Dom 27.09.2009
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DEBATES

Cambio

La dimensión política de la palabra cambio se viene expresando en nuestra sociedad como una confrontación entre progresistas y conservadores. La dimensión histórica del cambio permite un cierto optimismo a sus partidarios, pero la misma historia siempre otorga consuelo a los detractores. ¿Qué es, en definitiva, un cambio? ¿Hasta dónde son posibles, deseables, sustentables, los cambios? Desde la Revolución Francesa al retrato de Dorian Gray, Noé Jitrik reabre un debate que tiene una inusitada actualidad, aquí y ahora.

› Por Noe Jitrik

La palabra cambio, incluida su acepción monetarista, tiene un gran prestigio, ya sea porque implica un objetivo o ideal a obtener, ya para rechazarla como posibilidad. En el primer caso supone la existencia de dos estados y la posibilidad, real o imaginaria, del paso de uno –conocido, criticable, irritable, fastidioso, rutinario, aburrido– a otro de orden superior o mejor o simplemente diferente. En el segundo, quienes están contra los cambios parecen muy seguros de que la idea no tiene sentido y de que el lugar en el que ellos están instalados es inconmovible, además de ser bueno y conveniente, nada aburrido ni rutinario, y si lo es no importa. Es fácil entender que, en términos generales, esta oposición entre los dos criterios da lugar a definiciones de todo tipo y en todos los órdenes: progresistas versus conservadores.

No es de extrañar, en consecuencia, que haya entre ambas opciones una guerra, a veces cruenta, que afecta lo político –aunque también hay treguas forzadas o acordadas–, plano en el que esas dos actitudes adquieren rasgos virulentos. ¿Acaso tuvo otro eje el enfrentamiento de católicos contra calvinistas, de cristeros contra agnósticos, de obreros contra patrones?

Pero estos razonamientos son preparatorios y bien haríamos en dejar de lado al sector de quienes rechazan el cambio, pese a que pueden tener muchas razones para hacerlo, para formular algunas preguntas acerca de quienes lo admiten, lo proclaman y lo programan o, al menos, estiman esa palabra hasta el punto, a veces, de que ponen en juego su vida por ella: no hay más que pensar en los guerrilleros de toda estirpe para ilustrar esa dimensión. Es claro que si en ese caso el deseo de cambio paga el precio de la muerte se podría pensar que también buscan el cambio otros, muchos, que también mueren, los suicidas por ejemplo –hartos de lo siempre igual–, los santos –cuyo ingreso en el cielo es evidentemente un cambio–, los ladrones –que con lo que roban puede ser que cambien de nivel de vida–, los criminales –cuya conciencia tiene un antes y un después del crimen–, etcétera. Están, también, los que no arriesgan nada y sin embargo piensan y sienten que están cambiando, por ejemplo cuando cambian de casa, de barrio o de país o simplemente de ropa o de peinado. O los políticos, que prometen cambios que se sabe que no se producirán. En todo caso, la promesa de un cambio, en cualquiera de estas situaciones, es un desafío al tedio y a la rutina, de lo ya sabido a lo inimaginable. Por eso, hablaba al principio del prestigio, bien justificado, de esta palabra.

No obstante, surge una insidiosa pregunta: ¿es posible el cambio aun aceptando que existe y sea deseable? En este punto es que hace una fuerte apuesta el psicoanálisis, que se propone no dejar las cosas como están sino convertirlas en otras, por ejemplo hacer que un psicótico cambie a neurótico y un neurótico pase a ser una persona normal, equilibrada y consciente de los límites que impone la vida. Cuando lo consiguen se ha producido un cambio, pero ¿no es este cambio un regreso a un estado anterior respecto del cual, a su vez, si eso los homologa a otras personas equilibradas y conscientes, se busca también un cambio o, si se sigue la lógica de cambio, es previsible que se lo vuelva a desear, aunque sea de otra manera?

Como se ve, el tema se complica y resulta difícil enumerar y clasificar sus variantes: de pobre pasar a ser rico es, sin duda, un cambio, pero ¿qué quiere decir como cambio puesto que se produce en una sola dimensión? Si el pobre era avaro antes de hacerse rico, una vez que lo logra va a ser sin duda mucho más avaro, razón por la cual en realidad el cambio fue ilusorio o meramente estatutario, no de personalidad. Si un hombre considerado sano tiene ciertas manías y pasa a ser un enfermo, lo más probable es que esas manías se potencien con el cambio de estado, de modo tal que por más radical que el cambio haya sido, en este caso no deseado, en verdad nada ha cambiado.

Me gustaría hacer, en este momento, un par de analogías tal vez triviales. Un jugador de pelota vasca arroja con una fuerza descomunal una pelota contra una pared; no es posible que el impacto no la modifique, así sea infinitesimalmente pero, de inmediato, cuando cesa ese fuerte estímulo, la pared vuelve a ser la misma, se repone del impacto, no hubo cambio. Casi lo mismo puede decirse de la ortopedia; su efecto correctivo de un órgano que se ha alterado dura lo que dura la acción ortopédica; apenas el aparato es retirado, el órgano vuelve a sus antiguas anomalías, es como si el pacto que se establece para lograr un cambio que remita a otro estado, que es el primitivo, se esfumara un instante después de haberse propuesto o aplicado. Lo mismo sucede con ciertos medicamentos: mientras se los ingiere se produce una mejoría que hace pensar que algo ha cambiado pero cuando se los suspende se vuelve al estado anterior: los órganos se rebelan y si, como sucede con la pelota vasca, algo se modifica gracias a la ortopedia o los medicamentos, la modificación es transitoria, se regresa al estado anterior. Y eso es desconcertante, psicológicamente desesperante, las cosas se obstinan en seguir siendo iguales.

