siglo de imprimir a todo color imágenes de nuestra vida, el hábito está agonizando. Por supuesto, las escuelas de arte y los aficionados mantendrán la técnica con vida. Y la viejas fotografías probablemente se usen como los sobres lacrados, para conmemorar alguna ocasión especial.
Pero los conmovedores autocromos de Kahn, que están rotos, ajados, imperfectos, frágiles, deberían recordarnos que hay magia cuando el objeto en sí, no sólo la ocasión, es especial. Si han cruzado continentes, o simplemente viajado en el bolsillo de alguien, hasta la foto más mediocre adquiere un espesor. Y mientras desaparecen, podemos empezar a darnos una idea de lo que realmente hacían estos objetos: transportaban sentimientos que las imágenes no pretendían, sentimientos que importaban más de lo que sabíamos en ese momento.
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