Dom 27.09.2009
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RADAR LIBROS #1 > MARIO TREJO

El monstruo sagrado

Personaje mítico y leyenda viviente de la poesía argentina, Mario Trejo vuelve con la reedición de dos de sus más importantes obras: El uso de la palabra y Los pájaros perdidos (Fondo Nacional de las Artes). La praxis poética de Trejo no se limitó a la escritura, sino que participó activamente en grupos, revistas, colectivos, ediciones y traducciones desde los años ’50. Guillermo Saccomanno repasa en esta nota la intensa experiencia vital y el recorrido literario de una voz imprescindible.

› Por Guillermo Saccomanno

1 Noche tarde. Tres jóvenes caminan con un veterano las calles del invierno porteño. Son los primeros años de la democracia. Todavía nadie acuñó el término flanneur que en unos años pondrá de moda la crítica tilinga, siempre afrancesada, para denominar el yiraje. Los jóvenes son poetas y, como ocurre cada vez que tres poetas jóvenes se reúnen, van a sacar una revista. Se han fumado un porro antes de buscar al poeta mayor. Les pegó su poema “Orgasmo”: “Breve vida feliz / breve muerte feliz”. Y también “El coño es una herida absurda”: “Reír todos/al mismo tiempo/alrededor de la cuna. // Aullar todos/ al mismo tiempo/ alrededor de la mesa. // Llorar todos/ al mismo tiempo/ alrededor del féretro”.

Los cuatro entran en El Ceibal: empanadas y vino. Un joven nombra a Kerouac. Empiezan a discutir sobre Kerouac. Otro habla con una presunta autoridad de la relación del alcohol, las drogas y la escritura. Menciona “El ángel subterráneo”. Más que escucharlo, el veterano lo tolera al presumido. Vos no sabés nada, le dice. El joven porfía. Alude a la traducción de Wilcock de “The Subterraneans” para Sur. El veterano se cansa y lo echa al joven: Andate, le dice. El otro se asombra, titubea. Te vas, le dice el poeta mayor. Aunque no es corpulento ni tiene aspecto de matón y es más bien bajo, canoso y está avejentado, el veterano impone respeto. El otro arruga, se levanta, mira a sus compañeros. Atónitos. Lo dejan ir. Se quedan dos. Wilcock no sabía nada ni de paraísos artificiales ni de literatura, sigue el veterano. Y recita, de memoria, en inglés, un pasaje de la novela de Kerouac, esa novela que empieza con una negra opinando que si Baudelaire hubiera comido más tal vez habría escrito menos, pero seguro habría sido más feliz. Uno de los jóvenes que se quedaron dice tener la traducción de Wilcock. Como vive cerca, se ofrece a buscar el libro. Traé el librito, pibe, le dice el veterano. El pibe se levanta como un resorte, sale, se apura, corre, se pierde en la noche y vuelve enseguida con la novela. El veterano toma vino. Abre el libro exactamente en el párrafo que termina de evocar en inglés. En la traducción la parte de la marihuana es un despropósito. Wilcock no sabía nada de drogas, dice el veterano. Y vuelve a repetir el fragmento en inglés.

2 Mario Trejo era, es, ese poeta mayor y no por su edad sino por su obra solitaria, que a través de décadas fue convirtiéndose en un manifiesto al cual acuden todos aquellos que desconfían de la poesía como carrera en el circuito de capillas del verso. No es de Trejo publicar con asiduidad. Además, como lo prueba la anécdota que transcribí hace un rato, no suele ser un tipo fácil. (Trejo debe estar, a esta altura, riéndose socarrón de lo que escribo, esta semblanza: “Huir de la pequeña historia. / La anécdota me saca de quicio. Vivamos el Gran Cuento”, ha escrito) Trejo, lo aclaro, tiene motivos fundados para no ser fácil. Estuvo en todas. Mejor dicho, picó en todas. Y de todas se las picó antes de que lo embalsamaran. Se destacó por una implacable lealtad con una poesía que, corrosiva, desconfía de su instrumento, la palabra, y la pone en cuestión: “La palabra lobo no muerde. / El que muerde es el lobo. // La palabra no muerde. / El que muerde es el poeta”. Que a su obra poética reunida la titulara El uso de la palabra (1964) no es una casualidad. Según Alberto Cousté en su prólogo a El uso de la palabra, “el mayor desencadenante de la irritación para su familia de lectores es la ambigüedad (esa madurez del espíritu por la cual se admite que cada formulación contiene el orden que la niega, cada imagen su reproducción especular, cada ente su contrario), característica en la que abunda la obra de Trejo, construida como está desde acechanzas e intuiciones, testimonio como es de un pensamiento que avanza en espirales cada vez más ceñidas y se niega al reposo”.

