Dramático, nostálgico, lúcido, solemne, seductor, desfachatado, imprudente, inconsciente, hilarante, florido, arrabalero, chicanero, obsceno: todo eso y mucho más ha sido el estilo de la política argentina para acuñar sus frases más célebres, más desafortunadas y más agudas. Por eso, la edición de La Historia me juzgará (Ed. del Nuevo Extremo), una antología que recorre casi dos siglos de palabras públicas, es la excusa perfecta para volver a escucharlas y entender por qué en ellas se cifran las esperanzas y decepciones de todo un país.
› Por Juan Pablo Bertazza
“La democracia no consiste sólo en la garantía de la libertad política: entraña a la vez la posibilidad para todos de poder alcanzar un mínimo de felicidad siquiera.” De las miles de palabritas que conforman La Historia me juzgará (Editorial Del Nuevo Extremo), un libro que recopila las frases más fuertes de los políticos argentinos, tal vez no sea ésta la cita más recordada, la más ingeniosa, ni tampoco la más hábil a la hora de dejar por el piso la imagen de un contrincante político. Pero sí condensa muy bien el sentido de esta obra: en tiempos en que personajes aparentemente despolitizados, pero de mucha repercusión, solicitan sin ningún tipo de ambages la pena de muerte, o incluso la participación del Ejército en las calles para poner orden, olvidándose, entre muchas otras cosas, del concepto de injusticia social, esta frase constituye un grano de cordura entre tanta verborragia irreflexiva. Y es también la que más impactó a Marcela López, autora de este verdadero reservorio verbal con algo de caja de Pandora, y co-autora junto a Gabriela Kogan de Quiera el pueblo votar, el libro que rescataba los afiches políticos de la historia argentina: “A mí, particularmente, me sorprendió mucho la actualidad de esta frase, porque no la conocía y no me lo hubiera imaginado a Hipólito Yrigoyen haciendo, en 1920, un análisis tan lúcido acerca de la idea de la democracia como un valor que trasciende los derechos civiles para contemplar también los derechos sociales; lo cual se podría resumir diciendo que con la ciudadanía política no le alcanza a nadie. Otra de las frases que más me impactó, aunque en sentido contrario, es una del ex presidente de facto Reynaldo Bignone, mostrando los límites de su ética a la revista Siete Días apenas recuperada la democracia: ‘Al subversivo se lo puede matar, pero no se le puede robar el reloj’. Es una frase terrible que no conocía sobre una época en que todas las frases parecen ya bastante cristalizadas”, se explaya Marcela López.
La Historia me juzgará –al que sólo cabría criticarle la falta de un índice onomástico– comparte así algunas características con Quiera el pueblo votar, en cuanto a la mezcla de una ardua búsqueda histórica y el tono inclusivo de divulgación, aunque aportando dos diferencias fundamentales: en primer lugar que, si en aquel libro de afiches políticos lo hegemónico pasaba por la imagen, acá se le quiso dar toda la preponderancia a la palabra; y, en segundo lugar, la ruptura deliberada de la línea del tiempo. Con una división en secciones que desarma la cronología, muy a tono con el karma circular de nuestra política, todas estas palabras que hicieron cosas junto a esas otras cosas que escondieron las palabras, van desde la civilización de Sarmiento (“Cuando decimos ‘pueblo’ entendemos los notables, activos, inteligentes: clase gobernante. Somos gente decente. Patricios a cuya clase pertenecemos nosotros, pues, no ha de verse en nuestro Congreso ni gauchos, ni negros, ni pobres. Somos la gente decente, es decir patriota”) hasta el actual conflicto del campo que tuvo su noche interminable (“La historia me juzgará, no sé cómo. Pido perdón si me equivoco. Mi voto no es positivo”) el 17 de julio del año pasado.
“Sí, cuando estábamos al borde de la imprenta nos dimos cuenta de que no podíamos dejar afuera el conflicto con el campo, que finalmente ocupa una sección breve a la que titulé ‘Las penas y las vaquitas’. Me resultó muy complicado: no sólo porque era difícil seleccionar las frases sino también por estar muy pegada al tema”, confirma la autora.
