Domingo, 1 de marzo de 2009 | Hoy
PERSONAJES >PATTIE BOYD: DE LA BEATLEMANIA A LA CLAPTONDEPENDENCIA
Pocas chicas fueron tan famosas, envidiadas y también odiadas durante la explosión del swinging London como la rubia modelo Pattie Boyd. Su noviazgo y posterior matrimonio con George Harrison la embarcaron en una gira mágica y misteriosa en plena beatlemanía. Una burbuja de fiestas inolvidables, drogas y algo de meditación que se pinchó junto con su matrimonio, pero que no pudo terminar con su gusto por los héroes de la guitarra. Entonces, a principios de los ’70, Pattie dejó al beatle por Eric Clapton y vivió una década al límite, con días muy largos que arrancaban con desayunos recargados con vodka. Un maravilloso presente (Editorial Circe) es la autobiografía donde la musa de canciones como “Something” y “Layla” desmigaja sus agitados y doloridos recuerdos.
Por Nicolas G. Recoaro
Crónicas de una superviviente a la que las buenas vibraciones y la agitación del swinging London le cambiaron la vida. “Tirábamos a la basura el reglamento. Una nueva época y un nuevo sistema de valores habían nacido. La gente quería experimentar y divertirse. Mientras fueras joven, guapo y creativo, el mundo era tuyo. Era una edad dorada, una época emocionante en la que vivir. Como modelo, posando para los fotógrafos de más éxito de Londres, yo estaba donde estaba la acción”, recuerda Pattie Boyd en su recién aparecida autobiografía. Niña bien con ancestros aristócratas e infancia difícil en la sabana africana, de adolescencia gris templada en internados religiosos que terminó estallando en coloridos catálogos de moda luciendo las minis de Mary Quant y los flequillos a lo Twiggy, Pattie Boyd fue un auténtico icono mod que flechó a George Harrison en plena beatlemanía y que acabó ganándose el odio de millones de fanáticas al llevarlo al altar. Pasó la década del ’60 en una gira mágica y misteriosa en aquel mundillo idílico de fiestas inolvidables, mansiones fastuosas y meditación lisérgica hasta que la burbuja pop estalló en mil pedazos, y en plena crisis sentimental dejó a Harrison y se convirtió en la amante y compinche de Eric Clapton. Todavía la esperaban más de un problema con las drogas, sus frustraciones con la maternidad y una promisoria carrera como fotógrafa de elite.
Con Un presente maravilloso, Pattie Boyd, en colaboración con la periodista Penny Junor, rompe cuatro décadas de silencio con una autobiografía nada condescendiente, que desmigaja los placeres y las miserias de su vida dentro de la realeza pop de los ’60. Desde “Something” hasta “Layla”, las auténticas memorias de una musa.
La historia cuenta que Patricia Anne Boyd nació en Somerset, durante la mañana del día de San Patricio, en marzo de 1944. Su árbol genealógico se remonta a un excéntrico tatarabuelo que heredó incontables hectáreas en Lucknow, en el norte de la India, al defender los dominios de la realeza británica durante la violenta Rebelión de los Cipayos en el siglo XIX. Su familia materna creció sin sobresaltos, entre lujos coloniales y plantaciones de azúcar y añil; amasando su fortuna en la frontera con Nepal y educando a sus hijos en los colegios más distinguidos de Inglaterra. La rama paterna de la familia de Pattie no había tenido la misma suerte. Su padre, Colin Ian “Jock” Langdon Boyd, creció en una familia de granjeros medio pelo del valle de Fowey de Cornualles, en el sudeste de las islas británicas. Jock tuvo una infancia algo triste –pasaba los días dedicado a la caza y los caballos– hasta que decidió ingresar en la academia militar para luchar contra los nazis. Bendita suerte la de Jock: un accidente de autos le impidió ir al frente con su regimiento, y en su nuevo destino como piloto de la RAF (Royal Air Force) conoció a Dianna, la futura madre de sus cuatro hijos. Pattie recuerda: “Mis padres se casaron siendo jóvenes e inexpertos y, como cientos de otras parejas casadas durante la guerra, apenas sabían nada el uno del otro cuando llegaron al altar. Mi madre tenía diecisiete años cuando conoció a Jock Boyd en el baile de Somerset. El tenía veintitrés y estaba despampanante con el uniforme de la RAF, con sus relucientes botones de latón y las alas doradas en el hombro izquierdo. Bailaron toda la noche y después de dos breves encuentros más, Jock le escribió y le propuso matrimonio. En general era un buen partido. Pero en cuanto se casaron resultó que no tenía dinero, y mi madre, acostumbrada a un estilo de vida lujoso, tuvo dificultades para adaptarse”. Un nuevo accidente del desdichado Jock y las penurias económicas ahogaban a la joven pareja, hasta que aceptaron el rescate financiero propuesto por los padres de Dianna. Un boleto de ida a Langata, en plena sabana de Kenia.
