› Por Simon Reynolds
Fun House es, sin competidores, el álbum de rock’n’roll más grande de todos los tiempos. Y su precuela, The Stooges, es el temblor antes del terremoto total. Desde el debut de 1969, “I Wanna Be Your Dog” y “No Fun” son los justos himnos, pero “Real Cool Time” y “Not Right” son, si cabe, todavía más incendiarios. Las lenguas de fuego wah-wah de Ron Asheton, el bajo furtivo y de costado de Dave Alexander, la batería constante de Scott Asheton, todo se conjura formando una presencia orgánica, monstruosa. Los Stooges nunca se sueltan, destrozan o flagelan –lo que muchos idiotas de hoy confunden con la intensidad– sino que conservan toda su energía fatal en reserva, depresiva y recalentada.
The Stooges es un disco fantástico, pero incluso sus mejores canciones parecen borradores de Fun House (1970), cuando la banda se desprende de la producción un poco disecada de John Cale y se ponen a rockear. Desde el comienzo, con “Down On The Street” también está claro que la banda ha aprendido a tocar y que han dado el salto del ritmo demasiado duro a la Troggs hacia un punk-funk juve & roll tan flexible, tan serpenteante y con swing que uno tiene que bailar. Fun House es proto punk y proto metal, pero también, de una manera extraña e imposible de analizar, es jazz, incluso cuando Steve McKay no está soplando libremente su saxo.
“Loose” eleva la penetración a una especie de principio existencial. Iggy se vanagloria: “La encajo bien adentro/ porque estoy suelto”; está desatado, una bomba inteligente que se hizo la rata. “TV Eye” arranca con posiblemente el riff más apocalíptico jamás grabado, después desciende a otro plano de maldad primal, la canción reculando como una cobra mientras Iggy arranca un enredo chupaciclones y respiros guturales y ventosos. “Side One” refleja la dinámica sexual del varón (excitación, penetración, climax), con “Dirt” como una consecuencia poscoito: un ritmo escalofriante hasta la médula sobre el que Asheton derrama acordes plateados, tan tormentosos que dejan todo limpio, como “Gimme Shelter”. Iggy es una brillante brasa de su ex infierno, como un Sinatra que eructa su filosofía de educación a través de la abyección: “Estuve sucio pero no me importa porque estoy aprendiendo”. Las canciones de Fun House no son rápidas, pero suenan a tope, todo afuera, como un cuerpo tratando de atravesar una membrana viscosa y resistente. Que es exactamente lo que Iggy es: cada chico tratando de desprenderse de su ambiente sofocante, y que quiere, como el Motociclista de Brando en El salvaje, “solamente irse”. No importa adónde. En The Stooges cierto tipo de energía masculina encuentra su forma de expresión última. Mucho antes de que empezara a usar un imaginario militar en Raw Power, Iggy Pop se trataba de la balística –se trataba de la ignición, del disparo y el impacto explosivo. Iggy estaba en el viaje del varón guerrero, con todos sus peligros de pasarse del romanticismo al fascismo. La postura está a mitad de camino entre Nietzsche y Beavis & Butthead: “Estoy aburrido/ Vamos a arder”, la delincuencia juvenil convirtiéndose en una guerra contra el mundo, rock de combate sin enemigos u objetivos. Iggy quería convertirse en pura velocidad intransitiva, irse en una llamarada de gloria abstracta, quemarse vivo. Y a veces sólo desvanecerse, como en la entropía de “We Will Fall” (con sus cantos-mantra y sus raga drones, como diez segundos de “The End” de The Doors loopeados para la eternidad), o en la laguna de laxitud que es “Ann” (donde Iggy se ahoga en los ojos de su amante).
Podría desenrollar el papiro de los ilustres que están en deuda –los Pistols, Birthday Party, Radio Birdman, Black Flag, Young Gods, Loop/Spacemen 3, incluso Nirvana–, pero los Stooges no merecen nuestro respeto como monumento de nuestra herencia colectiva, requieren inmersión total. Esto es una cosa de ahora –es 1969/1970– y ahora Iggy & compañía están más vivos de lo que yo y ustedes vamos a estarlo nunca.
Simon Reynolds es uno de los críticos de rock y música electrónica más importantes del mundo. Y éste es el texto que escribió sobre Fun House, el gran disco de los Stooges; y sirve como homenaje a Ron Asheton, su guitarrista, que murió la semana pasada a los 60 años en su casa de Ann Arbour, Michigan, la misma en la que vivía cuando se grabó este extraordinario disco.
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