Domingo, 26 de abril de 2009 | Hoy
GREGORIO KLIMOVSKY (1922-2009)
Por Leonardo Moledo
En esta merecida catarata de artículos que rodean la muerte de Gregorio Klimovsky, asoman muchos personajes (como se definió él mismo en su último y desconcertante libro: Mis diversas existencias), el Klimovsky científico, el Klimovsky lógico, el Klimovsky filósofo y pensador, el humanista, el luchador por los derechos humanos, el Klimovsky ético, el que se enfrentó, despojado, a la dictadura genocida, el integrante de la Conadep. Todos ellos parecen confluir en este gran y singular personaje.
Pero tal vez no sea tan así: Klimovsky fue un único personaje, que desarrolló coherente y precisamente una línea que llevó adelante contra viento y marea (y qué viento, y qué marea): la ciencia, la filosofía y la ética como un bloque solidario en el que no se pueden diferenciar matices.
Y es que en cierto modo, Klimovsky es heredero del Círculo de Viena y de los avatares posteriores de ese neopositivismo lógico que surgió para enfrentar a la metafísica y establecer buenas definiciones en la ciencia, y que terminó por enfrentar al fascismo, esa fuerza tan humana que Vassily Grossman definió como la principal enemiga del hombre, o mejor, del Hombre, o la Humanidad, así, con mayúscula.
Pero del mismo modo que el positivismo lógico se preguntaba por la verdad en la ciencia, tomaba también la ciencia (y la verdad consecuente, con todas las dificultades que implica semejante palabra), como una manera de vivir: y así como la teoría no se deduce de los hechos, pero los hechos dan pie para formularla, la ética de la verdad tampoco; y es un salto que es necesario que el filosófo dé, y Klimovsky dio.
No fue un humanista, un ético, además de ser un gran científico y filósofo; fue un humanista y un ético justamente porque fue un gran científico y filósofo, que se mantuvo siempre dentro del carril de la racionalidad (o por lo menos de la razonabilidad); en contra de los brotes irracionales que el posmodernismo pretendió imponer (y en buena parte impuso) mezclando los relatos, confundiendo la idea de verdad con la de enunciado, despreciando a la razón, y sumergiendo al pensamiento en el supermercado de las ideas, donde cualquiera podía elegir, guiándose por el precio (o por oscuras e indescifrables perversiones), una ideología entre las miles que se ofrecían en las góndolas del neoliberalismo filosófico.
Como los antiguos filósofos naturales, Klimovsky pensó siempre que la verdad científica permitía, como producto de su método racional, la verdad moral, ese “actuar bien” que entre otras cosas mereció la cicuta y el destierro; y así fue como pudo enfrentar, firmando, absolutamente solo, como ciudadano particular, una solicitada por los desaparecidos, cuando nadie se atrevía a salir de su madriguera.
Pero, retomando (y repitiendo), así como la inducción que conduce a la Ley no garantiza la verdad, y el paso inductivo se da en el vacío (y ahí reside el método creativo, la marca del genio), el paso ético tampoco se da automáticamente, y ahí reside el mérito del hombre libre, del sujeto que, inventado en Grecia (en el preciso instante de beber la cicuta), todavía subsiste... Raramente, pero subsiste.
Porque eso, en suma, fue Klimovsky: filósofo, lógico, ético, pero sobre todo y gracias a todo eso, básicamente un hombre libre.
Un hombre libre, sí.
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