Las dos torres
Nota de tapa Hace un año, el productor francés Alain Brigand decidió convocar a 11 cineastas de todo el mundo y concederle a cada uno 11 minutos, 9 segundos y 1 fotograma para que idearan once pequeñas películas alrededor del atentado del 11 de septiembre de 2001. El resultado es 11’09”01: El día que cambió el mundo, un repertorio de historias acusado de herejía antinorteamericana en los festivales de Venecia y Toronto y sospechosamente sin fecha de estreno en Estados Unidos. En Argentina, en cambio, se estrena en los próximos días. A continuación, los once directores se defienden de los cargos.
Por Horacio Bernades
¿Se puede ir más allá de las imágenes que mostraron, en directo, una y otra vez hasta el infinito, el choque de los aviones contra las Torres Gemelas, las dos explosiones sucesivas, la gente tirándose desesperada al vacío, los rascacielos derrumbándose sobre sí mismos, la montaña de polvo, los escombros? ¿Se puede mostrar una imagen más límpida y perfecta de cómo caen dos torres de poder, de la pura nada edilicia que reemplaza a lo que alguna vez se levantó allí y ya nunca más estará? ¿Se puede narrar, dramatizar, representar algo sobre eso, después de eso?
Es seguramente a partir de estas ideas –y sobre todo de la repercusión global de aquel “día que cambió el mundo”– que hace más o menos un año el productor francés Alain Brigand decidió convocar a once cineastas del mundo entero y concederle a cada uno once minutos, nueve segundos y un fotograma para que –con toda libertad, según se pregona– idearan once pequeñas películas alrededor del atentado del 11 de septiembre de 2001. Meses más tarde, esas once películas ya eran una, que se llamó 11’09’’01 y se presentó, claro, el 11-09-02, en el marco del festival de Venecia. Recibida con escándalo allí, y duplicando ese escándalo días más tarde en el festival de Toronto (pleno continente americano), en los próximos días la película producida por Brigand y dirigida entre otros por Ken Loach, Sean Penn, Shohei Imamura, Samira Makhmalbaf y Alejandro González Iñárritu llegará a los cines argentinos, acompañada de un subtítulo o slogan aclaratorio: “El día que cambió el mundo”.
Cuánto cambió el mundo, qué mundo es el que cambió, por qué y para qué son algunas de las cuestiones que el coro de once voces de 11’09’’01, más que contestar, se ocupa de volver a poner en cuestión. Como ocurre con toda compilación, ese coro de solistas no necesariamente armoniza. Cada uno canta su propia canción, y si en algún caso una melodía hace canon con otra, abundan los cambios de tono, de clave y, claro, afinación. Pero surge de allí una polifonía, una serie de variaciones que, más que tener el atentado como motivo central, tienden a dispararse a partir de él. A fugar, para mantener la analogía musical. Tal como lo expresa visualmente el separador que hace de puente entre un corto y otro, la idea central de 11’09’’01 es el modo en que el atentado del World Trade Centre resonó (resuena, todavía) sobre el conjunto del planeta.
Sólo uno de los once cortos fue dirigido por un estadounidense, Sean Penn. Y no es precisamente una voz que represente a los Estados Unidos Bushianos, como que Penn acaba de violar un veto oficial de su gobierno, para rendir una visita al Gran Satán de Irak. Tres de los cortos (el de Claude Lelouch, el de la india Mira Nair y el del propio Penn) transcurren en territorio (real o ficcional, no importa) de los Estados Unidos. El egipcio Youssef Chahine eligió filmar a medias, entre Manhattan y su tierra, mientras que el mexicano González Iñárritu trabajó a partir de las imágenes emitidas aquel día por la televisión, y el británico Ken Loach recurrió a imágenes documentales de otro 11 de septiembre: el 11 de septiembre de 1973, cuando el gobierno de Salvador Allende fue tumbado por Pinochet y la CIA. La iraní Samira Makhmalbaf, el bosnio Danis Tanoviç, el nativo de Burkina Faso Idrissa Ouedraogo, el israelí Amos Gitaï y el japonés Shohei Imamura eligieron filmar en sus respectivos países, buscando formas de diálogo, de choque o desvío con respecto a los acontecimientos del World Trade Centre.
Primera constatación que despertó las iras de medios estadounidenses y “aliados” paneuropeos: tres de los realizadores convocados (Makhmalbaf, Chahine y Nair) provienen de países donde el islamismo es religión oficial o mayoritaria. Recuérdese, en este punto, que en octubre pasado las autoridades de inmigración estadounidenses le negaron la visa a Abbas Kiarostami, por el solo hecho de ser iraní, impidiéndole acompañar la presentación de su película Ten en el marco del festival de Nueva York y obligándolo a volverse a su país, como si se tratara no de un cineasta, sino de un terrorista internacional. Segunda fuente de irritación de 11’09’’01: prácticamente ninguno de los cortos reza un responso por el atentado y los caídos, única posición política y moral que la opinión pública y los medios estadounidenses –casi enteramente ganados por el discurso bushista– están dispuestos a aceptar. El tercer agujero en la pared contra la que 11’09’’01 embate –el agujero más profundo, para quienes adhieren a la Guerra Santa de George Jr.– es que dos de los cortos incluidos (los de Chahine y Loach) ven el atentado como consecuencia de la política exterior de los Estados Unidos.
