CINE > LOS ABRAZOS ROTOS, LA NUEVA DE ALMODóVAR
Con Volver, Pedro Almodóvar hizo su mejor película en mucho tiempo: una comedia negra ligera, con una actuación extraordinaria de Penélope Cruz. Ahora, con Los abrazos rotos, entrega la que probablemente sea su película más cinéfila y compleja: debajo de un melodrama, reflexiona sobre el cine, los actores, los guiones, sus padres cinematográficos, las divas y los fracasos. Y de paso, le agradece de manera emotiva, graciosa y notable a Penélope Cruz haberla encontrado como diva.
› Por Mariano Kairuz
Muchas cosas terribles han ocurrido en las escaleras de las películas. Muchos dramas y crímenes pasionales. Una escalera empinada, al igual que una gran escalinata, puede y suele ser la arquitectura perfecta para un desborde cinematográfico fatal. Allá arriba espera la madre de Norman Bates; en el camino vertiginoso hacia abajo, la muerte. Así que no por nada la escena central de la decimoséptima película de Pedro Almodóvar, Los abrazos rotos, ocurre en una escalera. Del primer al último escalón –peldaños blancos e inmaculados en una enorme casa que podría ser el escenario de un viejo melodrama de pasiones contrariadas–, en brutal caída impulsada por un acto de despecho amoroso, el arrebato de un hombre enfermo de celos que no sabe de qué otra manera retener a esa mujer increíble que acaba de anunciarle que lo está dejando, que se va.
La escena, filmada con preciosismo visual, con una gran elegancia y una precisión abrumadora en su puesta en escena, es la bisagra entre los géneros que articulan su nueva película, entre las dos películas que quedan contenidas en Los abrazos rotos. No sólo es poderosa la imagen de la caída en sí, sino que la precede el plano de las siluetas que se recortan en una ventana (que, siempre ominoso, puede hacer pensar en muchas películas, como Rebecca) y queda enmarcada por la música de Alberto Iglesias, que toca más de una nota a lo Bernard Herrmann. En los textos de producción el propio Almodóvar –que suele desembucharlo todo a la hora de hablar de cómo ha hecho sus películas, de cuáles son sus temas y sus referentes y citas cinéfilas– habla de la larga tradición en la que se inscribe su escena de escalera y, a modo de prueba de que “la escalera es un auténtico icono cinematográfico”, ofrece una lista. De El acorazado Potemkin y el homenaje que le rindió Brian DePalma en Los Intocables, a Que el cielo la juzgue (en la que la malvada más malvada de todas, Gene Tierney, se lanza hacia abajo embarazada), El, de Buñuel, y El beso de la muerte, de Henry Hathaway (en la que Richard Widmark arroja a una mujer paralítica sujeta con el cable del teléfono a su silla de ruedas), además de ¿Qué pasó con Baby Jane? y Lo que el viento se llevó y, por supuesto, Psicosis.
Sin arruinarle la película a nadie, puede contarse que la que rueda escaleras abajo es Penélope Cruz, más resplandeciente que nunca, y más que nunca convertida en una actriz de cine clásico. Y que la caída marca el primer paso en falso hacia un giro fatal que parte a Los abrazos rotos al medio.
Sin exagerar, es probable que después de Marisa Paredes, Carmen Maura, Victoria Abril, Cecilia Roth y las demás, Almodóvar haya encontrado a su estrella perfecta en Penélope Cruz (que estaba a apenas unos meses de ganar su primer Oscar cuando filmó esta película). “Es demasiado guapa para ser graciosa”, dice alguien en la película cuando se presenta por primera vez a un casting, pero no es cierto. Tras pasar por varias pelucas posibles y varios peinados (todos le quedan bien), Penélope queda transformada en Audrey Hepburn, menos la de Muñequita de lujo que la de Sabrina, según su director. Y quizá no sea la perfecta chica Almodóvar de los años de Mujeres al borde de un ataque de nervios, pero sí para estos años de melodramas a lo Douglas Sirk: ahí está, tan agraciada como en Volver, a Penélope le basta enarcar una ceja (cuando encuentra aparentemente muerto de un infarto al posesivo magnate con el que vive, en la cama que acaban de calentar), como diciendo “Qué se le va a hacer”, para partir el drama al medio con uno de sus pequeños destellos de humor negro. La otra chica Almodóvar de Los abrazos rotos es Carmen Machi, que es quien ocupa el lugar de Carmen Maura en la película dentro de la película: Chicas y maletas, un homenaje directo a Mujeres al borde. Su breve participación inspiró a Almodóvar lo suficiente como para filmar un corto autónomo, de ocho minutos, titulado La concejala antropófaga, que se estrenó en la televisión española en febrero de este año a modo de anticipo, que seguramente integrará las ediciones en dvd de Los abrazos rotos, pero mientras tanto puede verse en YouTube. Una pieza autorreferencial que es todo un viaje en el tiempo.
