Dom 13.01.2002
radar

EN BANDA

En medio de la profunda crisis que atraviesa el país, la musical es una más de las industrias paralizadas. Atrás quedaron los sueños de facturar millones, viajar en limusina y llegar a las tapas de las revistas. Pero a pesar de todo, las bandas siguen tocando. Por eso, Radar ofrece una selección de las mejores bandas independientes que se las arreglan por afuera de los grandes sellos y que en un mundo mejor merecerían ser conocidas por las masas.

Por PABLO PLOTKIN
¿A quién se le ocurre? ¿Un grupo de rock en este momento, en este país? Los ejecutivos discográficos ya tramitaron la ciudadanía italiana, las salas de ensayo no terminan de amoldarse al sistema de débito, las revistas especializadas se hunden y el camarín de Cemento, el primer gran peldaño en el camino a las estrellas, sigue oliendo a meo de comadreja, en el mejor de los casos. Definitivamente, el sueño terminó. Si el rock siempre funcionó como la ilusoria autopista de salida de la miseria suburbana, hoy sólo puede ofrecer un poco más de desequilibrio a la –ya de por sí– fascinante aventura de supervivencia diaria. Pensándolo bien, entonces, ese conjunto de factores tendientes al fracaso tal vez indique que sea el momento oportuno para formar una banda. Pasado el shock, vivimos en un país en estado de rock: crisis económica, convulsión social, vacío de poder, rebeliones, represión policial, búsqueda desesperada de fármacos, fragor mediático, ruido, fuego, distorsión, una democracia que todavía huele a espíritu adolescente... ¿Qué clase de certificado de prosperidad ofrece un diploma universitario? El razonamiento sería el siguiente: si siendo un profesional parezco un rockero de las alcantarillas –errático, pobre y vapuleado–, ¿por qué no intentar convertirme en el próximo Keith Richards? Tal vez lo consiga, quién sabe.
Por supuesto, ya casi nadie sueña con limusinas y champagne, y habría que tirarle un baldazo de agua fría a todo aquel que crea posible, aquí y ahora, ser una especie de Rolling Stone. Hoy más que nunca, el arte, el aburrimiento y la oposición son las razones primordiales por las que un pibe argentino empieza a tocar una guitarra eléctrica o un sampler. No es momento de quedarse quieto, observando el derrumbe, y el rock (esto es, la cultura rock: el puñado de códigos estéticos y de conducta comprendido dentro de ese microcosmos) siempre fue una buena manera de hacerse oír, romper el anonimato, sentirse parte de una generación renovadora y conocer a personas interesantes (o al menos intentarlo). Los grupos que tienen algo más que fervor adolescente son los que trascienden, envejecen en público o se desarman y dejan un legado musical para la posteridad. Algunos mutan a través del tiempo; otros conservan, impasibles, los modos juveniles contraídos lustros atrás. Los grupos empeoran, mejoran, experimentan, se separan en el momento justo, se reúnen en la decadencia. Los líderes talentosos triunfan como solistas, mueren, se drogan mucho, se rehabilitan, se retiran a la montaña. Los caminos son inescrutables.
Nunca existieron demasiadas certezas para una banda de rock en la Argentina. A mediados de los 60 y en los 70, suponía estar decididamente condenado a las márgenes. En los 80, con una industria medianamente establecida, las aguas se dividieron entre los que pertenecían a ese no del todo rutilante mundo del espectáculo y los que seguían haciendo ruido desde las catacumbas. Los 90 heredaron esa dicotomía mainstreamunderground, pero todo se volvió mucho más confuso. De pronto las bandas que esgrimían discurso y estética “proletarista” (léase rock chabón) acapararon la convocatoria masiva. Disuelto Soda Stereo, el pop quedó reducido al under, tremendo contrasentido (recuérdese: pop = popular). Con los roles invertidos y el rock barrial ceñido a su exitoso y estrecho código de lealtades, la música para las minorías se atomizó, las pequeñas escenas generaron sub-escenas y de a poco todo fue trocando en una desintegración definitiva de los géneros puros. Acaso ese libertinaje artístico sea lo más fascinante del rock del siglo XXI. Ya casi nada resulta previsible. Siguen en pie las escenas puristas, enciclopédicas -reggae, punk, rock stone, heavy metal, house, ska–, pero no es el caso de los cinco artistas elegidos para esta producción, artífices de distorsiones y jugueteos de los que suelen surgir un sonido propio, una estética personal. Parece ser la única manera de mantener vivo el espíritude una cultura cuyos mejores capítulos siempre fueron escritos con algo de subversión creativa.
Así que mientras se pulveriza la fantasía Fama-Dinero-Mujeres, es el momento de concentrarse en las canciones y olvidar las leyendas caducas del viejo y querido rock and roll anglo. La figura de la estrella todopoderosa ya no tiene ningún sentido. Estamos en Sudamérica, la aventura está cada vez más lejos de los reflectores del mundo del espectáculo.
Lo dicho: terminó un sueño. Empiezan otros.

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