Domingo, 31 de enero de 2010 | Hoy
1991 > A LOS 40 AñOS DE EL GUARDIáN ENTRE EL CENTENO
El miércoles pasado, a los 91 años, murió J. D. Salinger, el autor norteamericano más influyente de la segunda mitad del siglo XX. Convertido en icono cultural, gurú literario y guía espiritual de una cantidad de lectores que nunca dejó de crecer, decidió recluirse hace cuarenta años en un silencio apenas perforado por algún paparazzo, un biógrafo insistente o procesos judiciales para defender su derecho a la privacidad. Radar lo homenajea con textos de escritores norteamericanos que reconocen la ascendencia fundamental de su familia Glass en el imaginario literario, cinematográfico y televisivo que conocemos, algunas de las notas que salieron en este diario sobre sus libros y personajes, y con textos y cartas y declaraciones inéditas en castellano del propio Salinger sobre todo eso que siempre se quiso saber y nunca nadie le pudo preguntar.
Por Rodrigo Fresán
Por un lado están los diez días que conmovieron al mundo y por otro lado está el igualmente revolucionario fin de semana que cambió para siempre la historia de la literatura registrando la fuga de un adolescente en busca de la iluminación de Nueva York, instalando como cierta la posibilidad de un escritor / gurú y elevando hasta alturas insospechadas la narración en primera persona del singular. Hace cuarenta años, la publicación de The Catcher in the Rye –título que parece condenado a la más inexacta de las traducciones ya sea como El guardián entre el centeno o El cazador oculto– modificó para siempre el modelo de ver las cosas porque, claro, Holden Caulfield ve las cosas de un modo diferente y elige desde el vamos una forma de protagonismo alternativo: a Holden le interesa estar en el mismo borde del campo de juego, en precario equilibrio ante el abismo. Holden prefiere mirar el partido desde afuera y que no lo molesten.
Se sabe que Jerome David Salinger, padre de la criatura, piensa exactamente igual.
LEVANTAD, CRITICOS, LA OBRA MAESTRA
Se sabe también, en ciencia exacta, que cualquier escritor en los laberintos de la mente adolescente será –para bien o para mal– calificado como “nuevo Salinger”. Le pasó a Bret Easton Ellis, le pasó a Jay McInerney, quien, astuto, parodió la inocurrencia desde la tapa de Bright Light, Big City con una ilustración que remedaba aquel famoso dibujo –Holden y su gorra– en la primera edición pocket del Catcher. Así, “nuevo Salinger” se ha convertido en fórmula habitual de las contratapas y en elogio obvio. Pero en el momento de la aparición de The Catcher in the Rye las cosas no fueron sencillas: 237 goddams, 58 bastards, 31 chrissakes y un pedo estratégicamente ubicado fueron más que suficientes para que Salinger haya sido tachado de blasfemo por haber dado a luz a este “gusano patético” y “adolescente demencial a quien nadie en su sano juicio querría conocer” y consagrado por haber inventado “a la voz más querible de las letras desde Huck Finn” que ofrecía casi sin proponérselo “la historia clínica de todos nosotros”. Enseguida los acontecimientos se precipitaron: Salinger se descubrió convertido en doctor Frankenstein superado por su criatura y para 1953 decide esfumarse de la faz del planeta, decisión que ha mantenido, con admirable disciplina, hasta nuestros días. Lo último que publicó –un largo cuento sobre la infancia de Seymour Glass que bordea peligrosamente la autoparodia involuntaria– fue en el año 1964 y desde entonces Salinger es considerado un desaparecido en acción. Un nombre y un hombre de perfiles fantasmagóricos que –es apenas una teoría– pudo haber elegido el exilio literario cuando comprendió que se estaba volviendo más personaje que persona, cuando el adolescente confundido mató al suicida seguro de sí mismo, cuando sus lectores comenzaron a perseguirlo con el furioso convencimiento de que Salinger era poco menos que un mesías.
EL PERIODO AZUL DE HOLDEN CAULFIELD
El héroe de la cuestión aparece por primera vez en la obra salingeriana en un cuento publicado en 1944 por The Saturday Evening Post con el título de “Last Day of the Last Furlough”. En ella aparecen dos soldados que, antes de entrar en acción sobre el suelo europeo, conversan y se cuentan sus vidas. Uno de ellos es Vincent Caulfield, quien “tiene un hermano menor en el ejército al que lo echaron de un montón de colegios”. El hermano menor, alguien que para la oficialidad es considerado “desaparecido”, responde al nombre de Holden.
Al año siguiente, Esquire publicó “This Sandwich Has No Mayonnaise”, donde se habla mucho de Holden pero –como en “Furlough”– no se lo ve por ningún lado y hasta se insinúa una hipotética muerte. El cuento trata la obsesión de Vincent por la desaparición de Holden: “Mi hermano tiene diecinueve años y el muy tonto... lo único que hace es oír atentamente a ese aparatito malajustado que lleva por corazón”.
Durante el mismo año, 1945, Salinger mata a Vincent Caulfield en un cuento llamado “The Stranger” y finalmente nos presenta al Holden adolescente y neurótico de posguerra en “I’m Crazy”. Ambas historias aparecieron en Collier’s. Al año siguiente, Holden toma por asalto las páginas de The New Yorker con “Slight Rebellion off Madison”. Tanto “Crazy” como “Rebellion” figuran en la versión final del Catcher apenas retocados.
