Dom 25.01.2009
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ARTE > LAS PINTURAS DE LUZ DE KARINA PEISAJOVICH

Los rayos misteriosos

Sutiles y poderosas, concretas e inasibles, las proyecciones en movimiento de La Máquina de hacer color de Karina Peisajovich aluden a una exploración del color que se remonta a Newton y Goethe para saldar cuentas con la vanguardia aristocratizante del siglo XX. El resultado: la capacidad de pintar con luz para placer del ojo.

› Por Pola Oloixarac

Pintar como se administra la aparición de fantasmas. La Máquina de hacer color de Karina Peisajovich, y su instalación de tres esculturas de luz que en estos días habita la sala pequeña de la galería Braga Menéndez, plantea una forma de pintar, de pensar lo visible, como un deslumbrante laboratorio de hipnosis.

La aventura comienza cuando abandonamos la escalera, y La Máquina atrapa al ojo. Hechicera fantástica, La Máquina consiste en un sistema de tres soles irregulares, que giran y se intersectan en miríadas de colores mutantes, y dependen de un pequeño dispositivo en el suelo, que funciona como un cinematógrafo esencial en perpetuo movimiento. Los colores se despliegan en su pureza y en su mutua contaminación, pero están sueltos, desinhibidos de su función de pátina de las cosas. El alma mecánica de La Máquina es un sistema de tres motores, que propulsa tres discos de círculos cromáticos; este movimiento es atravesado por haces de luz halógena, que impulsan la luz a romperse contra la neutralidad del fondo. En el otro extremo de la sala, dos relieves, esculturas de luz atrapada en rombos, trepan, muy quietos, por las paredes: compañeros silentes de la fabulosa y, a veces, melancólica (como podría serlo una puesta de sol) explosión de color de La Máquina.

El mecanismo que anima la muestra es tan sencillo como sofisticado: por una parte, es testigo cúlmine de las investigaciones previas de la artista; por otra, es una síntesis sublime de los experimentos con la teoría del color que preceden, en un arco de cuatro siglos, a Peisajovich. La teoría del color siempre se manifestó en círculos, en ruedas de color. Newton midió los “pesos” del color creando un círculo precario; Goethe le discutió, oponiéndole un ojo romántico que sostiene que el color es un evento del yo que mira, y perfeccionó la esfera (a la que luego seguiría la de Hering, entre otros sabios del admirable colegio de las gamas y los tonos). Pero es en los giros de la máquina de Peisajovich, en esas crecidas de colores que parecen adentrarse unos dentro de otros, en caudales poseyéndose y desapareciendo, donde el espectro de lo visible se nos presenta en su cualidad inexplicable de fantasma.

La vanguardia clásica (Duchamp y sus secuaces) habían atacado el placer del ojo; los que vinieron luego, leyeron que el confort del ojo era otra forma del placer del consumo. En los aristocráticos comienzos del arte conceptual, el desplazamiento del objeto hacia el contexto enseñó que sin vueltas de tuerca, sin molestia, sin puesta crítica, el arte se disuelve o se vuelve “retinal” (adjetivo duchampiano para desdeñar cierto acceso sensible al arte, no mediado por ideas). Y si la búsqueda de inmaterialidad marcó buena parte de los experimentos artísticos del siglo, aquí la obra de Peisajovich parece insertarse con un pie adentro, y otro en contra de la tradición vanguardista clásica. Peisajovich viene desarrollando un proyecto tan sutil como complejo: pintar con la luz como sustancia fundante, de modo que el color incida sobre el espacio con su propia pulsión volumétrica. Como la naturaleza dual de la luz, que es a la vez una partícula material y una onda inmaterial, el trabajo de Peisajovich parece reconciliar ese entregarse al goce del ojo de lo retinal (“el color es lo que se debe al ojo”, define la artista), como podría hacerlo una disciplina de la física poética. Sin sustrato, liberados a su propio tiempo, los colores nos esperan y giran infinitos, más allá de las cosas y la oscuridad.

Karina Peisajovich
Influyentes e influidos
Braga Menéndez Arte Contemporáneo.
Humboldt 1574
Hasta el 6 de marzo.

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