Lo cierto es que, en ese arco, hay lugar para aquellas frases que lamentablemente nunca salen del candelero, como grilletes que, cuanto más se oxidan, más aprietan (“Estamos mal, pero vamos bien”), frases proféticas que, increíblemente, no quedaron tan grabadas en la memoria colectiva (“No sé si voy a sacar al país del problema económico, pero seguro que voy a hacer un país más divertido”, ambas, por supuesto, marca registrada del mayor hacedor de frases de este libro, Carlos Saúl Menem); frases que fueron debidamente completadas con gestos (“Si querés que me baje los pantalones, me los bajo” le dijo Bernardo Grinspun, ministro de Economía de Alfonsín, a un enviado del FMI, al tiempo que efectivamente se bajaba los pantalones); el discurso psicótico de un primer mandatario que, el 19 de diciembre de 2001, y poco tiempo después de confundirse de puerta en Videomatch, pedir que “no nos dejemos vencer por los derrotistas que quieren llenarnos de optimismo”, mandarles saludos a Laura y a la gran familia de Telenoche y quejarse de la crisis de la merluza en el programa de Susana Giménez, salió a decir que “No hay crisis”; furcios notables como el del candidato a senador Avelino Porto (“Trato de prometer lo que no sé si voy a cumplir”), el de Deolindo Felipe Bittel (“La gran alternativa es liberación o dependencia, y nosotros vamos a optar por la dependencia”) y entre los cuales se extraña el de Buzzi (“No desabastecimos ni lo volveremos a hacer”); verdaderas sagas que dialogan en torno de una idea o declaración: “Vamos a lograr la Argentina que nos merecemos y soñamos, aunque algunos mantequitas estén llorando y quejosos” arremete en 1986 Alfonsín contra el líder sindical Saúl Ubaldini, quien no tarda en responderle: “Tiene razón el presidente Alfonsín, a veces me embargan las lágrimas. Pero llorar es un sentimiento y mentir es un pecado”; muletillas en las que nunca se pudo apoyar el discurso político (“No me atosiguéis”, entre ellas); e incluso graffitis que hicieron de una diferencia mínima una denuncia contra los discursos hegemónicos como “los argentinos somos desechos humanos”; “Si lo sabe, cante (un torturador)”; “El Papa usa anticonceptivos por si la santa cede”.
Y, si bien resulta más que complicado llevar a cabo un análisis exhaustivo de tanto palabrerío, sí pueden sacarse algunas conclusiones provisorias. En primer lugar, no sería tan arriesgado decir que, en ciertas ocasiones, el oportunismo de una frase puede llegar a ganar una elección: “Con Gabriela Kogan, que puso toda la marca de la edición gráfica de Quiera el pueblo votar, vimos cómo en los ‘80 empieza la profesionalización de la figura del político; de hecho, la figura de Alfonsín puede sintetizarse en un par de frases de campaña muy poderosas”, confirma la autora. Por otro lado, la impresionante recurrencia en los discursos de cada época: el fraseo en general rico, complejo e hipotáctico de San Martín, Sarmiento, Perón y Evita, por nombrar algunas de las figuras más rutilantes de nuestra política, en contraposición con el slogan tan efectista como vacío del neoliberalismo de los ‘90 que, increíblemente, recaía en palabras como “frivolidad”, “fiesta” y “diversión” como una suerte de puesta en práctica de aquel dicho según el cual “el que avisa no traiciona” aunque, claro, la traición siempre excedía al aviso: “Yo creo que todos tenemos derecho a una cuota de frivolidad de cuando en cuando”, dijo, por ejemplo, María Julia mientras conquistaba a muchos en tiempos en que salía semidesnuda en la tapa de la revista Noticias.
Después de todo, leyendo y releyendo y revolviendo todas estas frases, da la impresión de que la historia del país es demasiado breve como para que hayan pasado tantas pero tantas cosas; y, sin embargo, ese mismo impacto temporal está emparentado con uno de los objetivos que buscó seguir la autora de esta obra: “En momentos como éste, en que la sensación térmica de la calle, siempre agobiante, trágica y quejumbrosa, no te permite pensar que, por ejemplo y sin ir muy lejos, en 2001 la situación era tremenda, y que en la dictadura era terrible, creo yo que este tipo de materiales sirve para tomar conciencia, para redimensionar y poner en perspectiva el presente, para dejar de vivir en el puro presente. Esa idea de que siempre el momento presente es lo peor cuando en realidad hay, en el fondo de la historia, cosas horrendas que a muchos argentinos, por suerte, no les ha tocado vivir”.
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