Domingo, 15 de febrero de 2009 | Hoy
CINE >FROST/NIXON, LA NUEVA PELíCULA DE RON HOWARD
El ex presidente Richard Nixon representa para Estados Unidos una bisagra histórica, una pérdida de la inocencia, una culpa a ser expiada. Su figura también es una auténtica obsesión para Hollywood, que le ha dedicado varias películas, desde biografías hasta reconstrucciones del escándalo de Watergate que precedió a su caída. Ahora llega Frost/Nixon de Ron Howard, una película que recrea las entrevistas que el ex primer mandatario realizó en 1977, después de su renuncia: cuatro programas de una hora y media, vistos por 45 millones de espectadores. Y además de ofrecer una enorme actuación de Frank Langella, la película recorta una mirada apasionante sobre el papel que la prensa empezó a jugar en la política.
Por Mariano Kairuz
Este programa debería convertirse en el juicio público a Nixon al que la Justicia no lo sometió.” Cada uno de los participantes de la serie de entrevistas entre el periodista David Frost y el ex presidente Richard Nixon que fueron grabadas y televisadas en 1977 –tres años después de la renuncia del 37 primer mandatario norteamericano– parece tener sus razones para estar ahí. Pero nadie expresa las suyas con tanta vehemencia como lo hace el periodista y rabioso militante político James Reston Jr., autor de La condena de Richard Nixon: la historia no contada de las entrevistas Frost/Nixon. Para el presentador televisivo Frost tal vez no fue más que una iniciativa destinada a recuperar su popularidad mediática y revitalizar una carrera que venía en picada: Frost recordaba que la televisación de la renuncia en la que desembocó el escándalo Watergate había sido un éxito de audiencia, con millones de espectadores. Pero Reston Jr., quiso darle un aliento más épico: la televisión debía ocupar el lugar de la Justicia, ahora que Nixon había quedado exonerado para siempre por su sucesor, Gerald Ford. Nixon, entonces, como una llaga abierta en la conciencia democrática norteamericana del siglo XX, que debía empezar a cerrarse de alguna manera.
Esta es la historia de las entrevistas, al menos, según se la narra en Frost/Nixon, la película de Ron Howard basada en la obra teatral de Peter Morgan (y adaptada por él mismo, el guionista de La reina y El último rey de Escocia) y que está nominada al Oscar en cinco categorías, incluyendo película, director, montaje, guión y, por supuesto y merecidamente, actuación protagónica, por la enorme composición que hace Frank Langella del ex presidente. Y puede que las cosas no hayan sido del todo como se muestran en la película: por ahí pueden leerse, entre una aceptación en general positiva de la crítica norteamericana, a algunos opositores exaltados que cargan contra las licencias dramáticas que se ha tomado el guionista (ver por ejemplo el artículo “Una deshonrosa distorsión de la historia”, en el Huffington Post online). Entre ellas, la alteración lisa y llana de uno de los diálogos finales de las entrevistas, para que Nixon parezca haber reconocido su culpabilidad en el caso Watergate de una manera mucho más contundente de la que en realidad lo hizo. Todo sea por una escena potente que le dé un cierre a la historia a la altura de los eventos reales a los que hace referencia. Pero lo cierto es que el asunto central de Frost/Nixon no parece ser tanto ese evento central en la historia norteamericana, ese capítulo de vergüenza nacional, como el papel que la prensa empezaba a jugar irreversiblemente en la vida política. En otras palabras, que Frost/Nixon es más una historia sobre la televisión que sobre Nixon y el Watergate, y el guión de Peter Morgan es muy explícito al respecto.
