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Domingo, 24 de mayo de 2009

ENTREVISTAS > ANDY CHANGO: DE AQUELLAS DROGAS A BORIS VIAN

Chango Vian

Andrés Fejerman hizo su irrupción en la escena del rock argentino a mediados de los ‘90 con Superchango: sus canciones diseccionaban con gracia, inteligencia y sensibilidad la experiencia de las drogas y la banda que recibía en el escenario invitados como Charly García y Andrés Calamaro. Después vinieron los recordados raids por la telebasura rebatiendo a las mentes más cerradas de la pantalla. Pero el precio de esa exposición fue alto y Chango todavía lo está pagando. Sin embargo, más sereno y más curtido, su disco con versiones propias de canciones de Boris Vian es un regreso más que bienvenido a las disquerías argentinas.

 Por Martín Pérez

Unos tres meses atrás, Andy Chango le puso una mano en el hombro al rey de España. Fue en la recepción que los reyes hicieron para Cristina Kirchner en el Palacio Real, allá en Madrid, pero Chango no recupera el momento en esta calurosa tarde porteña por ninguno de esos títulos de nobleza o nombres propios, sino porque recuerda que esa mismísima noche una señora rubia se acercó del brazo de su marido para decirle que ella tenía su piano rojo, que lo había comprado en un remate para Unicef. Porque resulta que el famoso piano que engalanaba el living del recoleto departamento porteño de Andrés Calamaro –del que fue expulsado por sus vecinos, en plena euforia creativa que lo terminaría llevando hasta su penta-Salmón– supo ser suyo. “En realidad, antes de ser rojo, primero fue de Alina Gandini. Después fue del Colorado Arbiser, afinador del Colón y amigo de Luca, que lo pintó –precisa quien asegura haberlo disfrutado en sus mejores épocas de chico de Palermo con terrible casa familiar, piano de cola rojo incluido–. Después se lo canjeé a Calamaro por un piano que me dio acá en España. Y Andrés, en su mejor momento, lo marcó legendariamente con un bate de béisbol.” El aparente final de su curioso recorrido llegó cuando, desprendiéndose de aquellos agitados recuerdos aún marcados, Calamaro lo donó dos años atrás para un remate online gestionado por Unicef. Pero el verdadero final de la historia lo está contando ahora Andy Chango, y aunque el remate –y toda la trama, en realidad– sorprenda y le saque una sonrisa a quien lo escucha (y también sonría el narrador, celebrando que la anécdota cierre de manera casi perfecta), de alguna forma extraña la historia no termina de ser ninguna sorpresa. Porque Andy Chango está hecho para vivir y protagonizar esta clase de anécdotas, siempre desde los márgenes de eso llamado rock nacional. O de eso llamado rock, a secas. Porque el lugar que ocupa en ese devenir del piano rojo es el que parece ocupar su música dentro de esa gran familia que a veces parece ser el rock local.

Protagonista de una banda de éxito efímero a mediados de los ‘90, Chango apareció realmente en escena con un pegadizo y polémico disco debut antes de que terminase la década, en el que sonaba como heredero de Fito Páez y Calamaro –dicho esto casi de la misma manera en que Prodan dijo alguna vez que Páez era el hijo de Charly García y Nito Mestre–, y que resumía y celebraba, con gracia y sensibilidad, los devenires alrededor del segundo ítem de la santa trilogía del género: las drogas. Pero acto seguido se inmoló públicamente como artista con apariciones televisivas casi heroicas, polemizando con cruzados antidrogas de toda calaña, que en el fondo deben haberse sentido como alguna vez bromeó el mítico cómico norteamericano Bill Hicks: “Si estamos peleando una guerra contra las drogas y los drogados nos ganan... ¿qué quiere decirnos eso?”

Dos discos y ocho años después, Andy Chango regresa a Buenos Aires con otro álbum bajo el brazo, mucho menos polémico y endogámico. Cantando las canciones de Boris Vian, un bohemio urbano como él, asegura haber salvado una vida llena de desventuras que sabe, sin embargo, contar sin dramas y pudiendo reírse de todo. “Tres cosas en realidad me salvaron la vida: haber encontrado un amor, tener un programa en Radio 3 y este proyecto discográfico –enumera–. Pero lo que nunca me imaginaba es que las canciones de Vian iban a quedar tan bien traducidas, grabadas... ¡y cantadas por mí!”

