CRóNICAS > VENECIA Y FLORENCIA POR MARY MCCARTHY
Desde su debut, con la novela The Company She Keeps (1942), en la que retrataba sin rodeos el ambiente intelectual neoyorquino de los años ’30, Mary McCarthy y su obra vivieron rodeadas de atención, polémica y disputas culturales. Atea tras renunciar al catolicismo de los abuelos que la criaron, simpatizante trotskista, férrea antimacartista, militante contra la guerra de Vietnam, cronista del caso Watergate, su figura pública jamás la alejó del arte y la literatura. Con la novela El grupo (1963) alcanzó el éxito masivo, y sus ensayos literarios y sus críticas teatrales le valieron el respeto y el temor de la comunidad intelectual. En los años ’50 publicó en el New Yorker una serie de crónicas de su viaje por Europa. Ese papel de americana en el Viejo Continente, ante el desafío de recorrer las ciudades y las obras más transitadas de la historia de la literatura, sacó lo mejor de ella: Piedras de Florencia y Venecia observada (recientemente editadas por Ariel) muestran el filo de su agudeza, la profundidad de su observación y la atención de una inteligencia siempre consciente de tantas otras. Y se suman, sin dudas, a lo mejor de la literatura sobre arte y sobre viajes.
› Por María Gainza
En los Estados Unidos la escritora Mary McCarthy parecía una intelectual europea, en Europa parecía una norteamericana práctica y optimista. Sus relatos sobre chanchullos sexuales aparecidos en los años ’40 en historias como “El hombre en la camisa de Brooks Brothers” provocaron un alboroto. Pero su notoriedad en los círculos literarios provenía menos de su cuota de escándalo en la ficción que de sus picantes críticas literarias y feroces reseñas de teatro.
En su peor momento, Mary mostraba una debilidad por el chiste breve –lo que los norteamericanos llaman el “one-liner”– y un gusto por las opiniones perversas a expensas de verdades más profundas. Por ejemplo, llegó a escribir de Tennessee Williams que “su trabajo huele a ambición literaria como un departamento huele a perfume barato”. Pero en su mejor momento era una erudita, una sibila de lengua ácida, una historiadora cultural apasionada, que utilizó su familiaridad con la historia, la política y las artes y su singular sentido común para escribir crónicas felices y subyugantes. Dos de ellas, Venecia observada y su gemela Piedras de Florencia –aparecidas originalmente en los años ’50 como una colección de ensayos en The New Yorker y publicadas recientemente por Ariel en bellísimas ediciones–, son probablemente los relatos más intuitivos, sólidos y evocativos que se conozcan sobre el arte italiano.
De pocos lugares se ha escrito tanto como de Florencia y Venecia. En días victorianos, ambas ciudades eran consideradas piedra de toque para los viajeros. Parte del Gran Tour que completaba la educación de los jóvenes aristócratas. Durante su estadía allí, muchos de estos visitantes consideraron que valía la pena airear sus opiniones sobre el lugar. El resultado produjo un par de buenos libros, muchos mediocres y una avalancha de basura. Los libros de Mary McCarthy pertenecen a la primera categoría.
Las crónicas de McCarthy son, ante todo, una antología de reacciones a los varios fenómenos. Venecia observada abre con un capítulo donde aparece su célebre “Nada puede decirse aquí (incluida esta afirmación) que no se haya dicho ya sobre Venecia”. Y pasa a demostrarlo: mira la Piazza y le recuerda a un aula de dibujo al aire libre, pero a Napoleón ya se le ocurrió primero; mira las albardillas ornamentales de San Marco y se le antojan como la espuma del mar, pero la observación se remonta a Ruskin; “Las góndolas son como coches fúnebres”, le dice un amigo y a ella le sorprende el hallazgo hasta que descubre que Shelley ya lo había pensado; vislumbra que San Marcos de noche recuerda a un decorado teatral pintado, pero se da cuenta de que cada uno que pasa por ahí cree descubrir lo mismo por sí solo.
La escritora se hospeda en un extraño departamento habitado por una signora de aspecto modiglianesco que riñe con su marido en las habitaciones de arriba. En la cocina, un par de peces reside en un cuenco de porcelana con monedas en el fondo. Los peces lucen pálidos y cuando McCarthy se ofrece a darles de comer, la signora, con mirada de soslayo, dice: Niente, niente. Las monedas generan un producto químico del cual viven los peces. Ha copiado la idea de una fuente de Milán. “Concluyo –dice McCarthy– que es mejor dejarlos tal como están y concebirlos como una alegoría sobre Venecia, una sociedad que vive en un cuenco y percibe su sustento del vil metal. Otrora color fuego, la ciudad se muestra ahora un tanto desvaída y moribunda, como los peces después de dos años siguiendo el régimen de la signora.”
Pero de todos sus romances (reales y ficcionales), que fueron muchos, el más intenso fue el que Mary McCarthy mantuvo con Florencia. La detesta desde el primer instante. “¿Cómo se puede aguantar esto? –se pregunta indignada apenas pone un pie en la ciudad–. Hay demasiado Renacimiento en Florencia... demasiada piedra rústica, demasiada terracota esmaltada, demasiadas Madonnas con Bambino.” Es una ciudad masculina, tosca, al lado de la femineidad recargada de Venecia. Florencia no hace ninguna concesión al principio de placer: todos se quejan del ruido, del calor inaguantable, de la estrechez de las calles, de las Vespas y Lambrettas. Pero poco a poco la austeridad y simplicidad de una ciudad bañada por la luz de la razón la va conquistando. Es Brunelleschi, el arquitecto del Duomo, quien termina por atraparla: “La arquitectura florentina se volvió profunda con Brunelleschi, profunda en ambos sentidos: cada objeto y la clase a que pertenece –voladizos, capiteles, arcos, agujas, bóvedas– es tan intensamente él mismo, está tan inmerso en su propia esencia, que provoca junto con su alegría una especie de dolor, como si ese ‘ser ello mismo’ fuera un palpitante recuerdo de alguna otra cosa, del reino perdido de las formas perfectas, inmutables.”
La pureza del estilo de McCarthy –oraciones simétricas de una claridad helada, párrafos transparentes, frases astringentemente ingeniosas y aun así, elocuentes, con un lenguaje que deja traspasar las ideas sin interponerse– hace de las crónicas un paseo mental demoledor. Si se leen con cautela, aun quienes no hayan visitado el lugar comenzarán a sentir algo de la savia del quattrocento italiano circular por las venas. Son relatos relampagueantes y son también libros desafiantes. Desafiante la actitud de McCarthy al escribir sobre dos de los temas más trillados de la historia del arte y lograr un producto clásico: relatos que recogen lo mejor del cuento y del periodismo, de la crónica y del diario íntimo. Y aún más: crónicas sobre el arte y sobre la decadencia, sobre la grandeza y la miseria y sobre el exquisito intento de traducir a palabras el misterio que palpita en la piedra.
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