David Paradine Frost tenía 38 años y una larga trayectoria en la televisión y, aunque para cuando se le ocurrió la idea de convocar a Nixon todavía mantenía su programa Frost Over Australia, sentía que si no recuperaba la pantalla que había tenido en Estados Unidos hasta unos años antes, iba a quedarse afuera del juego donde realmente importaba. Así que para financiar la producción de las entrevistas primero acudió a las principales cadenas televisivas norteamericanas, que lo rechazaron una por una. E incluso cuando logró reunir el dinero (que no era poco: algo así como dos millones de dólares) por su cuenta, entre amigos adinerados y sponsors, fue criticado por parte de la comunidad periodística, que lo acusaba de hacer paycheck journalism: pagar para conseguir notas. Porque efectivamente, así fue: Nixon se encontraba retirado en una gran casa en la costa este, recuperando su quebrantada salud, escribiendo sus memorias y negándose sistemáticamente a dar entrevistas cuando Frost lo llamó, con la única oferta que consiguió sacarlo de su relativa reclusión: un contrato por 600 mil dólares, los primeros 200 mil a pagar no bien firmaran, independientemente de si el programa llegaba o no a buen puerto. Además –un dato omitido en la película– un 20 por ciento de las ganancias. Todo esto, que puede parecer apenas anecdótico alrededor de lo que sería luego considerado un programa histórico, es una de las preocupaciones centrales de la película: el relato de los obstáculos encontrados por el camino y la preparación para el match que muchos creían jamás se concretaría, entre ellos el agente literario de Nixon, Swifty Lazar (interpretado por Toby “Capote” Jones) y su asistente de confianza Jack Brennan (Kevin Bacon), el hombre que tal vez más haya velado por su bienestar. Frost (que está interpretado por Michael Sheen, el actor que hizo de Tony Blair en La reina) era popular como presentador, pero no tenía ningún prestigio como periodista y se lo consideraba un entrevistador débil y complaciente, por lo que tampoco nadie daba dos pesos por los resultados del programa. Ahí es donde entra su equipo de producción, integrado por los investigadores Bob Zelnick (Oliver Platt) y Reston Jr. (Sam Rockwell), que lo ayudarían a preparar las preguntas y anticipar las respuestas de un hombre que llevaba demasiado tiempo defendiéndose de la deshonra pública.
El propio Nixon aparece demasiado alerta ante el nuevo mundo político que abría la televisión. El hombre se había convencido de que los primeros planos electrónicos estaban creando un lenguaje diferente y que, frente a un adversario con aspecto de estrella de cine como Kennedy, la imagen del sudor brillando sobre su labio superior le había costado las elecciones. “La gente que escuchó el debate por la radio me dio por vencedor”, dice con amarga convicción este personaje que había hecho su camino desde la pesada conciencia de su inferioridad de clase. Un complejo que en la película Nixon descarga en un monólogo etílico inventado por el guión de Morgan; una escena que por sí sola justifica la nominación de Langella, en la que el actor de 70 años, el hombre que fue Drácula, eludiendo la imitación, se sumerge sin disculpas, ni simpatía ni condescendencia, en la insondable amargura que el hombre arrastró hasta el fin de sus días. Langella es la gran fuerza dramática de la película; él es quien nos convence que aquel que por un momento vio en el desafío de Frost una oportunidad para dar su versión de la historia, hablar de sus menospreciados logros y revitalizar su carrera “volviendo a la costa oeste, donde está la acción”, va aceptando, conforme avanzan las grabaciones del programa, que su vida política está acabada. Langella lo interpreta sin negarle dignidad, como un gigante que se defiende con sus últimas fuerzas, y nos hace sentir que asistimos al momento mismo en que termina de desplomarse.
Las entrevistas Frost-Nixon –cuatro programas de una hora y media, resultado de la edición de casi treinta horas de grabaciones– fueron todo un éxito: sus 45 millones de espectadores la convirtieron en la emisión más vista del año y un record histórico en su género. Frost insufló nueva vida a su carrera y se volvió millonario. La revista Time le dedicó su nota tapa en mayo de 1977, un artículo que ensayaba un intento de explicación que, después del trauma, todavía volvía a su protagonista un personaje fascinante. “Sin importar cuáles fueran las motivaciones del presidente caído para dar la entrevista”, dice la nota, “la perspectiva histórica es extraordinaria. Por primera vez, Nixon enfrentó a un inquisidor solitario que pudo preguntarle sin restricciones sobre sus años presidenciales. Incluso el público que tal vez se haya hartado de Richard Nixon no podrá negar su temerosa fascinación y permanente curiosidad sobre el hombre que se convirtió en, y aún es, el antihéroe de Estados Unidos”.
