PLáSTICA
El botón de Gulliver
Su nombre fue, durante años, una contraseña entre iniciados en el mundo del dibujo. Pero el tiempo fue trayendo a estas costas cada vez más información sobre aquel argentino que había partido rumbo a Europa en 1969: que era un dibujante extraordinario, que sus animaciones no paraban de cosechar éxitos, que había hecho un libro sobre Rembrandt, que animaba canciones de Linda McCartney, que dibujaba textos de Beckett y Jonathan Swift, que había ganado una Palma de Oro en Cannes, que planeaba un Amarcord porteño... Ahora, desde el 31 de enero y hasta el 2 de marzo, la muestra Treinta años de dibujos irresponsables, en el Palais de Glace, permite finalmente asomarse a la gigantesca obra de Oscar Grillo.
Por Juan Forn
Rep lo explica mejor que nadie en el recuadro. A mí se me ocurre un símil futbolero para dar una idea del fenómeno Grillo: el Cabezón Sívori, que partió enseguida a Europa después de irrumpir en la primera de River, pero lo poco que jugó acá, combinado con las maravillas que se decían de él como estrella de la Juve, en aquellos tiempos en que ni el fútbol ni el resto de las cosas eran globales, lo convirtieron en una leyenda por ausencia, en la Argentina. Cuando Oscar Grillo se fue a Europa, era un secreto entre entendidos del mundo del dibujo. La cantidad de cosas que fue haciendo en Londres desde los ‘70 llegaban de oídas a estas costas: las revistas, diarios y libros donde salían sus dibujos no llegaban, sus laburos de animación (fueran publicitarios, musicales o “artísticos”) no se proyectaban ni en la tele ni en cines de acá, y de las muestras (en Europa, Norteamérica o Japón) ni hablar. Sin embargo, en el mundo de los dibujantes era una suerte de contraseña que circulaba de boca en boca. Sólo le faltó morir joven para cristalizar un mito perfecto. Pero Grillo hizo algo mejor: sobrevivió. Lo que le permite encarnar algo que sospecho le interesa bastante más que un mito perfectamente cristalizado: una realidad en perpetuo movimiento, que se da el lujo de desdecir, enmendar, borronear y reformular su perfil casi día a día, a pura prepotencia de trabajo.
La referencia arltiana no es casual, no sólo por la capacidad más bien abrumadora de producción de esta criatura supuestamente jubilada (para hacer una lista somera, Grillo se ha animado, en diferentes momentos de su vida, a dibujar textos de Beckett y Jonathan Swift, a hacer cáusticos chistes políticos en diarios ingleses, a mejorar vía animación las imposibles canciones de Linda Eastman, a hacer un libro entero de Rembrandt después de haber nacido el mismo día y el mismo año que Robert Crumb, a volver verosímiles los monstruitos extraterrestres de Men in Black, a darle épica a las desventuras flatulentas de un pedómano llamado Monsieur Pett, y a carburar y carburar y carburar en su retiro londinense dos sueños de próxima realización: un corto animado sobre Charlie Parker y un Amarcord porteño años 40), decía que la referencia arltiana no era casual, por un dato bien concreto del pasado de Grillo: después de que El juguete rabioso le partiera la cabeza a los trece años, el aún imberbe adolescente consiguió entrar como chepibe en Crítica (además de devorar todo lo que consiguió en letra impresa de Arlt) donde torturó a todos los veteranos de la redacción que habían tratado al temperamental Roberto Godofredo hasta alzarse con todas las anécdotas que había sobre él
(incluyendo las inflexiones de su particular modo de hablar, que al parecer consistía en curvar la boca para un costado y escandir las palabras haciendo pausas en los momentos más inesperados, como un Edmundo Rivero teutón que quisiera disimular un enfisema). Vale la pena incluir un par de estampas más para redondear la prehistoria de Grillo. La primera es de la infancia: un cuadrado de tierra que es el patio trasero de la casa paterna en Lanús, el niño Grillo esperando ese momento después de la lluvia en que la tierra alcanza el punto justo, negra de humedad, para que él manotee un alambre y se ponga a dibujar con él, empezando en una punta de aquel cuadrado negro, y dándole y dándole hasta llegar al vértice opuesto, con las rodillas y los zapatos llenos de barro, y a sus espaldas un mapa cósmico de las historias que le había ido contando ese alambre rayando la tierra. Segunda estampa: Grillo ha terminado la primaria y convence a su viejo anarquista de que lo deje entrar en la Panamericana (la Escuela Panamericana de Arte) con el argumento de que es al pedo hacer la secundaria, si lo que él quiere es ser dibujante. Está bien, dice el viejo, pero laburás también. Grillo entra en una fábrica y, después de las cinco de la tarde, cadetea para una farmacia. Con esa plata se paga el famoso curso por correspondencia de la Continental School. “Era una pérdida de tiempo. Lo único bueno era que, cuando iba a entregar losoriginales cada semana, me quedaba horas mirando un par de acetatos de la Disney que tenían colgados en la pared. Imaginate: yo nunca había visto un original de Disney.” De ahí se iba al Museo Severo Vaccaro, que quedaba al lado, y de ahí al cine Real a ver dibujitos. “Era un paraíso, esa época: había como ocho cines en Buenos Aires que pasaban una programación que hoy no te la encontrás ni en los festivales de animación: ciclos enteros de los grandes como Tex Avery, Chuck Jones. Era para cagarse de gusto.”
