FAN > UNA ESCRITORA ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA
› Por Reina Roffe
Intento recordar dónde y cuándo vi por primera vez Sonata de otoño, película que se estrenó hacia 1978, cuando en la Argentina se imponía “el silencio”, no precisamente ése del que habla otro título memorable de la filmografía del director sueco, sino aquel espeso y tenebroso que impuso la Dictadura. Quizá la vi en Estados Unidos, donde me trasladé por primera vez en 1978 con quien era mi pareja de entonces, el escritor Juan Carlos Martini Real, o tal vez en alguno de mis regresos a Buenos Aires. Ya no recuerdo esos detalles, aunque retuve nítida la impresión de que el film dejó en mí: una obra maestra perfecta por su sencillez y dramatismo, que pertenece a la última etapa de Bergman, cuando ya podía prescindir de la retórica intrincada y compleja de sus primeras creaciones para aplicarse a una narración diáfana, pero intensa, llena de belleza y sabiduría. Un film que he vuelto a ver en video y dvd varias veces durante las últimas décadas y que nunca deja de conmoverme y deslumbrarme.
No es para menos. Desde hace años trabajo en distintos textos que abordan, como en Sonata de otoño, la siempre difícil y enigmática relación madre-hija. Uno de ellos presenta como epígrafe una cita de Marcel Proust: “Los hijos no siempre llevan la semejanza de la madre, como llevan en su rostro la profanación de la madre”. Esta frase y otra que en Sonata de otoño dice Liv Ullmann, la actriz fetiche de Bergman, en el papel de hija (la madre es Ingrid Bergman), han sido decisivas para la composición de muchas de mis páginas. Todo es una maravilla en esta película: la fuerza interpretativa de dos grandes divas que bordan cada uno de los celajes emocionales que suscita el duelo dialéctico entre ambas. También la fotografía, la puesta en escena, la música de Chopin, Bach y Handel dándole temperatura a una historia que gira en torno del encuentro fugaz entre estas dos mujeres separadas durante años.
La madre, una famosa pianista que lo ha dejado todo por su carrera, enfrentará a la hija, cargada de razones y reproches que ya no quiere callar. Pero cuando habla, lo hace con un gesto aniñado, asustadizo; a veces con lágrimas en los ojos. Todavía siente respeto y admiración por esa madre abandónica, pero regia, imponente, a la que jamás podrá satisfacer ni conquistar. Una mujer que no es tan fría ni egoísta como parece, aunque gane en ella la que siempre fue, alguien que huye del dolor y necesita volver a su mundo, a su música. La pregunta que Bergman le hace pronunciar a Liv Ullman en su largo y angustioso duelo (“¿Es la desgracia de la hija el triunfo de la madre?”) ha permanecido como labrada en mi memoria, pone en vilo al espectador, es tremenda, descarnada, un verdadero cross a la mandíbula. Eje y también pivote de otras búsquedas, otros interrogantes en el hilo inestable de los sentimientos y la condición humana.
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