Domingo, 24 de mayo de 2009 | Hoy
CINE > JONAS MEKAS: LIBRO Y PELICULAS EN EL MOCA
Entre 1944 y 1955, Jonas Mekas —cineasta, pionero, vanguardista, poeta de la imagen— llevó un diario que comienza durante su encierro en campos de trabajos forzados, como esclavo de los nazis, cuando fue atrapado huyendo de su Lituania natal hacia Viena, y culmina en Nueva York en sus primeros años como norteamericano. Los diarios se llaman Ningún lugar adonde ir (editorial Caja Negra) y acaban de editarse en la Argentina. Dolor, miedo, tristeza y ramalazos de humor en un texto que anticipa sus películas, un relato que, como su cine, también está constituido por verdaderos fragmentos de tiempo.
Por Mariano Kairuz
Muchos años antes de que el documental en primera persona se convirtiera en un procedimiento de moda capaz de alumbrar unas cuantas obras maestras y otros tantos despropósitos, Jonas Mekas dio forma a un sistema narrativo de “diarios” fílmicos que se convertiría en una de las expresiones más personales, sinceras, e íntimas del cine. Esos “diarios, notas y bocetos” (películas como Walden, de 1969; Reminiscences of a Voyage to Lithuania, 1972; Lost, Lost, Lost, 1975), realizados todos después de la llegada a los Estados Unidos de este inmigrante lituano, tuvieron su antecedente en los diarios que Mekas llevó por escrito desde los 22 años, durante el último año de la Segunda Guerra y los primeros de la posguerra. Figura central del cine experimental y de vanguardia norteamericano, Mekas hace en estos diarios, que la editorial Caja Negra acaba de editar con el título Ningún lugar adonde ir, un relato directo, fluido, conmovedor, a veces poético y tristísimo, otras veces divertido, de aquellos padecimientos. Y a partir de su relato, se iluminan una vez más esos verdaderos fragmentos de tiempo vivido que son sus películas.
Hipnotizado desde muy chico por la biblioteca de un hermano quince años mayor y las de un par de personajes vecinos de su pueblo, y firme desde los diez años de edad en su vocación de convertirse en poeta y escritor, Jonas Mekas abandonó su hogar a los 22 junto con su hermano Adolfas. En parte, fue para salvar su vida: la máquina de escribir con la que había estado editando un boletín antialemán se perdió, y era cuestión de tiempo que el ejército de ocupación diera con él. Y en parte fue también para estudiar, para ir a la universidad. Jonas y Adolfas partieron rumbo a Viena, pero en el camino su tren fue detenido y ambos fueron a parar a campos de trabajos forzados, donde pasarían los siguientes meses como esclavos de las fábricas de los nazis. Fue ahí mismo, en 1944, que Mekas empezó a escribir sus diarios. Sus entradas cronológicas van narrando la vida en los campos de trabajo, y luego en los de refugiados; más tarde la llegada a Nueva York y sus primeros años norteamericanos, durante los cuales Mekas se convirtió en cineasta. Las últimas entradas corresponden a 1955.
En una introducción escrita en 1985, Mekas anota: “Al releer estos diarios ya no sé si se trata de verdad o ficción. Todo retorna con la nitidez de un mal sueño que te hace saltar temblando de la cama; leo esto, no como mi propia vida, sino como la vida de otro, como si el sufrimiento nunca hubiera sido mío”. Apenas un par de párrafos más arriba, acababa de contar que buena parte de las personas que marcaron de alguna manera su vida desde su infancia, como esos raros poseedores de bibliotecas que le prestaron decenas de libros, o el “adusto” poeta judío al que se encontraba en la oficina de correo, terminaron asesinados por los alemanes. “No sé qué dice esto sobre la época en que vivíamos, sobre el lugar de donde provengo, pero la mayoría de los protagonistas de mi infancia están muertos. Muertos antes de tiempo.”
