Domingo, 26 de abril de 2009 | Hoy
ARQUITECTURA > PETER ZUMTHOR, EL BIENVENIDO PREMIO PRITZKER DE ESTE AñO
Cada tanto, el prestigioso Premio Pritzker, considerado el Nobel de la arquitectura, recae sobre alguien prácticamente desconocido en ese mundo de proyectos faraónicos, inversiones desorbitantes y resultados imponentes. Y este año le tocó a Peter Zumthor, hijo de un ebanista suizo que ha rechazado más proyectos que los que realizó, siempre siguiendo un mismo credo: el de alzar construcciones austeras y elegantes, que celebren los elementos, traigan al mundo bellas imágenes y generen una experiencia emocional en quienes entren en ellos. En mayo, este eremita bajará de su montaña en los Alpes y recibirá el premio en Buenos Aires.
Por María Gainza
No es un arquitecto mediático y su nombre no aparece en la lista de posibles candidatos a construir museos o centros culturales. Y aun así, como un eremita recluido en las montañas de la aldea suiza de Haldenstein, Peter Zumthor ha creado durante treinta años algunas pocas pero brillantes obras maestras de la arquitectura. Puede que el público no lo conozca, pero Zumthor es un arquitecto de arquitectos. Tiene una obra elegante, edificios austeros exquisitamente construidos que celebran la sensualidad de los materiales: la suavidad o aspereza de la madera, la rugosidad del concreto, la frialdad de la piedra. Su obra profunda y prístina combina el poder místico de un Louis Kahn con la disciplina rigurosa de un Mies van der Rohe.
Pero aquella situación idílica de éxito y anonimato parece peligrar: este año el Premio Pritzker, algo así como el Nobel de la arquitectura, decidió recompensar el trabajo de este arquitecto solitario. Entonces los flashes de las cámaras apuntaron hacia las montañas nevadas y Zumthor, a regañadientes, salió a hablar. Sus primeras palabras recordaron las de un Moisés recién bajado del monte Sinaí, espantado ante un mundo que venera becerros de oro.
“Si tengo la impresión de que mi nombre podría emplearse con fines comerciales no me enrolo. No he construido una villa a los herederos de Hugo Boss, ni un museo para un coleccionista de arte en Texas, he rechazado la propuesta de Audi para realizar concesionarios de exposición en todo el mundo y también la de Giorgio Armani para una pasarela en Milán, eran cosas que no me convencían del todo. Quizás fue un error, pero...”. Y: “La belleza existe, aunque sus apariciones son relativamente infrecuentes y, normalmente, se producen en lugares inesperados”. Y: “Soy un fenomenólogo, parto de la experiencia del mundo, y ésta me interesa en el sentido más amplio. Yo vivo ahora, oigo los cencerros de las vacas fuera y el agua en los radiadores dentro”.
En el pasado el Premio Pritzker ha oscilado entre celebrar el trabajo de estrellas presumidas como Rem Koolhaas y Zaha Hadid, o bien apoyar la idea de que los flashes no son el único camino hacia el panteón de la arquitectura. Por eso, cada tanto, alguien que es casi un desconocido gana el premio: el noruego Sverre Fehn lo recibió en 1997, Peter Zumthor ahora. Nacido en Basilea, hijo y aprendiz de un fabricante de muebles y maestro ebanista, Zumthor balanceó esa primera formación romántica con estudios teóricos duros en el Pratt Institute de Nueva York. Sin embargo, a medida que crecían sus conocimientos académicos más aumentaba su respeto por la artesanía de su padre. Producto de esta dualidad entre la calidad de lo artesanal y un interés real por el pensamiento moderno, surgió en 1989 en una pequeña aldea del valle del Rhin su primera obra conocida: la capilla de Saint Benedict. Una extraña estructura cilíndrica hecha en madera que parece un tanque de agua gigante.