Frost/Nixon, la obra de teatro de Peter Morgan en la que se basa la película y que fue un éxito en Londres y en Broadway, se estrenó hace tan sólo un par de años atrás. ¿Qué es lo que mantiene viva la obsesión con Richard Millhouse Nixon 35 años después del Watergate y su renuncia a la presidencia? Como dice el personaje, con el tono apesadumbrado, “shakespeareano” que le infunde Langella, Nixon quiso hacer carrera en un universo en el que es importante ser querido por la gente, tener una popularidad, un afecto que nunca creyó haberse ganado, ni siquiera al llegar a la Casa Blanca. Sus facciones y sus tics, su manera de hablar, eran fáciles de caricaturizar (Matt Groening bautizó con su segundo nombre, Millhouse, a un personaje de Los Simpson); cada actor que fue convocado para interpretarlo debió enfrentar el desafío de poder crear una imagen que trascendiera esa tendencia a la ridiculización.
La saga de películas sobre Nixon empezó en 1971, con el presidente todavía en ejercicio, cuando el excepcional documentalista Emile De Antonio montó Millhouse: a White Comedy, enteramente a partir de un profuso material de archivo que reconstruye a su personaje simplemente dejándolo hablar (con una elocuencia que se vuelve terrorífica por acumulación, en sus propias declaraciones sobre la pena de muerte, o sobre cómo prefiere que haya una guerra nuclear antes que una derrota en el sudeste asiático).
En 1976, dos años después de la renuncia, llegó a los cines Todos los hombres del presidente, la película de Alan Pakula con un guión de William Goldman que adaptaba el libro de los periodistas del Washington Post Carl Bernstein y Bob Woodward sobre su investigación del caso Watergate. Protagonizada por Dustin Hoffman y Robert Redford, la película dejó grabada una imagen indeleble en el imaginario conspiranoico norteamericano, a partir de los encuentros con el informante Garganta Profunda (Hal Holbrook), pero Nixon sólo aparecía en imágenes de archivo. En 1979 fue el turno de la miniserie televisiva Blind Ambition, un relato de ocho horas centrado en el personaje de John Dean, el consejero de la Casa Blanca que fue sindicado por el FBI como la figura central detrás del encubrimiento del Watergate. El gran Rip Torn compuso a un Nixon totalmente distinto del de sus sucesores.
La primera gran apuesta de riesgo que el cine hizo sobre este personaje fue un poco recordado film de Robert Altman: Secret Honor (1984). Un entonces ignoto Philip Baker Hall interpretaba al ex presidente poco después de la renuncia, encerrado en su oficina privada, botella de Chivas Regal a mano y liberando su conciencia frente a un grabador, sin parar, durante 90 minutos. Entre sus “confesiones”, el hombre revelaba que Watergate fue concebido para desviar la atención de otros asuntos más peligrosos; se llevaba por delante a Kissinger y contaba que Marilyn Monroe fue asesinada por la CIA.
La película más ambiciosa (y célebre, a pesar de que fue un fracaso comercial) sobre RMN fue Nixon (1995) de Oliver Stone. El guión coescrito por Stone con dos colaboradores, recorre la carrera política pero también la vida personal del hombre, desde su infancia austera y algo represiva en Whittier, California, volviendo sobre el mito de su alcoholismo y tratándolo con cierto respeto. Stone consiguió que, después de muchas resistencias y contrapropuestas (Jack Nicholson, Gene Hackman) los productores aceptaran su opción original, Anthony Hopkins, de quien dijo: “Es el aislamiento de Tony lo que me impresionó. La soledad. Creo que ésa es la cualidad que siempre marcó a Nixon”. Hopkins estuvo nominado al Oscar por su actuación.
La última película destacable hasta Frost/Nixon que contó con el ex presidente entre sus protagonistas fue Dick, aventuras en la Casa Blanca, una parodia sobre Watergate dirigida por Andrew Fleming y protagonizada por Kirsten Dunst y Michelle Williams como dos quinceañeras que terminaban convertidas en el mítico informante Garganta Profunda. Dan Hedaya –un actor enorme por lo general condenado a secundarios– daba una versión impresionante, simpática y monstruosa a la vez del ex presidente, además de que nadie, nadie se pareció tanto jamás como él a ese personaje que sigue siendo, aún después de W, temible y fascinante y un gran material dramático para el cine.
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