Domingo, 20 de septiembre de 2009 | Hoy
RADAR LIBROS #1
Por la intensidad de su atormentada vida o por el enigma de su muerte, Edgar Allan Poe siempre fue noticia. Mientras en los últimos años, a instancias del libro de Matthew Pearl (La sombra de Poe), se reavivaron las teorías acerca de cómo y por qué murió –delirium tremens, tumor cerebral, de rabia, entre otras hipótesis–, la biografía de Peter Ackroyd (Poe, una vida truncada, Edhasa) pone el foco en una vida plagada de desgracias que no evitaron el despliegue de una obra tan original como innovadora. Y, como si fuera poco, aparece una nueva edición también de Edhasa de los Cuentos completos traducidos por Julio Cortázar.
Por Mariana Enriquez
La biografía de Peter Ackroyd sobre Edgar Allan Poe, Poe, una vida truncada, empieza por el final, por la muerte. Y no es extraño: las circunstancias del deceso de uno de los padres fundadores de la literatura norteamericana han excitado las imaginaciones de investigadores, expertos, fanáticos y curiosos, por la sencilla razón de que es un misterio, y qué más irresistible que una muerte misteriosa y terrible para el creador de narraciones tan macabras y morbosas. Ocurrió en octubre de 1849, y estuvo precedida de cantidad de signos inquietantes: Poe visitó a su médico en Richmond y sin darse cuenta se llevó el bastón del profesional; iba a embarcarse rumbo a Baltimore, primera escala en un viaje hacia Nueva York: pero se olvidó el equipaje en tierra antes de tomar el barco. Esa fue la última vez que sus conocidos lo vieron, hasta que lo encontraron ya agonizando en una taberna, seis días más tarde.
El encargado de hospitalizarlo fue Joseph Evans Snodgrass, ex editor de un periódico para el que Poe había trabajado. Fue avisado por un trabajador de imprenta –que escuchó a Poe pedir por Snodgrass– y cuando llegó a la taberna, se encontró con el escritor sumamente borracho, vestido con ropas que claramente no eran suyas y el bastón del médico en la mano. Estuvo internado unos días, agitado y delirante, hasta que murió llamando a los gritos a un tal Reynolds. No se sabe cuál fue la causa de su muerte. Ni qué había estado haciendo durante esos días en Baltimore. “La hipótesis más aceptada –escribe Ackroyd– es la de que fue utilizado como ‘lacayo’ para fines electorales; es decir, lo habrían estado vistiendo con distintos ropajes, de manera que habría podido así votar más de una vez por un candidato concreto. A estos falsos votantes solía encerrárseles en corrales o posadas, donde se les suministraba alcohol en abundancia. También corrió la voz de que ‘Reynolds’, el nombre que Poe no dejó de gritar en su delirio final, era el apellido de un interventor electoral que se encontraba en la taberna de Ryan.” Ackroyd reconoce que es una explicación posible, pero no la única: “El pozo es demasiado profundo para que pueda recuperarse la verdad”. En cuanto a la causa de muerte, el biógrafo y autor de Chatterton y Londres, una biografía ofrece las varias explicaciones para la muerte temprana (Poe tenía 40 años) que barajan los investigadores: delirium tremens, tuberculosis, tumor cerebral, diabetes.
¿Por qué comienza su biografía, editada originalmente en 2008, por el último acto? Quizá porque en este momento particular se vive una particular fiebre por el último misterio de Poe. La chispa la encendió el best seller de Matthew Pearl, The Poe Shadow (2006) –que editó después de la superexitosa novela El club Dante–, que pone a un admirador llamado Quentin Clark en la búsqueda del verdadero C. Auguste Dupin –el hombre real que habría inspirado al detective de Los crímenes de la calle Morgue y El misterio de Marie Roget–, único capaz de descifrar el enigmático deceso. El libro es un thriller mezclado con ficción histórica, pero toma nota de las investigaciones planteadas hasta allí por especialistas. Como los del Centro Médico de la Universidad de Maryland, que en 1996 anunciaron que, de acuerdo con los síntomas recopilados, Poe podría haber muerto de rabia, aunque reconocieron que probablemente nunca se sabrá la verdad, ya que no hubo autopsia. Más de diez años después, el Museo Edgar Allan Poe de Virginia inauguró una exhibición permanente dedicada a las diferentes teorías sobre la muerte de Poe. Un año después de editar su libro, cuando estaba en gira promocional, Matthew Pearl difundió nueva evidencia: en los archivos de la Universidad de Virginia y de la Biblioteca de Baltimore encontró artículos periodísticos donde se narraba la exhumación del cadáver de Poe; fue movido 26 años después de su muerte para que ocupara un lugar más vistoso en el cementerio. En los diarios se decía que “el cerebro del poeta Poe estaba en perfecto estado de conservación, y la masa encefálica no evidenciaba signos de desintegración o descomposición”. Pearl consultó con una médica y ella le dijo que los periodistas no sabían de qué hablaban, porque el cerebro es lo primero en pudrirse; lo que sí puede calcificarse es un tumor. Así Pearl le dio un nuevo impulso a su novela, y ganó el apoyo de biógrafos como James Hutchisson, que ya había considerado la posibilidad del cáncer (y que detesta la llamativa pero improbable teoría de la rabia).