El mismo Almodóvar lo ha definido como su film más explícitamente cinéfilo en treinta años de carrera. Los abrazos rotos empieza con un hombre ciego, guionista, escritor y ex director de cine, en quien la noticia de la muerte de un viejo productor y rival despierta el recuerdo de una película suya que dejó inconclusa más de una década atrás, en la primera mitad de los ’90. La otra historia, narrada en largos flashbacks a los que va y viene una y otra vez, es la de su actriz, y el triángulo fatal que formaron con su director y productor durante el rodaje de aquella película. Esta segunda historia arranca como un melodrama clásico –la tragedia de la chica de familia humilde (Penélope Cruz) que no puede pagar el tratamiento de su padre con cáncer terminal– y pronto toma un desvío nocturno hacia el film noir.
La puesta en escena de ese film noir está plagada de ideas magistrales, con ecos del Blow Up de Antonioni, o del Blow Out de Brian DePalma; escenas que apuntan de manera directa al centro de la narrativa cinematográfica, a cómo se construye, se reconstruye y hasta es posible destruir el sentido de lo que vemos o lo que creemos ver: alguien filmando un making off como extensión del largo brazo del productor, imágenes grabadas furtivamente a la distancia, secuencias de lectura de labios que evocan una sala de doblaje de cine profesional, una película arrebatada por su productor, y –tal vez la idea más brillante de Los abrazos rotos– las diversas películas que anidan en las tomas descartadas; la posibilidad de transformar, mediante el montaje, un film perfecto en basura.
Almodóvar ha dicho que con esta película finalmente se decidió a romper con una de las mayores taras de su filmografía: el diseño de personajes femeninos fuertes (basado en su madre y sus amigas de pueblo, como ha señalado infinidad de veces), y sus varones desdibujados. Y que por eso que escribió un puñado de personajes masculinos que son los que llevan adelante la mayor parte de la película, sobre un eje central explícito: las relaciones entre padres e hijos. Padres que anulan a sus hijos; un padre y un hijo que reniegan el uno del otro, que se detestan, y el hijo perpetuando la saga de odio paterno-filial con sus propios niños; un padre y un hijo afectuosos pero que ignoran su vínculo sanguíneo, y un director con una idea para un guión que seguramente nadie querrá financiarle: la historia de Arthur Miller y su reencuentro inesperado con el hijo con síndrome de down al que negó toda su vida.
Ahí están, también, los padres del director cinéfilo: es común que en las películas de Almodóvar se citen más o menos oblicuamente varias de sus películas favoritas, pero Los abrazos rotos debe marcar un record. Su sistema de citas se anuda en una escena de Viaje a Italia, de Roberto Rossellini con Ingrid Bergman y George Sanders, vista en un televisor; el momento en que las excavaciones de Pompeya exhuman a una pareja que murió fundida en un abrazo, abrazada y abrasada por la lava del Vesubio. Y también está, por supuesto, Chicas y maletas, que obliga a preguntarse por qué, exactamente, qué proceso ha llevado a Almodóvar, el hijo de la buena educación cinéfila, a pasar de citar a sus padres de cine para citarse a sí mismo, como convertido finalmente de hijo en padre. Será que ya son tres décadas filmando (y justo esta semana el manchego cumplió 60 años en este mundo).
Y Almodóvar cuenta también que escribió su decimoséptima película bajo la presión de un dolor de cabeza insoportable (que intentó combatir, dice, “con un cóctel de analgésicos que me traían de Argentina que se llaman Migral; según me enteré después, si abusas, y yo abusaba, tiene el efecto contrario, produce cronicidad”). Ese proceso tormentoso parece haber quedado impreso en la partición al medio de la película, a un lado el virtuosismo perfecto y frío de las escenas del melodrama noir, al otro la falta de empatía de sus personajes masculinos, su falta de sutileza. La crasa obviedad con la que se remarca la “ironía” del cineasta que queda ciego. Woody Allen ya lo había agotado en ese chiste alargado que fue La mirada de los otros, pero en Los abrazos rotos un personaje explica, innecesariamente: “Las imágenes son la base de su trabajo, vivir en la oscuridad para él es la muerte”. Aunque sus actores masculinos son buenos y hasta muy buenos, desprovistos como quedan de la gracia y la capacidad para el drama que imprime a sus mujeres, el director sigue sin encontrar quien quiera y pueda ser su chico Almodóvar, pero no importa: la de los padres y los hijos es sólo una de las dos películas que hay en Los abrazos rotos, y la otra es fascinante.
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