Pero a pesar de esa sombría anotación, se impone en su diario un impulso vital, como el que alimenta sus películas. Hay algo en su descripción de las penurias de la guerra y la posguerra que parece estar autorizando el tono esperanzado de los años posteriores, la luminosidad de su cine. Se suele decir que en sus películas hay una “celebración” de eventos de la vida de lo más cotidianos: la vida familiar, los primeros años de su hija, algunos viajes, la belleza de Nueva York según van pasando las estaciones del año y sus colores. En medio del hambre, de las más básicas carencias materiales —y Mekas es muy concreto en su relato de lo que significaba en la Europa de fines de los ‘40 la conquista de una papa o de unos huevos, o de un pedazo de pan ¡adulterado con aserrín!— Jonas y su hermano no parecen perder por un instante su objetivo de seguir adelante, de seguir leyendo, de escribir poesía, de volver a ver otras películas que no sean horribles propagandas alemanas; de mantener viva la vocación artística. Incluso hay cierto (oscuro) humor en la descripción de la comunidad de prisioneros que integraban: “Si los comparo con los otros prisioneros —-escribe el 25 de febrero de 1945—, los rusos siguen siendo más humanos, de algún modo, que los otros. Se sientan, empiezan a cantar, y se les caen las lágrimas. Los otros, los franceses y los italianos, lo único que saben hacer es quejarse”. Las entradas de su diario prefiguran ya un poco el devenir de algunos de sus mejores films-diarios: algo del registro del paso de los días, elevado a categoría artística no por obra de algún efecto estetizante, sino por su pura gracia y su fluidez narrativa: lo que se ve es lo que hay. En 1947, ya en la Universidad y algo desencantado con la academia, escribe: “Todo lo que veo, leo o escucho, se conecta o traduce en estados de ánimo, fragmentos de los alrededores, colores. No, no soy un novelista. No tengo precisión para la observación, los detalles. Para mí todo es un estado de ánimo, y si no, simplemente nada”. Sus películas experimentales serían, en buena medida eso: estados de ánimo.
Mekas llegó a Estados Unidos, con su hermano, a fines del ‘49, pero antes pensaron en irse a Israel o a Australia. Su destino fue casi accidental: viajaron con la promesa de un trabajo en una panadería de Chicago. Pero al descender de su barco en Nueva York, se encontraron con Manhattan y se sintieron en el centro del mundo. “Ya estamos en Nueva York. ¿No sería estúpido irnos a Chicago?” Hoy, a los casi 87 años, sigue diciendo que él no es norteamericano, sino neoyorquino. En esa ciudad vería primero todo el cine —el comercial y la vanguardia—, y para 1953 ya estaría filmando el propio. En esa ciudad se haría amigo de varios de los grandes cineastas experimentales de su generación (como Stan Brakhage); fundaría una revista pionera (Film Culture), montaría cineclubes; crearía una cooperativa de cineastas, y una de las instituciones más importantes dedicada al cine de vanguardia en el mundo: el Anthology Film Archives. También inauguró la primera columna de cine del semanario contracultural The Village Voice, centrándose cada vez más en las películas a las que pocos prestaban atención y casi nadie daba difusión. Y desde esa ciudad libró grandes batallas legales por el derecho de exhibición de films malditos (como el de Jean Genet, o el mítico Flaming Creatures de Jack Smith, censurado por lo que los vetustos estándares de la época consideraban “pornográfico”). Aunque Ningún lugar adonde ir no llega tan lejos, y quizá las partes más reveladoras de la transformación de Mekas en neoyorquino sean aquellos primeros tiempos donde, una vez más, las penurias económicas, el desempleo, las experiencias laborales enloquecedoras, postergaron todavía un poco más la concreción del sueño.
Quien haya tenido oportunidad de ver una de sus películas más recientes, As I Was Moving Ahead I Saw Brief Glimpses of Beauty —casi cinco horas vibrantes, magnéticas, poderosas— quizás encuentre el germen de esta obra mayor del cine autobiográfico, en los diarios de Mekas. Hay enormes contrastes entre ambos —de la tristeza y la tragedia a la felicidad—, pero los une algo más fuerte que el hecho de provenir de pedazos de realidad: su reflejo sincero de estados de ánimo, de vuelcos espirituales; su enorme, cálida y brutal autenticidad.
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