Domingo, 1 de marzo de 2009 | Hoy
Como un documentalista de los rastros de intimidad que asoman en las caras, Diego Sandstede presenta un puñado de series fotográficas en las que captura –en miembros de un circo, de su propia familia o de ese mar de desconocidos entre los que nos movemos– el temor, las búsquedas y los afectos que nos habitan.
Por Angel Berlanga
La extrañeza ante las fotos de Diego Sandstede proviene de una sensación ambivalente: sus imágenes parecen captar, en simultáneo, un instante y unos gestos comunes y corrientes que resultan, a la vez, de extrema singularidad. Salvo una excepción, a la que conviene aludir al final, porque la muestra que se exhibirá desde el martes en la Fotogalería del Teatro San Martín propone entre otras cosas unos recorridos, en todas las fotos hay personas. La mayoría son retratos y pertenecen a distintas series sobre las que este fotógrafo, nacido en 1967, fue trabajando a lo largo de los últimos veinte años. Panorama de las sombras del afecto: la frase apareció de improviso y se intuye que es pertinente. A ver.
La muestra se llama Cuarenta y alude al arribo de Sandstede a esa edad, a esa década en la que, miente la frase, empieza “la vida”. “Cuando descubrí la fotografía fue como encontrar un lugar de pertenencia: no sabía qué hacer con mi vida y empecé a sacar fotos, a estudiar –dice Sandstede–. Se me dio bastante bien y eso me trajo contención, de alguna manera. Andaba con una serie de mandatos familiares que yo cuestionaba, sin saber muy bien para dónde agarrar, pero buscando un camino que sea mío, propio.” Las primeras fotos que se exhiben, tomadas a comienzos de los ‘90, acaso tengan que ver con eso: jóvenes, adolescentes, con cierta desorientación o temor en sus rostros, un grupo sentado en un río –la que abre la muestra, la única en la que se percibe algo de placer–, un solitario ante el espejo de un lago. “En un principio –rememora– les conté a mis viejos que quería ser fotógrafo; ‘¿Pero de qué vas a vivir?’, me decían. De entrada me interesó la fotografía documental, hice varios talleres en los que mis compañeros me incentivaban; en el ‘93 armé una carpeta con veinte fotos, fui a una revista que me gustaba, La maga, y mostré mi trabajo: les gustó, me llamaron. Y así en un par de lados. Para mí fue un momento de felicidad completa: desde ahí ya fue como mi oficio, mi medio de vida, y la confirmación de que lo que había hecho tenía sentido.”
La serie que sigue en la muestra pertenece también a esa etapa inicial de comienzos de los ‘90: se trata de artistas de circo retratados fuera de las carpas, circos pobres de Liniers, Laferrère, Parque Patricios. “Me vuelve un recuerdo de niño, de vacaciones en Mar del Sur, mi primera visita a uno, la misma fascinación y la misma pena”, señala Sandstede. Un mono vestido junto a un artista de saco búlgaro ajustado, un trío de trapecistas con mallas blancas, un hombre con maquillaje de payaso que posa sus manos –casi imperceptible el meñique de la derecha cercenado– sobre los hombros de un niño. Aquí ya es evidente un rasgo de Cuarenta: los rostros serios. Sólo una chica sonríe en el grupo de la foto inicial; no hay, luego, en las otras 41 imágenes, ni risas ni llantos, ni sonrisas ni muecas. Esa seriedad es una apuesta estética y una búsqueda: una foto es un recorte, una muestra es un recorte de recortes. Y más cuando se desprende de veinte años de trabajo. Acá es que se corporiza un adjetivo: espartano. En su tercera acepción significa austero, sobrio, firme, severo. Y entonces surge, nítido, por contraste, un sentido: las miradas y las poses van hacia lo espartano, pero algo en el contexto social o en el gesto, la ropa o la ambientación que se entreven más allá, desmienten la sensación, le van en contramano. Ahí, casi invisible, está lo que busca o debería ser afecto.