Una más, de aquella época de la Panamericana: “Lo mejor que le pasa a un estudiante son esos amigos que hace estudiando, esos primeros interlocutores con los que uno va moldeando su interlocutor ideal. Con los muchachos de la Panamericana jugábamos a ver quién hacía la línea más finita y más larga con el plumín, sosteniendo el pincel a milímetros del papel, cosa que apenas lo rozara. Era una versión para dibujantes de aquello de quién la tiene más larga, pero yo me acuerdo hasta el día de hoy de aquellas tenidas con Jorge Rudman, un tipo que después se hizo bandoneonista pero dibujaba que era pura emoción, un rembrandcito, y el Flaco Acosta, que era otro portento, me dicen que ahora está en Canal 7, no lo pude ubicar todavía, espero que se aparezca por la muestra”.
En algún momento de aquellos años, Grillo padre muere y el joven dibujante tiene que ayudar a mantener a la familia. “Yo dibujaba muy mal. Lo digo en serio: no me hubiera dado laburo a mí mismo. Pero llevaba mis cosas a Tía Vicenta y a las demás revistas y algunas me las publicaban. Eso sí: no ganaba un mango”. Entonces hubo que salir a parar la olla y salió la posibilidad de hacer animación. Grillo aprendió los rudimentos con Gil y Bertolini (un estudio que trabajaba en publicidad y hacía cosas para la TV yanqui) y con un tipo llamado Oscar Desplats, que le dio un espacio, sin pagarle, en su compañía cuando lo echaron “por atorrante” de Gil y Bertolini. “Ahí encontré una torta de animación de la compañía Robert Lawrence, y me la fui estudiando fotograma por fotograma. Yo quería animar desde que vi Blancanieves. Me acuerdo que, aunque era muy chico cuando la vi por primera vez, supe enseguida que eran dibujos que se movían, y quise hacer eso alguna vez”.
Disney es un perfecto pivote para que asome la visión Grillo sobre la animación y el dibujo en general: “Los primeros largos de Disney tenían una sensualidad bárbara: eran literalmente mordisqueables sus dibujos. Después los rigidizó. Es cierto que los perfeccionó pero también les quitó sensualidad. Fijate la diferencia con Avery, que cuando le preguntaron por qué se estiraba como un resorte el Lobo al ver a Caperucita, el tipo contestaba con toda naturalidad: Es una erección. A mí me sigue gustando más la belleza formal del Gato Félix de Chuck Jones que la perfección de Disney. O las cosas que hizo John Hubley (el creador de Míster Magoo, entre muchas otras cosas) en UPA, el sindicato que prácticamente inventó por sí solo el dibujo animado independiente. Para mí, Hubley es el Saul Steinberg, el Picasso del dibujo animado. Y trabajaba en la Disney, hasta que el viejo Walt lo denunció por rojo a los comités macartistas y le dio pie para que armara UPA. Entre paréntesis, ¿vos sabías que, cuando Disney empezó, le ordenaba a todos sus dibujantes dejarse crecer el bigote, para que no parecieran tan pibes y los tomaran en serio?”. Hay una anécdota tan formidable como escalofriante sobre Disney que cuenta Grillo. La fuente es Grim Natwick, el creador de Betty Boop, un tipo que vivió como cien años (más o menos a esa edad lo conoció Grillo, en un festival donde le hacían un homenaje al viejo, y ya se contará más abajo el homenaje que le hizo el propio Grillo a la Betty). Parece que a Natwick le habían aceptado obra en el Salón de la Academia de Viena el mismo año que le rechazaron a Hitler. Esas acuarelas, cuando Hitler se convirtió en canciller del Reich, aparecieron en la vieja revista Collier’s, en Estados Unidos, y cuando Disney decidió hacer Pinocho usó esas reproducciones de escenas bávaras como fuente para “germanizar” la ambientación, un sugestivo capricho quese le había metido entre ceja y ceja (se aconseja ver las ilustraciones que hizo Carlo Chiostri para la primera versión del libro de Carlo Collodi, en la edición que hace poco puso a circular Emecé). La cuestión es que no sólo Walt usó esas acuarelas del Adolfo como referencia climática sino que, cuando los bombarderos norteamericanos destruyeron esa zona de Alemania y después la reconstruyeron... lo hicieron basándose en aquellas versiones Disney de los paisajes de Hitler.