Sin embargo, después de leer el libro de Ackroyd, lo que más impacta acerca de Edgar Allan Poe es su vida, no su muerte. Y cómo hizo para vivir en ese estado de desgracia permanente y al mismo tiempo escribir cuentos que inaugurarían géneros, fascinaría a sus contemporáneos europeos y lo volvería relevante hasta la actualidad.
“El suyo fue un destino muy duro, y su vida resultó casi insoportable”, dice Ackroyd sobre la terrible existencia de Poe, y tiene razón. Debería agregar, a lo mejor –aunque se desprende del relato–, que el propio Poe era bastante insoportable. Tenía sus motivos para ser un hombre tan difícil. Nació en 1809 en Boston, durante un día terriblemente frío: una tormenta había inundado el puerto de la ciudad de témpanos a la deriva. Sus padres eran actores itinerantes, apenas poco más que mendigos. El padre pronto abandonó a la familia; la madre, Eliza, murió en 1811, de tuberculosis: “La angustia fue sin duda el compañero de juegos de su infancia. Fue testigo del gradual deterioro de la salud de su madre, en medio de dolorosos accesos de tos y de vómitos de sangre. Imágenes éstas que nunca lo abandonarían. En muchos de sus cuentos, Poe resucitará las facciones consumidas por la tisis de la mujer amada”.
Poco después fue adoptado por el hombre de negocios John Allan, con quien tuvo una relación afectuosa al crecer, pero muy mala desde la adolescencia. A su madre adoptiva sí la quería; pero ella también murió de tuberculosis cuando Poe era todavía un chico. Hacia 1820 vivía en Richmond, Virginia, y se formaba su personalidad de sureño, que jamás abandonó, mucho menos cuando vivió entre yanquis (tanto en Nueva York como en Filadelfia o Boston). Poe era esclavista, conservador y no le interesaba en lo más mínimo la política; odiaba el abolicionismo y el trascendentalismo. De todo se aburría: estudió en West Point y fue dado de baja deshonrosamente; estudió lenguas antiguas y modernas, pero en la universidad prefería beber y apostar: hacia 1826, su padre adoptivo se negó a pagar sus deudas de juego (que ascendían a 2000 dólares, una fortuna en la época) y él abandonó el hogar para unirse al ejército. Para entonces ya estaba claro que lo único que le interesaba era la poesía. Su padrastro aseveró que no pensaba pagarle una carrera de literato. No lo respetaba, ni lo quería, ni le creía. Escribe Ackroyd: “Sabemos que Poe era un fabulador nato, y que su mendacidad ocultaba inseguridad y orgullo en igual medida”. Agrega más adelante: “Poe bebía durante tardes, noches e incluso semanas enteras; y permanecía por completo ebrio, con la urgente necesidad de que lo trasladaran al hospital o a la casa. A veces llamaban a la policía”.
En 1831, Poe dejó el ejército y se fue a vivir a Nueva York, donde empezó su carrera como periodista y crítico literario, que con muchos tropezones conservaría hasta la muerte, a veces como redactor, en ocasiones como editor de reseñas. En la ciudad vivía su tía, Maria Clemm, junto a su hija Virginia. Con los años, Maria sería quien lo protegiera hasta en los momentos más terribles, una suerte de segunda (¿tercera?) madre, y Virginia se convertiría en su esposa... cuando la chica tenía 13 años.
No bien se armó esta familia, llegó el tercer compañero de la vida de los Poe: la miseria. Los tres se mudaban siguiendo los trabajos de Poe, que con frecuencia era despedido de las redacciones por borracho o díscolo, y en cada lugar hacían malabares no ya para llegar al siguiente sueldo sino para sencillamente alimentarse. Para colmo, Virginia se enfermó de tuberculosis y Poe, que veía a la historia repetirse con demasiada frecuencia, no podía soportarlo y bebía. Y, para peor, era pendenciero y desagradecido. A su polémica con el poeta Longfellow hay que sumar una larga lista de escritores y editores a los que destrozó, quizá gratuitamente, con su pluma filosa desde los periódicos y revistas donde trabajó. Y luego estaba su personalidad arrogante, que para Ackroyd provenía de su afán de legitimidad originado en una infancia espantosa. Una anécdota: los tres Poe estaban en la miseria más espantosa –la suegra Maria juntaba hierbajos para hacer sopa– y ex compañeros de una publicación donde Poe había trabajado hicieron una colecta para darle al escritor unos 50 dólares, suma no desdeñable entonces. Poe tomó el dinero, pero le mandó una carta al director del diario donde decía que él no era ningún mendigo, que tenía cantidad de amigos a quienes hubiera podido pedir prestado, y no terminaba de agradecerle sinceramente. Más bien, parecía indignado.