3 Algo más sobre la leyenda Trejo. Porque leyenda es un término que le cae perfecto. Una leyenda viva, como suele decir el periodismo cuando se trata de encarar algún monstruo sagrado. A propósito, Trejo es también un monstruo (como lo sugiere la variedad de inserciones que practicó en distintas actividades, ya fuera el teatro como el cine y la televisión) y también es sagrado porque, en su escritura, se toma conciencia de que “la poesía corre siempre el riesgo de cometer incesto con la magia y la religión. Cuando la transgresión se suma, se convierte entonces en una poesía esotérica, un rito de iniciación en el cual las palabras son a la vez velo y vestíbulo de una verdad que está más allá, en otra parte que no conocen las palabras”, escribe en El combate verbal. “El acto de crear, el momento mismo de la creación es, en estos casos, la experiencia más cercana a la mística, que es, por definición, no verbal. Puede argumentarse que una poesía que solicita el conocimiento de claves ocultas o de guiños culturales es hermética. Para que la ostra vuelva a abrirse y permita la esperanza de una perla es necesario, entonces, creer. Creer en la experiencia literaria”.

4 A Trejo, qué duda cabe, le gusta jugar con el tramado de una mitología personal. Es que tiene, como pocos, con qué. Su biografía puede empezar en 1926 con su nacimiento en Tierra del Fuego, Comodoro Rivadavia o La Plata. También se le atribuye un nacimiento en Temuco, Chile. En una entrevista contó hace poco que un tío suyo estaba preso en un penal patagónico. Y que su historia familiar bien puede empezar ahí. Pero como sucede con toda leyenda, hay una zona de imprecisión cuyo atractivo corre también por cuenta de quien lo lee, o lo escucha. En 1946 publica su primer poemario: Celdas de la sangre. En ese año, con Alberto Vanasco (con quien escribiría “No hay piedad para Hamlet”) montaba unos happenings callejeros: exhibiciones de pintura y escultura con lecturas de poemas. Todo duraba minutos. Y pasaba en el centro de Buenos Aires. Esto, subrayemos, antes del Di Tella. En 1948 se une a Tomás Maldonado y Edgar Bailey en el Grupo de Arte Concreto-Invención. En 1950 se lo encuentra con Bailey y Raúl Gustavo Aguirre en la revista Poesía Buenos Aires. Con una beca del Museo de Arte de San Pablo viaja a Brasil en 1951, donde estudia diseño. Regresa un año después y funda la revista Cinedrama. Entre 1952 y 1953 es secretario de redacción de Letra y Línea, la revista de Aldo Pellegrini, cuya redacción se reúne en la casa de Oliverio Girondo. Aquí se discuten traducciones de Aimé Cesaire y Dylan Thomas. En 1957, becado nuevamente, retorna a Brasil y toma contacto con los artistas del Museo de Arte Moderno y con el grupo de poesía concreta que integran Décima Pignatari y Haroldo de Campos. De esta época datan sus traducciones de Drummond de Andrade, Cabral de Melo Neto, Murilo Mendes y Vinicius de Moraes. Entre 1958 y 1960 realiza entrevistas para Canal 7 a la vez que escribe para Historias de jóvenes, el ciclo de David Stivel donde también colaboran Osvaldo Dragún, David Viñas y Dalmiro Sáenz. Desde 1960 hasta 1962 alterna Madrid, Roma y París. Hace crítica literaria, con Mario Vargas Llosa, para la Radio Televisión Francesa. Entre 1963 y 1964 está en Cuba escribiendo un documental sobre Wilfredo Lam. En 1964 recibe por El uso de la palabra el premio de poesía Casa de las Américas con un jurado presidido por Blas de Otero. Un año después se instala en Roma escribiendo para Bernardo Bertolucci Kill me future, un largo de ciencia ficción política que no alcanza a filmarse. “Prima della rivoluzione bisogna distruggere/ per non farsene dopo una preocupazione // E dopo? / Certe malinconie/ certe riflessioni verbali // Oh Europa/ mondo antico/ come sei pintoresca”, le escribirá a Bertolucci. Más tarde se interpreta a sí mismo en La vía del petróleo, un documental que, restaurado, se presentará en el festival de Venecia de 2007. En 1967 vuelve al país invitado por el Instituto Di Tella donde escribe y dirige, a partir de las enseñanzas del Living Theatre, Libertad y otras intoxicaciones, pieza adelantada en tratar la tortura, el aborto, el derecho a la diferencia. En 1968 escribe y dirige La reconstrucción de la Opera de Viena.