Durante aquellos siete largos años en Africa, Pattie aprendió del calor y la tierra seca que se mezclaban en las humildes casas de sus criados; de hienas, chacales y leones que merodeaban su casa; y del terror paranoico que sentían sus familiares por miedo a que sus niñeras africanas intentaran asesinar a sus hijos. Tiempos agitados en que la Rebelión de los Mau-Mau, comandada por las tribus Kikuyu, Embu y Mau, intentaba acabar con más de una centuria de colonialismo británico en Kenia. “Supongo que hoy día podría decirse que los Mau-Mau eran combatientes por la libertad, pero yo los veía como terroristas que trataban de provocar y enfurecer a los africanos que yo conocía y apreciaba. Querían derrocar al gobierno británico y expulsar a los colonos blancos que les habían arrebatado las tierras. Sus tácticas dieron frutos: en los años ’50 hubo un éxodo de europeos.” Sin embargo, la verdadera rebelión que causó un cimbronazo en la vida de Pattie fue la separación de sus padres. Jock no daba pie con bola en aquel paisaje africano –trabajaba medio tiempo cuidando caballos y tiempo completo en el hipódromo con una amante– y sin la ayuda de los padres de Dianna no podía solventar los colegios británicos de sus hijos y la pequeña casa que habían alquilado en Nairobi. Cansada de sus andanzas, Dianna abandonó a Jock y decidió volver a Inglaterra con sus hijos. “Y de pronto, en diciembre de 1953, yo estaba en Inglaterra, en un mundo de luz artificial sacado de un cuento de hadas. La noche de Kenia era negra como una boca de lobo, la única luz era la de la luna y las estrellas.” Pattie comenzaba a encandilarse con las luces de neón y las marquesinas londinenses que la verían brillar algunos años después.
Para los primeros años de la década del ’60, la adolescente rubia y desgarbada que había crecido en claustrofóbicos internados religiosos consiguió algunos trabajos como modelo y decidió dejar la comodidad de la casa materna, para mudarse a pocas cuadras del nuevo centro del mundo: King’s Road. “Así era Londres en los años ’60. Hablabas con los desconocidos y los invitabas a ir a tu piso sin pensártelo dos veces. King’s Road era como el patio de un colegio exclusivo. Todo el mundo iba a las mismas fiestas, a las mismas tiendas, a las mismas cafeterías. Todo el mundo tenía un aspecto fabuloso y se mostraba relajado y efusivo”, recuerda Pattie. Flequillos a lo mod, doradas fiestas chic, minifaldas diseñadas por Mary Quant en su boutique Bazaar, fotos para Vanity Fair, Honey, Tatler, The Times y el yeah, yeah, yeah de cuatro chicos epilépticos de Liverpool que no dejaba de sonar en el ambiente. Pattie se metía en las trincheras de la revolución del swinging London con el glamour de una auténtica chica de tapa de la revista Vogue.