Esa ambigüedad se acentúa en las tres series siguientes, donde los retratados son chicos. El consenso en torno a lo justo, nutritivo y necesario de la “infancia feliz” es tan generalizado como la certeza de que eso no ocurre en vastos sectores sociales (no se aprecian fotos de Sandstede que retraten a niños ricos que tienen tristeza). En la primera de estas tandas, la única en color, se ven chicos que parecen hijos de inmigrantes extranjeros, algunos de ellos vestidos para fiesta. La segunda es la más dramática de la muestra: chicos de la calle, rostros machacados por cotidianos insoportables en los que manda la sombra, en los que la presencia de los haces de luz sigue diciendo de la sombra. En la tercera, tomada en 2007, hay pares de hermanos con un/a padre/madre en común y otro/a distinto; dos de esos chicos son sus hijos, Malena y León. Es aquí, en esta zona de la niñez, donde Sandstede articula una transición entre lo de afuera y lo de adentro, porque las dos series siguientes son imágenes de su propia familia, de sus mayores: su tía y su padre.
“Mi tía Luisa tuvo un brote psicótico a los 16, más o menos –cuenta Sandstede–. Estuvo internada en el Moyano y luego vivió unos años sola con una señora que la cuidaba, pero era complicado porque se escapaba; en un momento la internaron en una especie de geriátrico con asistencia psiquiátrica. Cuando empecé a fotografiarla me preguntaba hasta qué punto su enfermedad era algo fisiológico y hasta qué punto derivaba de la relación con una familia súper conservadora. Me inquietaba que fuera ‘diferente’, y me preguntaba por qué.” Esa inquietud se expresa en alguna imagen fuera de foco, en expresiones reconcentradas, en la custodia de una enfermera. A ella y a su padre los fotografió entre 1997 y 2000; aquí, además de retratos, hay tomas que provienen del quehacer cotidiano. Ambos murieron el año pasado, pero antes pudieron ver la muestra editada. No les gustó demasiado, dice Sandstede. “En general, a la gente no le gusta verse en las fotos –explica–. Trabajo desde hace 15 años en fotoperiodismo y a ocho de cada diez no les gusta.”
La de su padre es la última serie. “Fue un intento de acercamiento, un intento por aclarar las contradicciones que marcaron la relación”, cuenta. “Y hubo algo así como un encuentro, un intercambio, charlas, ratos compartidos –señala–. Estuvo buenísimo. Después, con el resultado del trabajo, casi no hizo comentarios.” En esta zona de Cuarenta a la seriedad se le suma cierta rigidez de semblante, corporal; Sandstede muestra a su padre contenido en un abrazo, disciplinado con una guitarra, con el índice en alto, vestido de oficina y yéndose hacia el auto, desencuadrado y desenfocado por delante de unos árboles muy altos. Espartano: la palabra vuelve a tomar fuerza. Y la consiguiente carga afectiva. Es el hombre que lo llevó por primera vez al circo en Mar del Sur, el que le preguntó de qué iba a vivir si iba a ser fotógrafo. Sobre el círculo personal –Sandstede niño, joven que busca lo propio, padre–, quizá pueda proyectarse otro generacional: la marca de una infancia y primera adolescencia durante la dictadura, el desemboque en una democracia que dio menos de lo que prometía, el desengaño acerca de las delicias de la familia tipo.
Sandstede presentó hace unos años muestras individuales en el Centro Cultural Ricardo Rojas y en la Fotogalería del Centro Cultural Municipal de Santa Fe. Suele destacar su participación en los talleres de Adriana Lestido. Además de publicar sus fotos en diarios y revistas de circulación nacional, realizó trabajos de documentación para la Comisión Provincial de la Memoria (Buenos Aires) y para el Gobierno de la Ciudad. En el impulso inicial está Cartier-Bresson, una muestra que vio en el Museo Nacional de Bellas Artes: “Me impactaron sus imágenes en la calle, esos momentos de vida –rememora–. Enseguida conseguí una cámara y salí a recorrer la ciudad, bastante incentivado por lo que vi. Me alucina su grado de concentración, lo imagino caminando en una especie de meditación permanente, conectándose con esos instantes y capturándolos”.
Queda la última imagen, la que cierra el recorrido. La sacó en 1997, dice, mientras esperaba, junto a su compañera de entonces, que naciera su primera hija. Preciosa, la foto: es una ola que está por romper. Es de un instante, es única. Y es del tiempo, pertenece al mar.
Cuarenta se inaugura el 3 de marzo a las 19. Lunes a viernes desde las 12 y sábados y domingos desde las 14 hasta la finalización de las actividades. Teatro General San Martín. Hasta el 5 de abril. Entrada libre y gratuita.
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