Domingo, 20 de septiembre de 2009 | Hoy
FOTOGRAFíA > LA MUESTRA DE WORLD PHOTO PRESS
Como todos los años, la organización independiente World Press Photo eligió casi 200 fotos de entre las 100 mil enviadas por 5500 fotógrafos en 124 países para su muestra anual que intenta ofrecer un recorrido por las mejores fotografías periodísticas del año anterior. Inaugurada a pocos días del cierre de la muestra anual de fotoperiodismo argentino, ambos pantallazos a las atrocidades que suceden acá y en el mundo llevaron a Guillermo Saccomanno a cruzar ambas muestras, en busca de respuestas a los interrogantes que plantean.
Por Guillermo Saccomanno
Aunque nació en Ginebra en 1925, los compañeros de colegio llaman al chico “cerdo alemán”. Es un auténtico blanco fijo. Lo acorralan y lo excluyen alternativamente. Más tarde, ya licenciado en Economía, trabajará para las Naciones Unidas en la asistencia de refugiados. En 1949 se encuentra en Palestina. Y no deja de sacar fotografías. A los treinta años pega un cambio brusco en su profesión: se hace fotógrafo. La pasión en ponerse del lado de los parias le viene de aquellas verdugueadas que sufrió en la infancia. Como fotógrafo continuará su desempeño en las Naciones Unidas, en distintos lugares del mundo. Allí donde se encuentren parias, allí estará con su cámara. También, además de víctimas, se ocupará de registrar el paso del tiempo en la naturaleza y los objetos de lo cotidiano. Su nombre, Jean Mohr, es emblemático en el arte de la cámara. Reconocido como un artista de la imagen, a mediados de los ‘60 se perdió con el escritor John Berger en la Inglaterra rural con el propósito de narrar, cada uno en lo suyo, pero fusionando palabra e imagen, al médico John Sassal. El resultado fue Un hombre afortunado, un libro destinado a convertirse en texto propiciador de un insight.
Me acordé mucho de este libro de Berger y Mohr en estos días. Me acordé mientras recorría dos exposiciones de fotos. En menos de dos meses Buenos Aires tuvo el privilegio y el espanto de dos exposiciones fotográficas de gran magnitud: la muestra anual de fotoperiodismo argentino en el Palais de Glace (hasta hace unas semanas) y la del World Photo Press (actualmente en el Centro Borges). Por qué “privilegio” y por qué “espanto”. Privilegio porque en pocas ocasiones se tiene la oportunidad de apreciar a través de una sucesión aluvional de fotos el patetismo, la grandeza y también toda la miseria y destrucción que se extiende por la humanidad entera más allá de las diferencias raciales y de fronteras. “Espanto”, digo, justamente porque la impresión que causa ver tanto dolor expandiéndose sin consuelo y sin fin lo hace a uno sentirse, además de poca cosa, cómplice. Debo aclarar ahora por qué escribí “poca cosa” y por qué “cómplice”. “Poca cosa” porque semejante visión totalizadora del dolor a uno lo escalofría, paraliza y lo hace sentir diminuto frente a dramas que sobrepasan por instantes la comprensión de una humanidad que avanza inexorablemente hacia su propia destrucción. Y acá cabe preguntarse qué quiere decir comprensión, qué hay que comprender. “Cómplice”, me explico, porque uno puede sentir que haga lo que haga, se trate de una militancia o una actividad creadora, no cambiará demasiado la realidad. Entonces, qué. Quizá, como sostenía Hemingway, se trate de luchar contra la adversidad aun sabiendo que la derrota acecha.
Procurando una respuesta, releí la crónica de Berger sobre el médico Sassal. Y lo releí, me lo digo ahora, porque precisaba una dosis mínima de esperanza. Berger escribió Un hombre afortunado en 1964. Sin duda, John Berger es uno de los escritores más comprometidos de y con el presente. El suyo es un compromiso que no proviene solamente de su extracción proletaria. Puede constatarse en sus artículos, ensayos y novelas. El ciclo De sus fatigas sobre el campesinado europeo es una prueba de su puntería en la observación y de marca de estilo, un ejemplo de cómo el arte puede ser denuncia y reflexión sin patinar en la bajada de línea panfletaria. El gesto de Berger al internarse en la Inglaterra rural remite directamente a Van Gogh en la cuenca minera del Borinage. Este, se me ocurre, es el antecedente desde el que corresponde enfocar este libro “misionero”. La crónica que Berger escribió, fotografiada por Mohr, acompañando los dos al médico sanitarista Sassal, es a la vez colectiva (el fresco de sus pacientes, sus casos) e íntima (las incertidumbres, vacilaciones y búsquedas de Sassal, que no siempre concluyen en una cura o en una salvación). Lo que sus pacientes, esos habitantes rurales, valoran en un sujeto, antes que nada, es la entereza. Porque para sobrevivir en esta tierra, lejos de la mano de Dios, es imprescindible, como los héroes de Conrad, entereza. Conrad, cabe consignarlo, era el autor preferido de Sassal en su infancia. Ahora, en esta tierra dura, hay algo de Conrad que Berger admira en Sassal: esa entereza que requiere mantener la calma cuando el tifón arrecia. Sassal tiene que atender tanto un parto como una cirugía. En no pocas ocasiones interviene al paciente sobre la mesa de una vivienda precaria. Muchas veces su trabajo consiste, más que en medicar, en saber escuchar. Al curar a los otros, observa Berger, Sassal se cura a sí mismo. Berger registra un hecho significativo: muchas veces sus pacientes se tranquilizan al saber el nombre de su mal. El saber el nombre del mal parece garantizar, además de la confianza en el médico, una fe en el restablecimiento.