Apelando a una combinación de primera persona con realismo mágico, en el corto de Youssef Chahine, a un director de cine llamado Youssef Chahine (encarnado por un actor que se le parece mucho al director de Adieu, Bonaparte) se le presentan dos fantasmas simétricos. Uno es el de un marine estadounidense, muerto en acción durante su intervención en la guerra del Líbano, durante los años 80. El otro, el de un guerrillero palestino, autoinmolado como hombre-bomba en un operativo terrorista anti-israelí. Mientras que el alter ego del realizador ejerce una suerte de pedagogía política sobre el marine, dándole un curso rápido sobre los pecados de la política exterior estadounidense –desde Hiroshima hasta Medio Oriente, pasando por Vietnam– el terrorista palestino y su familia instruirán a su vez al cineasta, al soldado yanqui (y al espectador, obviamente) sobre las razones que mueven al pueblo palestino a ejercer el terrorismo sobre el ejército ocupante israelí y sus sostenedores norteamericanos. Horror, herejía, declaración de guerra.
En su corto, Loach recurre también a la pedagogía (a una pedagogía anti-Bush, para decirlo con más precisión), evocando un fantasma que tal vez sea más intolerable aún. En el corto del realizador británico, un refugiado chileno en Londres (encarnado por Vladimir Vega, que es un refugiado real y había hecho de exilado paraguayo en la anterior Ladybird, Ladybird) escribe una carta abierta a los Estados Unidos, recordando qué pasó en su país el 11 de septiembre del ‘73. Loach ilustra la carta de Vega con imágenes de época (muchas de ellas tomadas del legendario documental clandestino La batalla de Chile) y muestra en ellas el rostro sonriente de Henry Kissinger (actual asesor del gobierno estadounidense) mientras dialoga amigablemente con Pinochet. Horror de horrores, inadmisible impertinencia, el cineasta británico osa contraponer –apelando a un montaje dialéctico en la más pura tradición del cine soviético de propaganda– la palabra y la imagen de Bush Jr. (cuando intenta, tras el atentado, construirse a sí mismo como paladín de la libertad y democracia) con los horrores de la guerra desatada por sus antecesores de la CIA, treinta años atrás.
Completando la herejía, en su corto (el que cierra la compilación) el japonés Imamura retrocede hasta la Segunda Guerra para narrar la fábula de un soldado nipón que, confrontado en el campo de batalla con el asco mismo de la guerra, se convierte (o decide convertirse) en serpiente humana. “Se fue como soldado y volvió como serpiente”, comentan sus parientes, mientras observan cómo el tipo se arrastra, produce sonidos guturales y se traga una rata. Pero lo peor es que al final, la serpiente habla. Y dice: “No hay guerra santa”, cerrando la película y desbaratando de un solo golpe las justificaciones belicistas del Islam y de Bush. “¡Antiamericanismo!”, tronó desde Venecia el enviado de la revista especializada Variety, en representación de todos sus colegas. Ni una voz se le opuso, y no sólo en Estados Unidos. La suerte de 11’09’’01 quedó sellada: al día de hoy, la película producida por Brigand no cuenta con ninguna oferta para distribuirla en territorio norteamericano, y nadie cree que eso vaya a ocurrir jamás. No mientras Bush sea presidente, al menos. Los restantes cortos de la compilación ensayan otros caminos. Lo cual no quiere decir que, aún de modo sesgado, varios de ellos dejen de sugerir ideas bastante poco admisibles para la dictadura en la que se ha convertido, a partir del 11-09-01, la administración Bush. Es el caso de Samira Makhmalbaf, la única de los once cineastas que alude a la cuestión afgana. En su corto, que abre la película, la jovencísima realizadora de La manzana (22 años) hace foco en una comunidad de refugiados afganos en Irán. Como es costumbre en el cine iraní, los protagonistas son un grupo de chicos, a los que la maestra intenta explicar lo que acaba de ocurrir en Nueva York. Se le hace difícil, porque los chicos le dan poca bolilla. Tienen sus razones. En primer lugar, no saben qué es Nueva York, y en su vida vieron un rascacielos. Pero además, otro accidente acapara su atención: dos conocidos acaban de caerse en un pozo, y para estos chicos afganos eso resulta incomparablemente más tocante que cualquier inimaginable (¿irrepresentable?) tragedia lejana. Lo que sugiere entre líneas el corto de Samira también resulta enormemente chocante para el ombliguismo norteamericano: todo es cuestión de escala, y no necesariamente para todo el mundo lo más grave del 11-09-01 fue la caída de las Torres.
