RECLAMOS > QUE VUELVA LA JENNIFER CONNELLY QUE CONOCIMOS
› Por Mariano Kairuz
Fuimos muchos —para comprobarlo sólo hay que preguntar por ahí, a los que andan por los 30 y pico— los que tuvimos nuestro primer amor de cine —un amor adolescente, casi infantil— viendo Laberinto, y que desde aquel encuentro inicial sentimos que crecimos con ella. La película era una fábula deslumbrante para un espectador de unos 12 años —un oscuro cuento de hadas ideado por el “muppetero” Jim Henson, con duque mágico, misterioso y maligno interpretado por David Bowie y la lógica espacio temporal de un dibujo de M.C. Escher— y ella era como una visión, un espejismo en el espejo saturado de muñecos peludos del creador de la rana René. ¿De dónde había salido Jennifer Conelly? Tenía 16 en este mundo y seis trabajando como modelo. Llevada por sus padres, había debutado en el cine con un papel pequeño en una película enorme, Erase una vez en América, de Sergio Leone, a los 11. Una princesita brillando en la mugre, por la misma época de Laberinto protagonizó también Creepers, en la que el maestro del giallo Dario Argento la hizo flotar en una pileta repleta de alguna sustancia en descomposición que no importa tanto lo que era como que parecía vómito de milanesa. Un asco, pero con onda. Durante los siguientes años seguiría escondida —salvo para sus fanáticos— en grandes películas olvidadas, y fue femme fatale modelo años ‘40 y contra los nazis en la absurda y divertida The Rocketeer e hizo su primer, contundente, redondísimo desnudo en un muy bueno y muy menospreciado neo-noir dirigido por Dennis Hopper y protagonizado por Don Johnson: Zona caliente. Su robusta figura hecha de retazos de materiales importados —de Noruega y de Irlanda, de Rusia y de Polonia— alcanzaba todo su esplendor. Tenía 20 años.
Y después creció. Y empezaron las películas (más o menos) serias. Y ya no volvió a ser la que había sido.
Los ‘90 no fueron generosos y la única razón para ver las películas de Jennifer Connelly era que Jennifer Connelly estaba en ellas. Demasiado linda, siempre, aún en artefactos vergonzantes como De amor y de sombras (uno de esos intentos hollywoodenses de hacer “cosa prestigiosa” hablando de la Latinoamérica de las dictaduras, sobre libro de Isabel Allende, y con Antonio Banderas), que la trajo por un tiempo a la Argentina. Por esos años se alejó un poco del cine algo insatisfecha con lo que le estaba tocando en suerte, y cuando volvió se perdió por el camino del cine “verdadero”: la secuencia de títulos que la involucraron a partir del 2000 fue más que elocuente: Réquiem para un sueño, con toda su pasmosa gravedad y ese tufillo moralista; Una mente brillante (una gran historia desperdiciada que le valió su Oscar y un reconocimiento masivo); Diamantes de sangre, y los dramones trágicos-morales Casa de arena y niebla; Secretos íntimos y Camino a la redención. Demasiados papeles demasiado adultos, de madres y/o esposas sufrientes. Incluso en sus pocas nuevas incursiones “de género” (Hulk, Dark Water, la flamante El día que la Tierra se detuvo) sólo sirvieron para que uno, que creció junto a ella, no pudiera menos que extrañar aquellas películas más berretas, tanto menos importantes y menos masivas, grotescas, baratas. Jamás dejó de ser hermosa, pero ahora que acaba de cumplir 38 se la ve más estilizada y más flaca —y lánguida— que nunca y ahí parece radicar una clave de lo que perdimos por el camino. Así como hay actores que lo que ganan en densidad carnal (Alec Baldwin, Russell Crowe) lo suman en gracia, carisma y potencia proyectándolo a sus personajes e irradiando sus películas, el camino inverso suele ser fatal. En Una mente brillante, en esa chica de ojos luminosos a punto de convertirse en una estrella clase A ya había algo de la anemia de esas mujeres adultas quizá excesivamente preocupadas y delicadas que le esperaban. Resulta muy sugestiva y poco sugerente esa nueva campaña de la casa española Balenciaga (fácil de googlear) para la que se dejó transformar en un maniquí extrafino, bellísimo, pero frío y raquítico.
Y sin embargo, basta verla en las entrevistas que a lo largo de los últimos años ha dado en el programa de Conan O’Brien para encontrarla desplegando una espontaneidad, un sentido del humor, una gracia natural, que no se sabe por qué faltan en los personajes y en las películas que fue allí a promocionar, pero que dejan abierta una esperanza. En las entrevistas suele pedir a gritos que le den una comedia, que ya basta de sufrir. Y de pronto su delgadez le sienta bien y no deja de mostrarse correcta pero sí se la ve liberada de los modales de princesita que vienen adosados a sus personajes y ya no parece tan necesario que desnude una redondez como la de aquellos años en que era más objeto de culto para nerds —una potencial Bettie Page— que superestrella.
En esos momentos —un bloque apenas en un programa de medianoche, una vez al año— queda claro que la Jennifer Connelly que fue aún late en la Jennifer Connelly que es. Que ahí está, que puede volver.
Que le hagan devolver el Oscar si quieren, que la rodeen de Muppets —que al final resultaron tanto más verdaderos que sus dramas de la vida real— y si quieren que la hagan flotar en vómito, pero que nos la devuelvan.
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