“¿Amores adolescentes? Demasiados”, confiesa Pattie en su libro, pero el verdadero flechazo fue con George –uno de aquellos chicos del yeah, yeah, yeah–, durante el rodaje de A Hard Day’s Night, donde la modelo había conseguido un pequeño papel. “Con sus suaves cejas marrones y su pelo castaño oscuro, era el hombre más guapo que había visto nunca. Estar cerca de él era electrizante. Cuando el tren llegó a Londres y terminó el rodaje, me quedé triste de que se acabara ese día tan mágico. Como si George me hubiera leído el pensamiento dijo: ‘¿Quieres casarte conmigo?’” Pattie desistió de la anticipada propuesta nupcial, pero aceptó ir a comer a un restaurante de Oxford Street.
Marzo de 1964, Pattie y George ya son novios y la beatlemanía empieza a crecer como una bola de nieve lanzada desde la punta del Himalaya. Giras maratónicas y fans histéricas que no dejan de desmayarse y llorar ante el más mínimo suspiro beat. ¿Las mujeres más odiadas por aquellas falanges de desquiciadas? Maurenn Cox, la novia de Ringo; Cynthia, la mujer de Lennon; Jane Asher, la novia de Paul; y por supuesto, Pattie Boyd. Y aunque Brian Epstein hizo lo imposible para ocultar las parejas estables de sus cuatro minas de oro, las despechadas fans tejían redes de espionaje dignas de la KGB. “Los fans nos hacían la vida inaguantable. Solía recibir cartas insoportables, sobre todo de chicas norteamericanas. Cada una decía ser la novia legítima de George y que si no lo dejaba en paz, me echaría una maldición o me mataría. Una noche fuimos a ver a Los Beatles al Hammersmith Odeon. Al salir por una de las puertas laterales nos siguieron unas cinco chicas. Yo iba disfrazada, pero debieron de reconocerme porque tan pronto como nos metimos en el callejón que había a un lado del edificio, se abalanzaron sobre mí y empezaron a darme patadas. Uno de seguridad agarró a una de ellas y me la sacó de encima, pero ella forcejeó como una gata salvaje y le arrancó un buen puñado de pelo. Casi me mata.”
¿La historia de la princesa y su príncipe azul? Más o menos. El 21 de enero de 1966, George y Pattie celebran su casamiento –“me habría gustado casarme por iglesia, pero Brian Epstein no quiso armar mucho revuelo”–, como en una de esas publicidades que venden el sueño pop en envase familiar. De ahí en más, los tortolitos comenzaron a beber a grandes sorbos los placeres de la vida: viajes caros, autos caros, ropa cara, mansiones caras, fiestas caras y redadas policiales antidrogas muy caras. “Las drogas formaban parte de nuestra vida en aquella época y eran una fuente de diversión. Tomábamos antidepresivos, estimulantes, ácidos, y fumábamos hachís. La policía no compartía nuestra opinión. Creo que el establihsment creía que estaba perdiendo el control, que la juventud estaba siendo corrompida por sus héroes melenudos y hippies. Muchas de las canciones de Los Beatles eran inducidas claramente por las drogas, pero ellos iban de buenos; gustaban a todo el mundo, hasta a la generación de nuestros padres. Los Rolling Stones eran los chicos malos, abiertamente sexuales, disolutos y peligrosos. Si hubieran sabido...” Años lisérgicos a los que el señor y la señora Harrison les pusieron un brusco freno de mano después de un pésimo viaje por el Haight Ashbury californiano. Entonces los trips de ácido mutaron en exclusivos tours a la India guiados por el Maharishi Mahesh Yogi y las largas noches de vinos franceses, cocaína y zapadas junto a Mick Jagger, Marianne Faithfull, Bob Dylan, Twiggy, Ronnie Wood –la lista de invitados era interminable– en la mansión de Friar Park se metamorfosearon en prolongadas mañanas de meditación, arroz integral y sesiones de sitar con Ravi Shankar.