Berger se formó como pintor y escribió sobre artes visuales. La fotografía no escapó a su interés. Y él mismo, con una cámara que le regaló el director suizo Alain Tanner, probó ser fotógrafo. Me pareció lícito interrogarme sobre el sentido de incorporar fotos a un relato literario a un tiempo sutil y contundente. Berger no es un escritor que precise de ilustraciones para contar una historia. Tuve una intuición: las fotos además de anclar la acción, de fijarla, insinúan un Berger que se comporta como el paciente que no conoce el nombre del mal. La foto, pienso, nombra algo que se ignora y de lo que no se puede hablar. La foto, como si fuera un nombre, tiene un poder sanador. Me acordé entonces de Adriana Lestido, que entiende la fotografía y el arte de enseñarla como una sanación. Una vez que terminé de leer la crónica, volví a observar las fotos. Me detuve en cada una. No tienen ninguna pretensión “artie”. Tienen un aire de instantaneidad compartido con el fotoperiodismo. Pero no funcionan únicamente como testimonio. Pero, aunque suene contradictorio, me pregunté, me pregunto ahora, si además de esto no habrá sido también que Berger, acompañando al médico, se dio cuenta del poder curador de la palabra, pero también de sus límites. Lo mismo debe haberle ocurrido a Mohr con respecto al poder de la imagen: enfrentar las limitaciones de su medio expresivo. Berger, como Sassal, debe haber dudado. Alguien que duda en un sistema que impone supuestas verdades por la fuerza es heroico. Pero esta clase de duda sobre los alcances del trabajo en y para los otros puede socavar a los más templados.
Leía una y otra vez el libro de Berger mientras transcurrían las dos exposiciones de fotoperiodismo. Violencia, hambre, enfermedad, mutilación, muerte. Recorrer la Muestra Anual del Fotoperiodismo Argentino fue una experiencia amarga: cómo, se pregunta uno, tanta desgracia nos asoló en apenas un año. Sin embargo, olvidamos. Tal vez porque duele reconocerse en estas imágenes. Duele la conciencia. Duele preguntarse dónde estaba uno cuando transcurría tal o cual hecho. Como duele haberse olvidado de tal masacre o tal catástrofe que pudo evitarse. Es cierto, es necesario olvidar para seguir adelante. Porque si se recuerda a uno lo invaden la estupefacción, la vergüenza y el fracaso. Un desaliento que abisma. Las mismas sensaciones, pero ahora potenciadas, me atacaron desde la World Photo Press: si todo lo que había sucedido en el país en un año anulaba la razón, lo sucedido en el planeta ahora corroía. Porque mientras se contempla una escena que intimida, una igual o peor está pasando en otra parte. Tal vez no muy lejos. Tal vez a metros de la sala de exposiciones. No hace falta señalar que a metros de esta sala tan glamorosa hombres, mujeres y chicos duermen abrigados en lonas y mantas hediondas en los umbrales de los bancos. Una buena imagen podría ser el cuerpo envuelto en unas bolsas durmiendo en un cajero automático. Si quieren más, caminen unas cuadras y lleguen hasta la Villa 31.
La foto premiada este año presenta, en blanco y negro, a un policía de Cleveland cuando entra, a punta de pistola, a una casa abandonada. El agente sostiene el arma con las dos manos, listo para disparar. La casa está patas arriba, arrasada. Es una de las tantas abandonadas por sus habitantes jaqueados por la crisis hipotecaria. El mobiliario dado vuelta, el desorden, el deterioro. Una casa abandonada puede ser tomada. De modo que el policía entra listo para disparar contra quien se le cruce: se trate de un homeless o un drogadicto. La instantánea reproduce una escena de la crisis del capitalismo. Pero su proyección geográfica trasciende los límites del imperio y se vuelve universal.