Muy probablemente esto sea lo que ocurre con la sociedad: la ortopedia o la medicación pueden ser extendidas o breves y su efecto más o menos duradero pero, en definitiva casi siempre retornan los brujos del pasado. Por supuesto, el techo máximo del cambio en este campo es el cambio total de sistema, que muchos solicitan para que no sólo la estructura se modifique sino todas las instancias englobadas en ella. ¿Se ha producido alguna vez este cambio sin contradicciones, sin persistencias del pasado?

Pero tampoco se puede decir que todo sigue igual desde los tiempos más remotos: habría que ver de qué modo se produjeron cambios evidentes en la historia de la humanidad, cómo de absolutismo se pasó a democracia, de feudalismo a capitalismo y de capitalismo a socialismo, de esclavismo a igualitarismo, los ejemplos son abundantes. Lo que no quita la sospecha de que, relativamente al menos, la noción de cambio sufre un ataque, entre lo que precede y lo que sigue. La Revolución Francesa, por ejemplo, impuso un cambio respecto de la monarquía, pero pocos años después la monarquía volvió, cierto que con menos energía que antes, pero volvió; lo mismo puede decirse de la Revolución Rusa, más patéticamente: después de 70 años, luego de varias generaciones nacidas a su amparo y mentalmente configuradas en un nuevo sistema, el regreso al capitalismo, que había sido aniquilado mediante un cambio radical de sistema, es mucho más brutal que en los lugares en los que la promesa de cambio no tuvo ese carácter.

Todo esto es previsible y acaso merezca una reflexión más profunda y refinada; no obstante hay experiencias sobre el particular que conducen a esta suerte de escepticismo acerca del cambio; sería, o es, la de aquel que recibe aplausos de su auditorio, despierta fervores y reverencias; parece que ese discurso ha cambiado a sus oyentes pero, por lo general, cinco minutos después, como si bastaran esos cinco minutos, los oyentes vuelven a afirmar lo que afirmaban antes como si fuera resultado de la favorable experiencia de cambio.

Pero opuesto a esta idea es lo que ocurre en la situación pedagógica básica en la que el niño, que en cierto modo es una página en blanco, que en lo básico nada sabía –ése era su estado–, empieza a aprender y lo que cambia es, nada menos, la personalidad; cuando comprende, por la vía de una nueva organización del lenguaje –escritura y lectura– que está solo en el mundo, se separa, por segunda vez, del útero materno y empieza a enfrentarse –en eso consiste el cambio– con una realidad exterior que lo acoge y a la que posteriormente querrá modificar o bien aceptar tal como viene.

En cuanto a la situación pedagógica superior, la absorción de conocimientos abre un indudable camino al cambio, se tiene la impresión –aquel que lo propicia mediante sus lecciones– de que quienes escuchan no podrán seguir siendo los mismos y que al final de dicho camino los espera una nueva posición en la sociedad; si antes tenían el pelo largo y usaban telas rudas, cuando concluyan el ciclo tendrán que usar corbatas y trajes y todo lo que hace el disfraz de profesional; el cambio puede ser de horizonte epistemológico –se dan casos–, pero la mayor parte de las veces es sólo de ropa.

De muchas personas se dice, como si fuera un mérito, que pese al tiempo transcurrido no han cambiado: el mismo físico, el mismo comportamiento, las mismas costumbres o mañas o capacidades. Es reconfortante que a uno le digan, con admiración, que lo encuentran igual, pero vaya uno a saber si eso es bueno: el retrato de Dorian Gray está ahí para sugerir que lo igual es bueno y que el cambio, en cambio, es horrible. Casi se podría decir que la literatura descansa sobre un cambio de índole pero su ámbito, con ser tan extraordinario, la mayor parte de las veces –aunque hay revelaciones en ella que cambian el rumbo de la vida de algunos– es entendida como una mera interrupción, no como una lección en el orden, por lo menos, de la ortografía: muchos leen, ven las palabras como son y –sin embargo– escriben tan mal como siempre: la ceguera les impide un cambio que los llevaría de un estado a otro, producto de aquel cambio fundamental de índole.

En lo que me concierne, debo confesar que esa palabra me marea: a veces entiendo su alcance positivo, a veces me desconcierta; a veces me parece que se ha producido y está bien y otras que lo que ha resultado es peor que antes; a veces me gana la ilusión de que lo que hago cambia la vida o la visión de la vida de quienes me leen o escuchan: mis decepciones son tantas que ya ni siquiera me apenan. Hablo, por ejemplo, con entusiasmo de Rulfo, me felicitan, dicen estar conmovidos y, pocos momentos después, mencionan a Laura Esquivel como si fuera lo mismo, como si de una cosa se infiriera la otra. Me resigno; nada, si no insistir, puedo hacer. Lo peor, ya me ha pasado, es que quienes celebran el cambio, como la pared en la paleta vasca, vuelven a lo de antes impávidos, nada les ha cambiado.

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