Para fines de los ’60, Los Beatles eran historia y Harrison se quedó colgado en su santuario personal aprendiendo de memoria las enseñanzas de Paramahansa Yogananda y alabando la figura de Krishna y su séquito de apetecibles vírgenes. “Me había dejado atrás, o tal vez yo había elegido quedarme atrás. No quería pasarme todo el día salmodiando. George lo hacía obsesivamente durante tres meses y luego se volvía loco. Quería alcanzar el plano espiritual al que aspiraba, pero los placeres de la carne eran demasiado tentadores”, rememora Pattie. La fortuna y sus fantasmas volvieron a alcanzarlos en plena crisis matrimonial provocada por las recurrentes infidelidades de George (la gota que colmó el vaso fue el affaire con la mujer de Ringo). Luego de casi una década soportando estoicamente sus engaños, Pattie decidió abandonarlo, sin antes dejarle una buena lección al ex beatle: sacó la bandera de OM que Harrison tenía ondeando en el tejado y puso en su lugar la de una calavera pirata.
Muy atrás en el tiempo quedaban los años en que aquel tímido muchachito de Liverpool le dedicaba “Something” como prueba de su amor.
No muchos días antes de que la relación entre los Harrison comenzara a llegar a punto muerto, Eric Clapton solía formar parte del jet set del rock and roll que merodeaba la mansión de Friar Park durante las memorables bacanales. En alguno de aquellos amaneceres sin sentido, Clapton comenzó a enamorarse perdidamente de la esposa de su amigo George. La llamaba por teléfono, le escribía cartas y hasta salió algún tiempo con la hermana de Pattie. “Hasta que una tarde encendió una grabadora, subió el volumen y me hizo escuchar la canción más poderosa y conmovedora que yo había oído nunca. Era ‘Layla’ y trataba de un hombre que se enamoraba desesperadamente de una mujer que lo quiere, pero no está libre.” Algunas semanas después, Clapton se sincera con su amigo, pero no consigue que Pattie –como le suplica en “Layla”– alivie su alma apesadumbrada. Despechado, Eric la amenaza diciéndole que iba a suicidarse consumiendo heroína. La promesa casi lo hace golpear las puertas del cielo.
Los siguientes tres años, Clapton los pasó en el ostracismo más absoluto en su caserón de Hurtwood Edge, consumiendo cantidades industriales de droga y soñando con Pattie. Su breve participación en el Concierto para Bangladesh –compartiendo escenario con Harrison en “While my Guitar Gently Weeps”– fue el preludio de un duelo a punta de guitarras que terminó dos años después, durante una cena en Friar Park. “En cuanto cruzó la puerta, George le dio una guitarra y un altavoz, como un hombre del siglo XVIII podría haber ofrecido una espada a su adversario, y durante dos horas, sin pronunciar una sola palabra, tocaron a dúo. Se notaba el aire electrizante y la música desbordaba de emoción. Cuando terminaron, no dijeron nada.” El mítico graffiti “Clapton es Dios” tenía razón. Eric había vencido a George y la damisela debía cambiar de manos. Cuestiones del destino o del machismo rockero. Al poco tiempo, Pattie rompía con George definitivamente.
Pronto se casaron y la señora Harrison pasó a ser la señora Clapton. “Si por George había sentido un amor grande y profundo, con Eric había una pasión tan embriagadora e incontenible, que me sentía casi fuera de control.” Pattie y Clapton pasaron juntos más de una década caminando totalmente borrachos por el borde de una cornisa. Giras de noches interminables. Pattie sobrevivía a una pasión que ardía alimentada por litros y litros de vodka y brandy, hasta que los fantasmas de las adicciones, su maternidad frustrada y las infidelidades –con la desagradable sorpresa de dos hijos extramatrimoniales de Eric– la hicieron decir “basta, hasta acá llegamos”. Y le pidió el divorcio.
Luego, para Pattie llegó el turno de reconstruir su vida lejos de los mitos, lejos de las leyendas, como fotógrafa. Atrás quedaban sus años como musa del rock. “Ser la musa de dos músicos tan extraordinarios era una gran presión, porque ellos creían ver en mí la persona asombrosa que yo no era.” Además, Pattie se hizo una promesa. Nunca más saldría con un rockstar.
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