Incansable, como corresponsal free lance, 1971 lo encuentra en Medio Oriente: Egipto, Israel, Siria, El Líbano. En 1972, en Chile. Entre sus reporteados están Ernesto Guevara, Yasser Arafat, Salvador Allende, Abba Eban, Ben Gurión, dirigentes del MIR. Y en 1974 se exilia. “Acababan de matar a Ortega Peña y a un periodista amigo mío, Leopoldo Barraza”, cuenta en una entrevista. “Estábamos en casa de Martha Peluffo y hacíamos intercambio. Yo te doy coca, vos me das hachís. Y yo aportaba ácido lisérgico. Esa noche no aguanté más. Y me dije: Me voy, no aguanto más.

En esta resumida biografía de Trejo falta todavía acordarse de la relación entre poesía y música –como si no fueran una misma cosa–. Waldo de los Ríos y Astor Piazzolla les ponen música a sus poemas. De los Ríos a “La tristeza y el mar”. Piazzolla a “Los pájaros perdidos”, una elegía de la pérdida amorosa escrita en Villa Gesell, según él, mirando el mar una tarde. Este poema, el más popular, lo cantarán Amelita Baltar, Rosana Falasca, Milva, Susana Rinaldi, Julia Zenko, Lolita Torres y una innumerable cantidad de voces femeninas. Hay versiones griegas y japonesas. Más de cincuenta en el mundo. También Jeanne Lee y Enrico Rava graban sus Quotations Marks, poemas en inglés. Mientras su poesía aparece tanto en Barcelona como en Bombay, se junta en 1990 con Allen Ginsberg en Boulder, Colorado, y traducen a Nicanor Parra. En 2008 el Fondo Nacional de las Artes le publica una antología. También el año pasado la Fundación Argentina para la Poesía le entrega el Gran Premio de Honor. “Esta agitada vida/ me ladra como un perro”, ha escrito.

5 No obstante su trayectoria tan intensa como vertiginosa, más parecida a un raid que a un currículum en el que la poesía nunca parece ocupar el lugar central sino que corre, lateral, en una colectora por la ruta principal de los trabajos y los días, hasta no hace tanto Trejo era un nombre que operaba como contraseña entre iniciados. Lo que sucede con Trejo poeta lo explicó él mismo refiriéndose a sus preferencias en Juan L. Ortiz, mordido por la palabra: “Pero hay un exilio hacia adentro: el que comienza en la soledad que tiene el atrevimiento de asumirse y que, a veces, el olvido y la indiferencia de los otros perfecciona. Vamos al grano, daré nombres: Macedonio Fernández, Benito Lynch, Baldomero Fernández Moreno, Oliverio Girondo, Juan Carlos Paz, Jorge Enrique Ramponi, el chileno Juan Emar, los uruguayos Horacio Quiroga, Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti. A todos ellos les debemos algo; a algunos les debo, además de la amistad para el adolescente desconocedor y desconocido”.

En Opus yo, Trejo ya se anticipa a los gestos de apartheid crítico: “Yo tendré quién sabe cuándo y dónde/ soy un campeón que cada día lucha por el título/ yo escribo este poema/ yo ejecuto la poesía”. Con respecto al ninguneo, Trejo supo despacharse: “Estuve fuera del país no sé cuántos miles de años para que tengan pretextos. Pero creo que son un poco demasiado injustos conmigo. Por ignorancia. En primer lugar, no me han leído. Y tampoco han leído nada porque son muy ignorantes”. Trejo, siempre en movimiento, es una complicación para los críticos ya que se trata de un excepcional entre los poetas de su generación. Lejos de constituir una obra vasta, copiosa, reincidente en tics, su poesía trabaja por decantación y se concentra vital y expansiva en un único libro al cual, a lo largo de décadas, le fue sumando apenas algunos poemas. “No hay nada más honesto que la necesidad”, ha escrito. Porque la poesía, en Trejo, contesta una urgencia. Aunque sin apuro. Su palabra siempre está meditada.