Ya entonces se vislumbraba la paradoja que sostiene cada uno de sus trabajos: la habilidad por crear una arquitectura de materiales puros y espacios continuos que es a la vez imposiblemente sencilla y complejamente misteriosa. El espectro de sus propuestas comenzó a ampliarse: abarcó así desde la premeditada rusticidad de Saint Benedict hasta la solidez de un gran bloque de hormigón cubierto por piedra cuarcita para los baños termales de Graubünden en Vals, Suiza, construidos en 1997. Allí, en la ladera del valle, un rotundo búnker perforado por aberturas cuadradas de diferentes proporciones se abre al paisaje como un antiguo baño romano. En su interior, el espacio es secreto y litúrgico.
Diez años después, en 2007, el “ninja de la arquitectura”, como llaman a Zumthor a raíz de sus silenciosas acrobacias constructivas, alcanzó su satori: la Capilla de campo Bruder Klaus. Una humilde iglesia en Mechernich, Alemania, construida con la ayuda de los granjeros de la zona. En su interior, una estructura de troncos convergente le dio forma de tipi. Más tarde, esos troncos fueron cubiertos con concreto y quemados en un fuego que ardió durante tres días seguidos. Una puerta triangular y esotérica, como la de una gruta de Alí Babá, abre el paso a un corredor oscuro. Un fuerte olor a ahumando aún recuerda el fuego. Las paredes se inclinan hacia adentro. Unos pasos más y una insospechada luz cenital tira sombras negras y azuladas sobre las paredes estriadas. Sin ventanas, esa única abertura al cielo es un óculo que tiene la fuerza centrífuga de una elipse de Richard Serra. Un banco, unas velas y un busto de Klaus, el místico del siglo XV, son la única decoración interior. La capilla recuerda a un útero. Las nociones de nacimiento y creación, de luz y oscuridad exprimen el espacio.
La capacidad por recordar y recrear atmósferas es, para Zumthor, una herramienta indispensable. En “Thinking Architecture”, Zumthor describe la manija de una puerta: “Solía tocarla cuando iba al jardín de mi tía. Esa manija aún hoy me parece la entrada a un mundo de olores y estados diferentes. Recuerdo el sonido de las piedritas debajo de mis pies, el suave brillo de la escalera de madera recién encerada. Puedo escuchar la pesada puerta de entrada cerrándose detrás de mí mientras yo camino por el largo y oscuro corredor hacia la cocina”. Por eso es la experiencia y no la teoría lo que empuja sus obras. Fuera de una profunda captación de las formas, no hay dogmas detrás de sus espacios. Es más bien un ethos arquitectónico. Lejos de las modas, de la idea de hacer “sólo bellas imágenes”, cada edificio de Zumthor es distinto del otro y capaz de crear una experiencia emocional totalmente nueva y privada. En sus escritos, Zumthor rara vez menciona otras obras de arquitectura: una película de Aki Kaurismaki o una composición de John Cage le resultan más cercanas a su proceso creativo que la historia de la arquitectura: “Las casas de otros arquitectos están presentes, pero son una parte muy pequeña de mi experiencia diaria. Nunca se me ocurriría estudiar los últimos 500 balnearios antes de hacer el mío. Eso sería realmente tonto”.
Uno de sus proyectos más conocidos nunca se llevó a cabo. En 1993 ganó un concurso para crear un museo y centro de documentación sobre los horrores del nazismo para ser construido en Berlín. El proyecto se comenzó, pero por razones financieras fue abandonado a mitad de camino. El edificio a medio terminar fue demolido en 2004. Pero Zumthor no se enfureció, tenía ya otras cosas en mente: “La calidad arquitectónica parece cada vez peor, hasta que de repente surgen en lugares remotos edificios maravillosos. Siempre sucede así en el mundo: se elimina la sastrería y todo se vuelve confección barata y mediocre, hasta que de golpe surge un grupo de japoneses que nuevamente crean telas bonitas trabajadas con extremo cuidado. Cuanto más empeora por un lado, mejor aparece por el otro”.
Mientras una época de megaproyectos arquitectónicos llega a su fin, el reconocimiento al trabajo de Zumthor parece señalar un nuevo comienzo. Ya no el de los edificios extravagantes y grandilocuentes de presupuestos irrisorios, sino el de construcciones austeras y honestas que afirmen la justa medida de la arquitectura en un mundo que, como una casita de naipes, un soplido podría voltear.
Este año la entrega del Priztker Prize se llevará a cabo el 29 de mayo en Buenos Aires.
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