El remedio y mi enfermedad

Una de las más oscuras leyendas del rock es la de Roky Erickson, que para evitar la cárcel por posesión de drogas se declaró insano, pero terminó saliendo de la clínica psiquiátrica –-electroshocks mediante– definitivamente loco. Una historia similar, aunque no tan terminal, se puede decir que sufrió Chango, que a los 21 años fue internado por la fuerza en un hospital donde lo tenían atado a una cama, y alguien le comentó de una granja donde los internos estaban libres y deambulaban al sol. Así comenzó su año de suplicios en algo llamado Proyecto Hombre, que recuerda como una suerte de Gran Hermano surrealista, flagelante y cruel. “Me impidieron recibir mis cartas/ me enseñaron a sentirme mal/ me inculcaron tantas culpas que no pude ni llorar/ esta vez fue peor el remedio que la enfermedad”, retrató la experiencia en “Demencia temporal”, uno de los mejores temas de su álbum debut. “Pero también tuvo sus anécdotas, como el subcampeonato que gané en un torneo de paddle entre institutos antidroga –se ríe Chango–. Salimos subcampeones sólo porque mi compañero se puso nervioso en la final. Se inyectaba de todo, era super satánico, pero parece que lo inquietó que todos estuviesen viéndolo jugar.”

Hijo de una madre psicóloga y un neurólogo tan prestigioso que tiene una enfermedad con su nombre, el Síndrome Fejerman (“Que no soy yo, que le choco el coche y cosas peores”, bromea Chango), el joven Andresito siempre fue alentado por la familia en sus andanzas musicales, y también supo fumar a escondidas desde su más tierna edad. Armó su primer grupo a los 12, con su amigo Juampi y Gonzalo Córdoba (luego guitarrista de Suárez) y cuando se empezó a juntar con Pol ya tenían la certeza de que el rock estaba en su futuro. “Estábamos seguros de que éramos unos capos –-recuerda Chango–. Sólo nos faltaba demostrarlo.” El empujón final para lanzarse al ruedo, entonces, lo entregó ese año perdido en el Proyecto Hombre. “Fue lo único bueno de todo eso: después de un año sin música, sólo quería tocar ¡Porque ahí estaba prohibido hasta cantar! Y entonces se armó todo.”

Todo lo que se armó fue Superchango, el grupo con el que Andy y sus amigos entraron rápidamente en la gran familia del rock nacional. “Llenábamos el C.O.D.O. y subía Charly a tocar, íbamos a la casa de Andrés a mostrarnos los temas... ¡Era lo más!” Fueron los primeros conciertos llenos, las primeras buenas reseñas, las primeras chicas que se acercaban a ver qué había por ahí. Pero no duró mucho: al poco tiempo Pol y Chango viajaron por Madrid, Marruecos y Amsterdam, y decidieron que tenían que vivir allá. “Digamos que Pol se lo pensó mejor cuando volvimos... pero yo no.” Además, pese a que todo recién empezaba, la lucha de egos de los Superchango ardía. “Todos componíamos, nos preocupaba dónde estaba cada uno en el escenario, en las fotos... ¡hasta si uno se compraba un pantalón nuevo!” Pero fue la paranoia y la agresividad porteña lo que asegura que lo terminó echando. “Cada vez que salíamos a la calle con los pantalones de colores o las uñas pintadas, sentíamos que se estaba rifando una masacre. En una de ésas debería haberme quedado a hacer algo de dinero, a aprovechar el momento, si es que lo había. Pero el día que aterricé en Madrid vibré una paz que todavía hoy la sigo respirando.” Y si para colmo sus nuevos temas, con el apoyo de Ariel Rot y Calamaro –y el disco de Superchango como muestra– hacen que la poderosa indie DRO le abra sus puertas, ya no hay vuelta atrás. “Me dijeron que querían que fuese el freak de la compañía. Y yo encantado.”

El capitán Angustia

Poco más de una década pasó ya desde aquel debut solista a toda orquesta, y Andy sabe que lo poco que le queda de todo eso es un cierto prestigio como artista de culto. A partir del cual pudo renacer con su flamante Boris Vian, que muy de a poco fue encontrando su lugar primero en su vida, después en el mundo discográfico, y por último en los escenarios. Pero lo cierto es que aún hoy Chango se sorprende por los recursos puestos a disposición de lo que a fin de cuentas era un álbum debut: “Estaba con un nivel de delirio altísimo, y libre como el viento, y estuvimos como cuatro meses grabándolo en sesiones nocturnas. Y cuando la voz ya no me dio más, me pusieron un estudio móvil para ir a grabar a Cádiz, ‘para que el cantante descanse la voz’. Eso se lo pueden hacer a Pink Floyd, pero es inimaginable para un debutante.”