Lo poco que le quedaba de cordura pareció perderlo cuando murió su esposa Virginia: en un macabro detalle final, la chica fue pintada post-mortem cuando Poe se dio cuenta de que no tenía ningún retrato de ella. A la muerte de Virginia le siguieron seis semanas de delirio, un cortejo desaforado a dos mujeres –al mismo tiempo– que fracasó, y en 1849, la muerte. Su vida fue tan angustiante e intensa que cuesta imaginar cuándo tuvo tiempo y espacio de escribir relatos de la excelencia de “La máscara de la muerte roja” o “La caída de la casa Usher”.
A la biografía de Ackroyd se le suman los Cuentos completos de Edgar Allan Poe, en traducción de Julio Cortázar (casi indudablemente la mejor en castellano). Todos los clásicos están allí: los grandes relatos de horror que además desnudan las obsesiones y fantasías más oscuras de Poe: la claustrofobia (“El pozo y el péndulo”, “El tonel de amontillado”), las mujeres jóvenes muertas o agonizantes (“El retrato oval”, “La caída de la casa Usher”, “Ligeia”, “Berenice”) y todos los relatos clásicos. “El relato de ‘terror anímico’ que mayor atención suscitó fue, por supuesto, ‘La caída de la casa Usher’”, escribe Ackroyd. “Sin duda es un clásico del relato corto o, más bien, del poema en prosa. Esta es una de las razones por las que Poe fue venerado como maestro por escritores tan dispares como Baudelaire y Maeterlinck. Es un relato de perversidades innombrables que transcurre en una casa mental, en un lugar que no pertenece a esta tierra, en un marco lleno de sangre, oscuridad y misterio.”
Pero la edición de Cuentos completos también incluye otros que no se antologizan con tanta frecuencia, pero revelan facetas diferentes e igual de influyentes. El volumen de 1015 páginas de Edhasa incluye “El camelo del globo”, por ejemplo, una de sus más famosas parodias –sobre un cruce en globo del Atlántico ficticio e imposible en aquel entonces– que Poe vendía como relatos sensacionalistas a periódicos, y que acabaron, involuntariamente por parte del autor al menos, anticipando un género que luego se codificaría: “‘El camelo del globo’ es uno de sus relatos más célebres, entre otras razones porque desbrozó la senda para posteriores autores de fantasía científica, tales como Julio Verne o H. G. Wells. Se ha sugerido incluso que Poe es el precursor de la ciencia ficción de los siglos XIX y XX. Si esta sugerencia se añade a su propia pretensión de ser el iniciador del relato detectivesco, entonces el legado dejado por Poe es simplemente eximio”.
Esos primeros relatos detectivescos, “El misterio de Marie Roget”, “La carta robada”, “Los crímenes de la calle Morgue” y en algún punto “El escarabajo de oro” también están en esta exhaustiva colección, que sigue un orden cronológico. Y hay más sorpresas: cuentos raros como la fábula “Hop-Frog”, estampas como “A propósito de Stonehenge: ruinas druídicas de Inglaterra” (uno de los cuatro textos acompañados por grabados) y relatos grotescos y humorísticos como “El Rey Peste”, donde Poe deja de tomarse en serio (cosa que hacía en muchas más oportunidades de las que registra su leyenda negra) y recarga las tintas sobre un Londres azotado por la peste, donde dos borrachos llegan a la corte de un rey-funebrero que preside una corte de tuberculosos y cojos, muchos de los cuales están vestidos con mortajas e incluso con ataúdes.
No se incluye, claro, su poesía. Ackroyd, en la biografía, le da un lugar importantísimo. Además de destacar el éxito de El cuervo –que fue un poema famoso, popular, cuando Poe estaba vivo–, insiste en su manejo único y, una vez más, visionario del lenguaje. “Uno de los más flagrantes infortunios de Poe en esta tierra fue que jamás se reconociera del todo en vida la excelencia de su poesía... Sostenía que la poesía no se preocupa ‘por sensaciones indefinidas, a cuyo fin la música es esencial, pues la comprensión del sonido dulce es nuestra concepción más indefinida’. Esta es una de las profesiones de fe en el arte por el arte cuyo influjo sería profundo y duradero en la poesía francesa del resto del siglo XIX. Su asociación entre poesía y música se adelanta en 46 años a la expresión de sentimientos parecidos por parte de Walter Pater.”
Pero Poe no disfrutó de su condición de visionario (como suele suceder), ni aun teniendo cierto éxito entre la crítica con su poesía y sus relatos: nunca obtuvo el éxito comercial, que le interesaba mucho, claro, porque quería dejar atrás la pobreza. Vivía de prestado, buscando la muerte en sí mismo y en los demás. Baudelaire observó que “esta muerte fue casi un suicidio, un suicidio preparado durante muchos tiempos”. Poe decía: “Muchas veces he pensado que podía oír perfectamente el sonido de las tinieblas deslizándose por el horizonte”. Nathaniel Willis, uno de sus últimos editores, dio una descripción impresionante: “Tenía una presencia de ánimo y un magnetismo especial. Pero era un hombre que no sonreía nunca”.
Poe, una vida truncada
Peter Ackroyd
Edhasa
190 páginas
Cuentos completos
Edgar Allan Poe
Edhasa
1015 páginas
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