The Catcher in the Rye es publicado en junio de 1951 y el resto es una historia de prohibiciones, escándalos, persecución a manos de biógrafos y biógrafos perseguidos, prohibiciones del libro en colegios secundarios y quemas públicas junto al Matadero 5, de Kurt Vonnegut, hasta que –una fría noche de diciembre en Nueva York– Mark David Chapman dispara sobre John Lennon y se sienta en el cordón de la vereda a leer el célebre párrafo que da nombre al libro. Esa página donde Holden confiesa que nada le gustaría más que vigilarlos todo el día y atajarlos para que no caigan al abismo que, de improviso, se abre a sus pies.
JUSTO DESPUES DE LA GUERRA CON LOS PERIODISTAS
Salinger desaparece. Ahora lo ves, ahora no. Salinger deja de escribir. Apenas algunos cuentos más y la familia Glass convirtiéndose en peligroso centro del universo. Cuando parece que todo va a estallar, todo termina. O al menos queda en suspenso. Truman Capote, con la malicia y la mitomanía que caracterizó hasta a su más casual comentario, aseguró que “me han dicho de muy buena fuente que no ha dejado de escribir en absoluto. Que ha escrito al menos cinco o seis novelas cortas y que The New Yorker las ha rechazado, y que él sólo quiere publicar en The New Yorker. Que todas son muy extrañas y que tratan de budismo zen... Es un muerto literario. La verdad podría morirse del todo y así emprolijar su incómoda situación”.
John Cheever, colega cuentista en The New Yorker y mucho más piadoso a la hora de la especulación, precisó que “comprendo cuán extraño es su don. Aun así me parece que Salinger se encerró en el baño; y todo indica que perdió la llave y no puede salir”.
El extremo del fenómeno se alcanza con cláusula en contrato editorial. Salinger prohíbe que sus libros lleven fotos de autor, ilustraciones de tapa y noticias biográficas o críticas y prohíbe todo tipo de adaptaciones cinematográficas para las que en algún momento se barajaron los nombres de Bob Dylan y Timothy Hutton a la hora del Holden Caulfield de celuloide. Quemar los archivos, entonces. Algo así como un curso relámpago para transformarse en el hombre invisible.
Pero, se sabe, nada es del todo transparente: la búsqueda de Salinger se convirtió en una suerte de pasatiempo nacional, se lo intentó relacionar con el también escritor fantasma William Wharton (Birdy, Dad) y, así, años atrás el periodista Mark Phillips asegura haber descubierto a J. D. tras el alias de Giles Weaver publicando en una casi desconocida aunque prestigiosa revista literaria llamada The Phoenix. Un autorretrato de inconfundible perfil salingeriano más una breve biografía no hicieron más que aumentar sus sospechas: “Giles Weaver es sólo el seudónimo de un escritor que vive como un indígena solitario en el Kalahari norteamericano”. Una de las dos largas piezas publicadas por Weaver en el ’71 –Nuevas memorias del subsuelo– sorprende por su inconfundible aliento salingeriano así como por la implícita confirmación de los rumores de que Salinger pasó algún tiempo en una institución psiquiátrica. Weaver escribe desde un hospital y en “How Weird my Depressions Can Get” podemos leer que: “Aun cuando tengo períodos de muerte cerebral y pequeñas depresiones, se puede decir que soy feliz por primera vez en la vida. Una de las razones es que finalmente soy sabio y he abandonado toda idea de trabajar”.
UN DIA PERFECTO PARA EL CAZADOR OCULTO
Usa anteojos, recoge su correo a eso de las diez de la mañana y se lo ve poco por las calles de Cornish. De vez en cuando compra libros: novelas policiales, ciencia ficción y algún que otro volumen sobre temas filosóficos. Trabaja desde temprano hasta el anochecer en un bunker de cemento armado que construyó junto a su casa. En julio de 1980 abrió la boca para afirmar que: “No hay más Holden Caulfield. Si quieren saber más relean el libro, está todo ahí. Holden Caulfield es apenas un instante congelado en el tiempo”. De ahí que –paradoja atendible– la verdad se encuentre en algún lado de la ficción y no en las siempre desautorizadas biografías que sólo terminan enhebrando desautorizadas hipótesis: los padres de Salinger eran amigos de los hermanos Marx; Salinger era un experto oficial interrogador de jerarcas nazis durante la Segunda Guerra Mundial; Salinger vive en el Tíbet. Tal vez –como se burló Capote– la muerte clarifique y recién entonces verá luz una verdad seguramente decepcionante. Mientras tanto, el instante congelado en el tiempo no deja de prolongarse con modales característicos y títulos que todos traducen mal. A El cazador oculto argentino –una de las variantes más discretas, como enseguida se verá–, se le suman el Vida de hombre italiano, el Epoca peligrosa de la vida japonés, el Cada uno para sí y quien se quede atrás se las arreglará noruego, El solucionador de problemas sueco, El atrapa-corazones francés, El hombre en el centeno alemán, El vagabundo solitario holandés y el Yo, Nueva York y todo lo demás israelí. Como desde hace cuarenta años, todos ellos continúan preguntándose a dónde van los patos del Central Park en invierno. Todos acaban frente a una calesita girando en la lluvia, felices de haber llegado a algún lugar y de haber encontrado la más relativa de las treguas porque “nunca se puede encontrar un sitio que sea agradable y pacífico porque, sencillamente, no existe. Puedes creer que es posible, pero una vez que estás ahí, cuando te distraes, alguien se va a entrometer en el paisaje para escribir Fuck you justo debajo de tus narices”.
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