CINE > CUESTIóN DE PRINCIPIOS, BASADA EN UN CUENTO DE FONTANARROSA
En su segunda película –después de Rosarigasinos–, Rodrigo Grande filma un guión escrito junto a Roberto Fontanarrosa, basado en el cuento “Cuestión de principios”. Pablo Echarri y Federico Luppi son dos hombres enfrentados, un empleado y un joven patrón, un perdedor y un yuppie, que sin embargo tienen algo en común: una relación de principios innegociables. Sobre todo cuando se trata de una revista vieja que encierra la obsesión de uno y la dignidad del otro.
› Por Juan Pablo Bertazza
“Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros.” El chiste de Groucho Marx hubiera hecho llorar a Castilla, el castizo protagonista de Cuestión de principios, gran cuento de Roberto Fontanarrosa que acaba de ser llevado al cine por Rodrigo Grande –director de Rosarigasinos, 2001– a partir de un guión que coescribió junto al escritor y dibujante en 2002. Luego de que muchos de sus cuentos fueran representados en la televisión pública y en teatro, esta película filmada en la ciudad de Rosario se postula como la primera basada en un guión de Fontanarrosa. Por lo pronto hay que decir que si una característica de los cuentos de Fontanarrosa es su tremenda capacidad de ser guionados, éste lo es más aún más. Cuestión de principios hace una tajante oposición entre el viejo Castilla (Federico Luppi), un hombre en edad de jubilarse, tan caballero como machista, tan íntegro como conservador, casado con Sarita (Norma Aleandro), padre de un hijo adoptivo con el que no tiene mucha comunicación y de una hija natural a la que echó de su casa, por un lado; y por el otro su jefe, Silva, (Pablo Echarri), un joven yuppie, padre de una nena a la que adora pero a la que no puede ver mucho porque “las tenencias siempre favorecen a la madre”, y algo prepotente en la confianza que le da saber que el dinero lo es todo.
Pero algo los une y, al mismo tiempo, vuelve a separarlos: una revista, el número 48 de la antiquísima Tertulias, único número que le falta a la colección de Silva y, casualmente, único número que tiene en su poder el viejo Castilla, ya que ahí aparecía su padre, perdido entre un grupo de gente que rodeaba al príncipe Humberto de Saboya. Para conseguir la joya, el broche de oro de su colección, Silva pone en práctica sus mil y un recursos: acrecienta progresivamente su oferta de dinero (5000, 10.000 y 30.000 pesos, respectivamente), invade el espacio familiar, amenaza primero con dejarlo en la calle, después con jubilarlo y dejarlo todo el día sin hacer nada, luego le asigna tareas forzosas como llevar montones de documentos al Banco Nación y tareas lascivas como proponerle un fin de semana en Buenos Aires junto a Inés (María Carámbula), una joven compañera de trabajo que lo ratonea, pero es amante de Silva.
“Perdóneme, señor Silva, pero esa revista tiene un gran valor espiritual para mí... Y hay cosas que no se compran con dinero”, le dice Castilla a Silva en medio de una reunión de directorio, gozando de su minuto de fama que tratará de ir reproduciendo entre colegas, familiares y amigos con tal de perpetuar su instancia de poder.
A todo esto, Tertulias, la revista, se vuelve algo así como un pre-texto, una excusa para que ambos personajes libren, en realidad, una batalla en torno de lo que creen defender. Porque ni Silva sabe muy bien por qué colecciona esa extraña revista, ni a Castilla le resulta demasiado fácil identificar a su padre (es muy buena la escena en que Norma Aleandro lo corrige y le dice: “Pero no es ése; ¿tu padre no es el que está en la derecha?”). Es decir que la revista los obliga a rever no sólo sus principios sino también su grado de (in)felicidad. En un contexto marcado claramente por la corruptela y superficialidad del menemismo a nivel local y por la globalización y el auge tecnológico a nivel global, lo que termina poniendo sobre el tapete Cuestión de principios es, básicamente, el duelo entre dos perdedores, una guerra en la que no hay vencedores, pero sí vencidos. Uno, moralista, que quiere seguir durmiendo tranquilo a la noche; el otro, arrojado al vértigo de los negocios, que quiere dormir lo menos posible para que no se empiece a agrietar su magnífica estructura; uno que defiende a rajatabla los principios, el otro que no es capaz de respetar siquiera su propia palabra, como sucede con el pacto de discreción que arreglan entre ambos.
Tanto la fe ciega en el dinero como su artificial y patético rechazo parecen ser, así, las dos caras de una misma moneda que hace rodar, intransigente y sin importarle nada de todo esto, al progreso.
Con un nivel parejo de actuaciones y un resultado más que satisfactorio, Cuestión de principios –guión y película– brilla sobre todo en su capacidad para desplegar cada una de las ideas apuntadas en el magnífico cuento de Fontanarrosa.
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