Desde tan arriba sólo es posible caer, y eso es lo que se pasó haciendo Chango durante todos estos años. De hecho, todo empezó con una caída literal: “Haciendo una pirueta me rompí un hueso, que terminó con la grabación de Honestidad brutal mudándose a mi cuarto de hospital. Pero así fue como me pusieron mal el yeso, apretándome el nervio ciático, y no podía caminar.” Ahí nació el Capitán Angustia: si su álbum debut fue un trabajo conceptual sobre las drogas, el siguiente tema fue el bajón que produce cualquiera de ellas. “Me hice el traje de superhéroe, traté de reírme de mí mismo”, recuerda Chango, que después de la edición de ese segundo disco –Las fantásticas aventuras del Capitán Angustia (2001)– no hizo más que seguir por la pendiente. Se fue a vivir primero a las afueras de Madrid, casi en el campo, donde se casó y tuvo una hija. Pero peor le fue cuando volvió a Madrid, a vivir solo en un único ambiente, y terminar debiéndoles dinero a todos sus conocidos, y no tanto. “Eso fue tocar fondo –advierte–. Eso si: nunca me faltó con qué drogarme. Cada vez que salía a la calle alguien me invitaba a algún lado. Lo que no tenía era para comer.” Entre las afueras y el monoambiente grabó Salam Alecum (2002) auxiliado por Fernando Lupano y Tito Losavio, para un productor que prometió todo y no pagó nada. “Una típica estafa del rock”, resume Chango, que dice que apenas si es un demo antes que un disco, y que prefiere olvidarlo. “Aunque en vivo aún toco temas como ‘Calumnias e injurias’ y ‘Los colores del amor’”, concede.

La primera luz al final del túnel le llegó siguiendo un consejo de Albert Pla: para dejar las drogas legales se fue a vivir a un pueblito perdido en el Amazonas, donde reina la ayahuasca. “Ahí pasé la crisis de abstinencia más grande de mi vida –recuerda–. Pero cuando mejor me sentía, tuve una apendicitis mal diagnosticada que devino en peritonitis y casi me muero.” Sus padres volaron a salvarlo a San Pablo, donde había sido bien diagnosticado y operado de urgencia pero donde le habían robado todo. De regreso en Madrid, comenzó a reconstruir su vida, pagando lentamente sus deudas, primero con el estado español. Y, ahora que logró hacerlo, empezó a pagarles a sus amigos. “Es mi deseo para cuando cumpla los 40: no tener nada, ni siquiera deudas.”

A la cama con winnie the pooh

Aunque llegó a Buenos Aires enfurruñado ante la perspectiva de que cada vez que tuviese una entrevista para hablar de Boris Vian todos le terminasen recordando su pasado como estrella de la tele basura, Andy confiesa que está llevando muy bien la experiencia. “El otro día me mostraron algunas de esas apariciones, que nunca había visto. Y me gustó verlas. Porque fue algo vocacional, que hice por las ganas de luchar contra la hipocresía que veía con respecto al tema de las drogas, pensando en amigos que habían pasado más de un infierno por llevar en el bolsillo un porrito”, explica. ¿Cómo fue volver a una Buenos Aires que ahora tiene una revista como THC en el kiosco? “Bueno, nunca falta el perejil que me dice todo este cambio es gracias a mí”, se ríe. Pero lo cierto es que en cada una de aquellas apariciones Andy Chango lucía totalmente convencido y, pese a su aspecto decadente, la batalla intelectual no dejó de ganarla una y otra vez. Pero también así fue como echó por tierra casi definitivamente la posibilidad de ser respetado como músico. “Fue algo muy valiente y desinteresado que hice –calcula–. Pero también es verdad que quería llamar la atención. Estaba dispuesto a ir a cualquier sitio y hacer cualquier cosa para promocionar mi disco. Algo que hoy no haría de ningún modo.”

Aunque como buen porteño ilustrado confiesa tener leídos tanto La espuma de los días como El otoño en Pekín, el ya no tan joven Fejerman confiesa no que no sabía que Vian también escribía canciones hasta que un amigo cayó con la idea de hacerle un disco homenaje. “Pero él quería adaptarlas al rock, y la verdad que cuanto más las escuchaba, más me parecía que tenían que ser con instrumentos antiguos y respetando el estilo original –-cuenta Chango–. Así que hice lo mejor que podía hacer: robarle la idea. Dándole su crédito, por supuesto. Pero haciendo la mía.” Se fueron seis meses detrás de las tres primeras canciones de muestra, pero a partir de entonces el proyecto tomó forma rápidamente. “Además el proyecto apareció justo cuando la crisis que tenía con el discurso del rock y el pop, por esa ansiedad por no repetirme, amenazaba con ser terminal.” ¿Habrá ahora un Boris Vian 2? “La verdad que después de las más de 200 canciones que escuché hasta encontrar las 15 que están en el disco, sería muy fácil hacer eso. Pero no es lo mío. Me gustaría, eso sí, grabar algo nuevo con la misma banda.” Con una semana de funciones en Madrid con el espectáculo, y un año por delante para seguir presentando el disco, Andy Chango tiene tiempo para seguir pagando sus deudas. Pero el tiempo pasa para todos. “La verdad que tenía otra imagen de mí mismo –dice–. Soltero en Buenos Aires, sin mi mujer ni mis hijas, me imaginaba noches de putas y de excesos. Pero todas las noches termino mirando la tele en casa de mis padres, metido en la cama familiar, con mi pijama de Winnie The Pooh”, remata con una sonrisa. Vaya uno a saber si resignada o maliciosa.

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Foto: Nora Lezano
 
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