Me pregunté, al internarme en esta muestra, qué estaba sintiendo, además de aturdimiento. Porque las imágenes se me encimaban en stop motion. Confusión. Porque ahora me sentía afectado por otro fenómeno: la confusión. Hay un mensaje de innegable denuncia en estas fotos. Pero hay otro mensaje por el lado de la persecución estética. Un divorcio apenas perceptible entre contenido, forma y objetivo. Término pertinente “objetivo”, si se piensa en su doble sentido. Como doble también puede resultar el sentido de esta clase de muestras. Es que la seducción de estas muestras bordea lo perverso. Esas fotos (a las que también se les puede detectar la intención de sacudir buenas conciencias National Geo, no escapan a su estética), estas fotos excepcionales, tan logradas, el día de la inauguración, se exhibían ante un público recool. Más tarde integrarán un catálogo o un libro de arte. (Me repito: hablé de esto el año pasado a partir de la misma muestra.) Digo perversión y hablo de una violencia más retorcida que la que reproducen las imágenes. Una ferocidad porno. Que escapa a la entereza y la intencionalidad de sus autores. En esta profesión de captar el dolor, mediante una búsqueda de belleza, hay un aura de exorcismo del horror. Es lícito pensar que más de un fotoperiodista pudo tener una infancia traumática (quién no) parecida a la de Mohr y (por qué no), con su trabajo pretende enjuiciar el mundo. Curarlo, también. Como cura el médico Sassal. Curar a los otros como manera de curarse a sí mismo. Fotografiar a los otros deviene entonces autorretrato invisible y sanador. Pero, a la vez, por qué no preguntarse el sentido que puede tener la búsqueda de belleza en el horror. A modo de digresión y no tanto: me acordé de Ryzar Kapucinski, el periodista polaco, que mientras registraba los escenarios más desgraciados, escribía poemas como este: “Tu corazón es destrozado por el dolor:/ empiezas a sentir el corazón// tus ojos de repente dejan de ver:/ empiezas a sentir los ojos// tu memoria se hunde en la oscuridad: empiezas a sentir la memoria/ te descubres a ti mismo/ negándote a ti mismo/ existes/ negando la existencia”. Esta búsqueda fotoperiodística de belleza en el horror nos cuestiona. Pero, vale preguntarse si la misma interpelación, en retrospectiva, no puede aplicarse a Los fusilamientos de La Moncloa de Goya. Se impone entonces pensar qué entendemos por belleza. No se puede sortear la cuestión: en estas muestras hay, además de un afán de denuncia, uno estético. Y comercial. No es casual que en una declaración de principios del World Photo Press figure la palabra “mercado”. Inevitable en el capitalismo: el arte, aun cuando denuncia, no tiene otra alternativa que mercantilizarse.
Otra situación a tener en cuenta: en la medida en que fotos paisajísticas de un hermoso lago chino o un melancólico y abismado Dennis Hopper se exponen junto a otras de las guerras del planeta, la belleza homologa el paisaje cosmético y el retrato de un actor desgarrado con la captación de debacles sociales. Digamos: el formato aplasta las diferencias entre un paisaje “espiritualizado”, un actor torturado y, un ejemplo, los chicos albinos de Tanzania que son atacados porque en rituales de brujería se cree que comerlos otorga poder. ¿De qué belleza se habla cuando se le otorga un sentido estético a estas imágenes? A preguntarse: ¿qué quiere decir también, en este contexto, el concepto “sensibilidad”? Hablo entonces, además de la mercantilización del arte que denuncia, de la mercantilización del dolor del mundo.
Y vuelvo al dolor que comprometió a Berger y a Mohr. Pero también empujó al suicidio al médico Sassal.
Porque Sassal se suicidó quince años después de que Berger escribiera la crónica. En el epílogo, Berger medita: “En una cultura como la nuestra, en la que priman la inmediatez y el hedonismo, se suele considerar que el suicidio es un comentario negativo. ¿Qué falló?, pregunta ingenua. Pero el suicidio no constituye necesariamente una crítica de la vida a la que pone fin: puede que pertenezca al destino de esa vida. Esta es la visión de la tragedia griega. John, el hombre a quien tanto quise, se suicidó. Y, en efecto, su muerte ha cambiado la historia de su vida. La ha hecho más misteriosa. Pero no más oscura. No es menos luminosa ahora; simplemente, su misterio es más violento. Y este misterio hace que me sienta más humilde frente a él. Y frente a él, no intento encontrar lo que podría haber anticipado y no supe ver, como si de todo lo que intercambiamos se hubiera quedado fuera lo esencial. Más bien, ahora parto de su violenta muerte y, desde ella, miro atrás y contemplo con mayor ternura lo que se propuso hacer y lo que ofreció a los demás, mientras pudo aguantarlo”.
Lo subrayo: “mientras pudo aguantarlo”.
World Press Photo 2009
Centro Cultural Borges
Viamonte esq. San Martín
de lunes a sábado de 10 a 21, domingos 12 a 21
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.