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Domingo, 26 de enero de 2003

TRUCHADAS

Separados al nacer

En Berlín se ha creado un museo dedicado a los plagios, las piraterías, las truchadas y otras expresiones del delicado límite entre el original y la copia. El Museo Plagiarius de Berlín alberga la primera colección de plagios industriales de todo el mundo. Hay juguetes, lámparas, teléfonos, relojes, tachitos para la basura y, por supuesto, un sacacorchos plagiado en la Argentina. Además, ya existe un premio Plagiarius que, desde luego, nadie quiere recibir.

POR ARIEL MAGNUS

A principios de 1977, en una exposición de objetos industriales realizada en Frankfurt, Rido Busse descubrió una réplica exacta de la balanza de precisión que él mismo había diseñado para una empresa alemana, sólo que expuesta en el stand de una empresa honkongesa y, dato no menor, a un tercio de su valor original. Busse no recordaba que alguien le hubiera comprado los derechos para reproducir su invención, de modo que levantó una queja contra la firma Lee, que inmediatamente se vio obligada a retirar el producto plagiado (del que por las dudas ya había vendido 100 mil unidades) y a firmar un documento por el que se comprometía a no seguir comercializándolo. Meses más tarde, otra empresa honkongesa (o la misma con otro nombre) volvió a ofrecer la balanza robada, Busse volvió a denunciar el hurto, la empresa retiró el producto del mercado y se comprometió a no comercializarlo más. Meses más tarde, otra empresa honkongesa (o la misma con otro nombre) volvió a ofrecer la balanza robada, Busse volvió a denunciar el hurto, la empresa retiró el producto del mercado y se comprometió.... (esta frase no es plagio de la anterior). Desesperado de que el círculo no tuviera fin, y de que a la larga lo dejara en la ruina, Busse comenzó a informarse acerca de posibles represalias legales, aunque muy pronto tuvo que rendirse ante la evidencia de que la ley jugaba a favor de los plagiarios. Viendo que no podía castigar a los ladrones por vía penal, el diseñador decidió propinarles aunque más no fuera una tunda simbólica. Compró un enano de jardín (el Número 917 de la firma Heissner, aunque son todos más o menos iguales y hubiera sido más barato copiarlo), lo pintó de negro y le puso una nariz dorada, símbolo de ganancia a través de plagio. A fines de ese mismo año, en una conferencia de prensa a la que asistió un solo periodista, el profesor Rido Busse, presidente y único miembro de su recién creada Acción Ciudadana contra el Plagio, hizo entrega de los “premios Plagiarius”, cuyo primer puesto se llevó la firma Lee de Hong Kong. El premio, una fotocopia de mala calidad de una foto del enano de jardín, deja constancia del nombre de la empresa plagiadora y del producto plagiado. Las malas lenguas dicen que ese papelucho cuelga hoy –orgullosamente encuadrado– en el despacho de Mr. Lee.
EL PREMIO NO QUERIDO
El premio Plagiarius sigue entregándose anualmente, aunque muchas cosas han cambiado desde entonces. Rido Busse ya no está solo, y su iniciativa es hoy una robusta Asociación Registrada con miles de inscriptos. Los medios, haciéndose eco de la idea, escrachan año tras año a los premiados. La Acción Plagiarius, patrocinada por la Asociación Alemana de Diseñadores Industriales, ha conseguido endurecer las leyes contra los cacos (ahora pueden ser condenados hasta a cinco años de prisión), a la vez que se convirtió en un centro mundial para la recepción de denuncias. Entre un 5 y un 10 por ciento de las empresas denunciadas para la terna anual del Plagiarius se apresuran a retirar sus productos del mercado o condescienden a pagar las licencias, por temor de recibir el premio y quedar mal parados. La Asociación ofrece además workshops para diseñadores y un seguro para sus miembros que cubre hasta 50 mil euros en caso de plagio.