Con esa clase de episodios, Grillo suele armar sus series de dibujos “irresponsables”: en la muestra del Palais de Glace pueden disfrutarse, por ejemplo, sus “Episodios Culturales de la Vida Europea”, con Celine, Foujita, Joyce o Gertrude Stein en situaciones más o menos bestiales, o la genial serie sobre Marx, que incluye un encuentro con el anciano Don José de San Martín y otra del momento inmediatamente posterior a la afeitada y el corte de pelo a que se sometió en el final de su vida el culpable de Das Kapital (más travesuras Grillo: en la última edición del Festival de Annecy, presentó su homenaje a Grim Natwick con la serie “The Boop Sisters”, las hermanas de Betty que no lograron triunfar como ella, y para dentro de un par de meses prepara una muestra en Lérida que será una historia apócrifa del cine argentino, con películas como El Hijo del Bufarrón, El pedo de Sarmiento, Gauchos habrá siempre o Los amores de un gallego). Lo que nos lleva al asunto de lo polifacético en Grillo: su portentosa heterogeneidad de trazo y técnica. Que podría resumirse así: uno entiende casi enseguida a Grillo, por donde le entre. El tipo consigue que cada una las partes, no importa cuál (las cáusticas tintas tangueras, los pasteles rembrandtianos y brueghelianos, las preciosas témperas herrimanescas, la contundente delicadeza de sus cortos publicitarios o sus clips), refleje cabalmente el todo. Conocerlo, en cambio, conocer en serio su obra, lleva bastante más tiempo: y no sólo por su vastedad sino por los vasos comunicantes subterráneos que unen las distintas repúblicas estilísticas que integran ese continente.
Grillo, como Walt Whitman, contiene multitudes. Al oírlo hablar parece que tuviera una usina de efectos sonoros dentro de su considerable caja torácica. Esa característica se nota en su forma de titular los dibujos y en la banda de sonido que suena de fondo en esos dibujos: “Para mí, la música cumple un factor de inspiración mucho más importante que otros dibujos o cuadros. Yo siento que llego más a la verdad gracias a ciertos sonidos: se abren ventanas con la música por las que yo puedo entrar. El espacio de un dibujo es un campo de batalla. La primera intención es piantarte: dejás que la mano haga. Pero a partir de cierto punto empezás a darle un concepto armónico al caos. Una vez me filmé dibujando y la mano parece caprichosa: no se ve lo que está pasando por tu cabeza, lo que ve tu cabeza, es como si el dibujo fuera apareciendo solo. Por eso me gusta tanto ver dibujar a otros. Y por eso me gusta tanto ver los sketchbooks de los artistas, esos cuadernos que llevan siempre encima en donde registran sus ideas al vuelo. Los de Saul Steinberg, por ejemplo, son obras maestras, demuestran por qué es uno de los grandes de todos los tiempos. El tipo decía que no quería ser un profesional del dibujo, y por eso dibujaba seis meses al año nomás: para que la mano no se le pusiera piola”.
Dice Grillo que lo que le resulta más difícil es encontrar un tono. Para cada dibujo. El otro, el que se va formando de dibujo a dibujo, lo tiene sin cuidado. Y lo refrenda diciendo que él no tiene estilo: “Yo creo que no importa tener estilo sino personalidad”. Entonces cuenta algo fundamental, según él, que aprendió con Garaycochea, en aquellos tiempos de la Panamericana, hace más de cuarenta años: “El tipo no te decía cómo dibujar sino que veía lo que hacías y te verbalizaba de manera increíble lo que vos querías hacer, y hasta por qué querías hacerlo. Aprender eso, aprender a ver eso, permite saber por qué dibuja uno. Y, por ese camino,uno consigue hacer realmente lo que quiere”. Léase mucho. Y bueno. Asombrosamente mucho y asombrosamente bueno. Si para muestra basta un botón, esta muestra de treinta-años-treinta de Grillo en el Palais de Glace (donde se lo podrá ver dibujando en vivo un mural, además de disfrutar un centenar de sus dibujos, unos cuantos de sus mejores cortos y hasta un documental donde explica su ars poética), viene a ser aquel gigantesco botón que se le cayó a Gulliver del uniforme en medio de la plaza de Lilliput.