La contraposición entre lo local y lo global y la cuestión de las escalas aflora también en los cortos del bosnio Danis Tanoviç (el mismo de El último día), el israelí Amos Gitaï y el estadounidense Sean Penn. En el corto de Tanoviç, mujeres bosnias que perdieron a sus familiares durante la matanza de Srebrenica (ocurrida un día 11) vuelven a desfilar ese día en la plaza central (cubiertas de pañuelos, no pueden dejar de recordarle al espectador argentino a las Madres de Plaza de Mayo), a pesar de que acaban de enterarse, por la radio, de lo sucedido en Nueva York. En el corto de Gitaï sucede lo contrario: el atentado de las Torres termina quitándole “aire” televisivo a la cobertura que una periodista intenta hacer de un atentado con bombas ocurrido el 11 de septiembre en Tel Aviv. De todos modos, la cámara de Gitaï sí muestra las operaciones de salvataje emprendidas tras el atentado, en un único plano-secuencia que dura 11 minutos, 9 segundos y un fotograma.
Sin embargo, ciertos datos visuales –deliberada y sutilmente introducidos por el cineasta israelí– hacen pensar que lo que el espectador está viendo no es el atentado “real” sino uno reconstruido, puesto en escena especialmente para la cámara. Con lo cual, ese corto podría estar sugiriendo que no existe algo llamado verdad televisiva. Y ésa es una afirmación tan revulsiva, con respecto a la televisación del atentado del WTC, como puede serlo la de Imamura en relación con la campaña bélica bushiana. Aunque la materialice con una estética entre kitsch, pomposa y chorreante, no es menos inquietante la paradoja sobre la cual trabaja Sean Penn en su corto: al caer, las Torres permiten que entre luz, finalmente, en un departamentito neoyorquino, hasta entonces condenado a la oscuridad por la molesta presencia de los rascacielos en el horizonte. La tragedia a gran escala permite que un individuo, un único individuo, tenga su revelación íntima: no es una idea poco interesante, más allá del modo en que Penn la pone en escena.
Los cortos de Lelouch, Iñárritu (Amores perros) y la india Mira Nair (la de La boda) son los únicos que sí trabajan sobre la idea del duelo. Nair compensa su melodramático, elemental homenaje al héroe samaritano con el hecho paradójico (tomado de la realidad) de que ese héroe, un pakistaní radicado en Nueva York, fue previamente sospechado de terrorista, por el solo hecho de ser musulmán. A su turno, Lelouch e Iñárritu ponen en escena dos sentidos que la transmisión televisiva bloqueó o complicó durante la cobertura del atentado: el oído y la vista. Protagonizado por una mujer sordomuda que, aunque tiene el televisor a unos pocos pasos, ni se entera de lo que está ocurriendo, el corto de Lelouch trae a la memoria un ensayo de su compatriota Jean-Louis Comolli (no importa si el director de Los unos y los otros lo leyó o no), en el que aquél reflexionaba sobre el sentido de la anulación del sonido durante la transmisión.
Al poner la pantalla en negro y trabajar sobre una banda de sonido en la que ciertos rezos indígenas se yuxtaponen con material de archivo tomado de la radio y de los desesperantes mensajes enviados por los pasajeros de los aviones secuestrados, González Iñárritu obliga al espectador a repensar la relación entre lo (no) visto y lo oído. Sin embargo, al interrumpir el negro con flashes de los cuerpos cayendo, Iñárritu atenta contra la coherencia de esa propuesta. Y termina de echar por tierra todo lo hecho, al rematar con un slogan de vocación unanimista, que no hace más que recordar que el realizador de Amores perros se formó largamente en publicidad. Queda para el final el corto más curioso, el más atípico, tal vez el más interesante y subversivo de los once: el de Idrissa Ouedraogo, uno de los dos o tres cineastas más importantes del continente africano.
Con una estética naïf que suele ser muy propia del cine africano, el corto de Ouedraogo devuelve protagonismo a los niños. En este caso se trata de una pequeña barrita de chicos pobres de la capital de Burkina Faso, que primero se enteran de que el gobierno estadounidense ofrece una recompensa de 25 millones de dólares para quien capture a Osama bin Laden vivo o muerto, y enseguida se encuentran con ... Osama bin Laden, que vaya a saber qué andaba haciendo ese día por allí. El intento de secuestro con armas tribales y un remate que conviene no develar pero que pone en pie de igualdad a Bush con Bin Laden resulta doblemente subversivo, al tomarse todo el asunto a la chacota (hay un buen humor en el corto de Ouedraogo que no aflora en ninguno de los otros diez cortos) y al convertir a ambos poderes en mera presa potencial de unos chicos africanos, que andan en patas y a quienes lo único que les preocupa es darle una mano a un familiar en problemas.
Tal vez sea con esos chicos con quienes más se identifique el espectador argentino, obligado a compartir lejanas tragedias de poder transmitidas por televisión, mientras a su alrededor todo lo sólido se desvanece en el aire.