El último gran proyecto realizado por la Asociación fue la apertura del Museo Plagiarius en Berlín, que hace pocos días llegó a los 100 mil visitantes (¿serán los mismos 100 mil que compraron la balanza de Mr. Lee?). El museo está ubicado en una antigua cervecería convertida hoy en centro cultural, ubicada a su vez en el corazón de Prenzlauer Berg, un barrio de moda muy codiciado por los diseñadores, y alberga la primera colección de plagios industriales del mundo. Por módicos 2 euros (estudiantes y jubilados gratis) se pueden observar allí, además del enano de jardín con la nariz dorada, unas 100 “Plagiatsunits”, con el original a la derecha y su copia a la izquierda. Hay de todo: teléfonos, sillas,aspiradoras, carteras, juguetes (que desde 1998 tienen un premio especial, el Plagiarius-TOY), lámparas, destornilladores, un vagón de tranvía (sólo en foto, se sobreentiende), linternas, picaportes y, por supuesto, la balanza de Herr Busse y la de Mr. Lee. En ningún caso se trata de las conocidas falsificaciones de relojes Rolex o jeans Levi’s o camisas Lacoste que se pueden comprar “en oferta” en Ciudad del Este o a veces en las estaciones de tren. Ese tipo de falsificaciones, donde el comprador es perfectamente engañado acerca del origen de la mercancía, están penadas por la ley y pueden ser combatidas a nivel judicial.
El verdadero problema para los diseñadores, que es lo que el museo se encarga de denunciar, son los plagios más o menos sutiles, donde cada parte del producto es ligeramente distinta del original, pero el conjunto borra las diferencias. El caso más desvergonzado que registra el museo es el de una calculadora Sharp, idéntica a primera vista (y hasta a segunda) a la Sharp original. Menos burdos, pero igual de fraudulentos, son unos animalitos de peluche o unos tachos de basura en donde lo único que cambia es el color, o sillas que apenas se diferencian por el grado de inclinación de sus respaldos, o pinzas que sólo se distinguen por el material con que están hechas. Cada estante de cada vitrina del museo se convierte así en un juego de “Encuentre las 7 diferencias”, y es probable que más de un visitante reviva las frustraciones de su niñez al no poder completar el desafío.
EL ARTE DE PLAGIAR
El museo, al igual que el premio, se propone llamar la atención acerca de un problema bastante ignorado, pero que anualmente produce enormes pérdidas en ganancias y puestos de trabajo a las empresas afectadas. Su misión es sensibilizar no sólo a los consumidores que pueden darse el lujo de adquirir los objetos originales sino principalmente a aquellos que tienden a comprar el plagio sin mayores pruritos de conciencia. Otro de sus objetivos consiste en desbaratar el prejuicio generalizado de que el plagio industrial es un deporte exclusivamente asiático. Aunque es cierto que no pasa un año sin que Taiwan o Corea o cualquiera de los otros sospechosos de siempre saquen algún premio o alguna mención, pocos son los países que aún no han sido incorporados al codex plagiarius. Desde Portugal hasta la India y desde Dinamarca hasta Grecia, pasando por casi todos los países miembro de –o aspirantes a– la Unión Europea, nadie está libre de culpa y cargo. Tampoco se da siempre el caso de que en el banquillo de los acusados se oigan nombres de empresas ignotas. Lufthansa, Ikea, Calvin Klein, Semantec o las Galerías Lafayette, todas ellas han sido premiadas a su debido tiempo por ahorrarse costos de diseño valiéndose sin permiso del trabajo ajeno.
El arte de plagiar es practicado incluso de este lado del mundo, y al parecer con bastante constancia. Ya en 1979, una empresa brasileña sacó un segundo premio, seguido en 1987 por una mención y en el 2000 por el tan codiciado primer puesto. Entre medio, acaso para demostrar que la alegría del plagio no es sólo brasileña, la firma argentina Gaumén se encargó en 1996 de cosechar una condecoración para nuestro país. La truchada (tal sería en este caso el terminus technicus apropiado) corresponde a una réplica del sacacorchos de la firma holandesa Briabante, y puede ser admirada en el museo berlinés. Viniendo del país de Jorge Luis Borges, es difícil no ver en el sacacorchos argentino una reminiscencia de los hrönir de Tlön, duplicaciones de objetos perdidos que “son, aunque de forma desairada, un poco más largos”. Al fin y al cabo, el autor de “Las ruinas circulares” predicó siempre que toda obra no es más que un plagio. Y se llenó de premios.

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