FAN > UN ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA
› Por Leonel Pinola
Hubo un miércoles del invierno del año pasado en que llegué más temprano de lo habitual. Diana estaba trasladando de un cuarto a otro una de las obras en la que estaba trabajando. Uno de los primeros pizarrones de la serie se encontraba aún en la sala más amplia. Recuerdo que me quedé varios minutos con la mochila y el abrigo puestos mirándolo.
En el bastidor, pintado con pintura para pizarrones verde, estaba escrito con tiza gran parte de la lista de colores con la que trabajábamos en el taller: celeste cielo, habano, lacre, maíz, café, rosa viejo, verde musgo, chocolate, ciruela, durazno, verde loro, negro ratón, natural, cremita, amarillo limón, verde botella, azul petróleo, gris perla, piel, amarillo huevo, salmón, rosa chicle, camel, mostaza, ladrillo, gris topo, verde manzana y coral. No sé cuánto tiempo pasó hasta que Diana vino a buscar ese pizarrón, creo que le pregunté si había otros, hablamos un poco y me contó sobre la dificultad de fijar la tiza y sobre las varias recetas que le había sugerido Elsita para solucionar este inconveniente.
Meses después, volví a ver la serie en la muestra Escuela en el Centro Cultural Recoleta. Y esta vez, frente a los pizarrones, me pregunté: ¿Existe verdaderamente una escuela argentina? De ser así, creo que la constelación que la constituye está originada por una red de vínculos privados y afectivos. Y los pizarrones vendrían a ser el tratado de ese pacto secreto de amor que constituimos con nuestras maestras y maestros. Parado ahí, frente a los pizarrones, recordé mí primer día de clase en lo de Diana. Ese día me dio el primero de los ejercicios que realicé: escribir mi nombre completo de arriba hacia abajo, en diagonal, en espiral, con la mano izquierda, con la derecha, en espejo, de abajo hacia arriba, gigante, diminuto, con todos los pinceles que tenía y con todos los colores que encontrara posibles. Pensé también en los que siguieron: copiar la imagen desde su ausencia, copiar el aire y no el objeto... Más tarde vino el ejercicio de hilar distintas situaciones con una línea continua como si el ojo zurciera cada objeto y cada persona que recorre. Hubo un día en que pinté el agua, el fuego, el aire y la tierra asignando una mancha para cada elemento, otro en que intenté reproducir sólo los bordes de una obra de Henri Matisse, aprendí a ver las manchas que conforman cada objeto desde dentro hacia fuera y perseguí la línea infinita hasta la fascinación.
De alguna manera los pizarrones de Diana dan cuenta de una genealogía, de una historia del arte argentino que nos incluye y nos excede. Los pizarrones son el origen de una escuela, la piedra basal, el centro magnético hacia donde dirigimos nuestras primeras miradas para entender el mundo. Creo que en esos pizarrones permanece algo del asombro de los alumnos de Spilimbergo y de los de Pettoruti, que en algunos de los restos de tiza de color está la voz de Pablo Suárez en los talleres de Barracas, la de Lucio Fontana en el taller Altamira, la de Tulio de Sagastizábal y la de Guillermo Kuitca.
Un tiempo después los pizarrones volvieron al taller. Era miércoles a la tarde y todavía había una luz de verano. Yo estaba pintando sobre una carpeta escolar y Diana le pasaba la “lista de colores” a una nueva alumna. Los pizarrones estaban cerca y con ellos me reconocí en casa.
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