Muchos poemas, la mayoría, están dedicados, y las dedicatorias, como las citas, refieren tanto afinidades como señas de identidad: Enrique Villegas, Paco Urondo, Juan Gelman, Umberto Eco, Alberto Cousté, Susana Constante, Marcelo Ravoni. Dedicatorias, cabe consignarlo, que fechan una generación. Y dentro de lo que esta generación ha producido, El uso de la palabra deviene rara avis: insular, Trejo parece consumirse en la espontaneidad, pero la persistencia en lo instantáneo es aquello que, justamente, destaca una manera de entender la pasión.

Agotado en ediciones anteriores, circulando a veces en fotocopias, de mano en mano, El uso de la palabra, editado en 1999 y reeditado en 2008, fue presentado por Noé Jitrik, su compañero de exploraciones del Grupo Zona de la Poesía Latinoamericana. Este año Trejo se sumó a Jitrik y Hugo Gola en el encuentro El Argentino de Literatura en Santa Fe. Más que de rescates y homenajes, quizá hay que considerar estas acciones como desagravios. Porque hasta acá Trejo pertenecía más a la leyenda que al cotilleo de actualidad de los suplementos literarios. Sin embargo, aún hoy, cuando uno lo menciona a Trejo no falta quien se asombra al enterarse de que está vivo. Quizá esta circunstancia, el aura de excéntrico (con respecto a todo canon) y de maldito, se deba a que su poesía tajea y su herida no cauteriza porque responde a una concepción de la belleza que se asume “tenebrosa, esta película transparente/ e infinita que une y separa la belleza del mal de la/ maldad de la belleza”. Nada más lejos de Trejo que la fingida inocencia rilkeana de mucho poeta contemporáneo suyo consagrado al verso de la melancolía rentable: “Toda palabra tiene precio”, dice terminante en “Ultimátum a un joven poeta”. Al leerlo, aunque a veces se escucha entre líneas una afinidad con César Fernández Moreno, Urondo y Gelman, se advierte en Trejo otra indagación. Una más solitaria.

6 Si bien Trejo no le hace asco a la poesía en el charco de la política, la considera con una tristeza. En “A un peronista” escribe: “Este hombre creyó porque lo necesitaba. / Creyó porque el país lo reclamaba. / Este hombre fue convocado por banderas y bombos/ y también fue a gritar sin que lo llamaran/ atravesando un diluvio (...) Volvió a atravesar el barro y la lluvia/ soportó días y noches sin dormir/ siempre bajo la lluvia para decirle adiós a Evita y al Viejo. // Este hombre tiene derecho a estar equivocado. / Este hombre tiene todos los deberes de quien se ha equivocado”. Y después, ahí está, la muerte: “Pasan ilusiones/ Pasan los recuerdos/ Amigos que fueron/ Derechos e izquierdos (...) Los hijos y hermanos/ Ya no están se fueron/ Y los cumpleaños/ Desaparecieron”, escribe en “Los abuelos huérfanos”. Porque también se trata de “convivir con los muertos”: “Hablamos de nosotros como de otra película. / Hemos aprendido a convivir con los muertos”. Una de sus lecciones de entonces, aún vigente: “De dos peligros debe cuidarse el hombre nuevo:/ de la derecha cuando es diestra/ de la izquierda cuando es siniestra”.

7 Lo que cuenta en Trejo es una escritura que responde, como pocas, a la urgencia y la voracidad de un destino “poético” llevado a fondo: “Escribo al dictado. / No me disculpo. / Hay poco tiempo”. Así Trejo atiende una necesidad salvaje de búsqueda: “La mejor manera de esperar es ir al encuentro”, anotó. Más que una “perla” poética (que lo es), esta frase resume una estrategia de vida, una consigna. De serle fiel, no de otra cuestión, nos habla su poesía.

8 El pianista Wynton Kelly intentó describir algunos aspectos de su relación con Miles Davis: “Es un gran tipo. Si lo conocieras, es único. Es más un acompañante que un líder. Y siempre está creando, toca fuera de los acordes y la sección rítmica y yo salimos a buscarlo. Cuando se lanza a fondo podés sentirlo en todo el escenario y a veces levanto la mirada y le veo esa sonrisita en la cara y me doy cuenta”. De Trejo estoy hablando.

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