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Domingo, 2 de febrero de 2003

HOMENAJES

La sociedad de los poetas muertos

Pocos eventos históricos han dejado una huella tan profunda en la poesía inglesa como la Primera Guerra Mundial. Formados en la hidalguía, el honor, el sacrificio y el deber, bajo una concepción de la guerra ya extinguida, los 12 soldados poetas (la mayoría de los cuales murió en el frente), sin embargo, apenas han trascendido las fronteras del idioma inglés.

Por Andrew Graham-Yooll

Mi padre cumplió siete años cuando comenzó la Primera Guerra Mundial. De grande recordaba el entusiasmo de su hermano mayor al alistarse como oficial. El hermano quedó enfermo de por vida. Europa quedó en ruinas. Mi padre, como millones más, fugó de las cenizas a otros horizontes. Llegó a Buenos Aires a los 21 años en 1928. Traía un libro de poesía de Wilfred Owen, muerto a los 25 años al terminar la guerra, en 1918 (sus padres recibieron el telegrama que anunciaba su muerte el 11 de noviembre, Día del Armisticio). Mi padre murió hace cuarenta años, en marzo de 1963. El libro de Owen aún conserva los papelitos que marcan páginas con sus poesías preferidas. Es mi lectura esporádica, conmovedora aún, evidencia que esa guerra y sus poetas pesan todavía. Se han escrito más libros sobre la Primera Guerra Mundial que de cualquier otro conflicto, pero muchas preguntas permanecen sin respuesta, entre ellas el porqué de la fuerza de la poesía de los poetas que combatieron en ese conflicto, que mató a 900.000 soldados del Imperio Británico, 19.000 de ellos en un solo día en la batalla del Somme, el 1 de julio de 1916.
La poesía en inglés de esa guerra ha sido reunida en una extraordinaria exposición sobre la vida y obra de 12 soldados poetas de la Primera Guerra Mundial, en el Museo Imperial de Guerra, en Londres. La exposición, que se extenderá hasta el 27 de abril, atrae a miles de visitantes.
Siete de esa docena murieron en combate. La coincidencia de esta historia es que en Madrid se celebraba al mismo tiempo (en diciembre) al único poeta del grupo que trascendió las fronteras del idioma inglés, Robert (von Ranke) Graves (1895-1985), famoso por su Yo, Claudio (1934), con una gran exposición sobre su vida y obra en el Círculo de Bellas Artes, sobre la céntrica avenida del Marqués de Casa Riera. Y las coincidencias siguen: un periodista australiano, L. A. Carlyon, acaba de presentar un nuevo estudio de la batalla de Gallipoli (véase también la película de Peter Weir de 1981), acontecida entre abril y diciembre de 1915, donde murieron 21.255 británicos, 10.000 franceses, 8709 australianos y 2701 neozelandeses a manos del defensor turco. Entre los muertos británicos estaba Rupert (Chawner) Brooke, de 28 años, que sucumbió a la infección de una herida. Su poema “El soldado”, de 1914, aún hoy se recita en todo aniversario de conflicto en el que han participado los británicos. “Si yo muriera, piensen sólo esto de mí:/ hay un rincón de un campo extranjero/ que será por siempre Inglaterra.”
Brooke es uno de los doce poetas de la exposición. Impacta aún por lo increíblemente bello: medía casi dos metros de altura y la gente en la calle se detenía a mirarlo. El escritor Henry James (1843-1916) quedó fascinado por la impresionante figura del joven de los cabellos de oro, cuando el famoso escritor visitó la universidad de Cambridge, donde estudiaba Brooke, en 1909. Informado que Brooke escribía poesía, pero mala, James observó: “Menos mal, porque si a esa figura se le agregara talento, sería muy injusto”.
Pero Brooke tenía talento. Sus primeros poemas de 1914 celebraban la heroicidad de la guerra como un acto de limpieza de una nación, cosa que Wilfred (Edward Salter) Owen le criticó. En los diez años siguientes a su muerte, los Poemas reunidos de Brooke vendieron 300.000 ejemplares.
Los poetas del frente eran casi todos voluntarios, la mayoría educados en los mejores colegios y universidades británicos. Casi todos ingresaron como oficiales o fueron ascendidos rápidamente. Su formación clásica les había enseñado la importancia de la hidalguía, el honor, el sacrificio y el deber y estaban repletos de un idealismo lírico propio de esos tiempos, algunos convencidos de que la guerra era la oportunidad para reafirmar valores morales en un Reino Unido decadente por tanta paz. Cuánto han cambiado las opiniones y actitudes, como se puede ver en la exposición londinense, que se titula “Himno para la juventud condenada”, una líneatomada de un poema de Wilfred Owen. Entre los más famosos, Owen no concurrió a una buena escuela ni a la universidad, pero comenzó formándose para ingresar a la curia anglicana cuando decidió, en 1913, que la literatura le era más importante que la religión.
Aparte de Brooke (que en su breve vida llegó a ser una especie de personaje de afiche, que inspiraba adoración), Owen y Graves, el grupo no es conocido internacionalmente. Julian (Henry Francis) Grenfell (1888-1915), hijo de la nobleza, entró al frente de guerra acompañado de tres galgos y con la visión de la vida y muerte como un gran deporte. Reconoció su miedo en la primera carta a su madre: “Me gustaría poder decirte que me gustó” el primer combate, escribió. Pero aun así ganó varias medallas por su coraje. Murió por una esquirla en el cráneo.
El escocés Charles Hamilton Sorley (1895-1915) muestra sorprendente madurez en su poesía, que escribió hasta su muerte a los veinte años y que lo coloca entre los conocidos en el idioma inglés. Casi olvidado es el irlandés Francis Edward Ledwidge (1887-1917), cuya obra representó a 200.000 hombres de su país que fueron a pelear por Inglaterra, prefiriendo combatir contra el Kaiser como “enemigo común” en vez de quedar con la fuerza nacionalista que Ledwidge integraba en Dublín, y cuyos militantes, sus camaradas, fueron fusilados en la rebelión de 1916, mientras se combatía en el frente europeo. Sigfried (Loraine) Sassoon (1886-1967) fue uno de los que, con Graves, alcanzó la mayor fama como poeta. Ingresó al ejército como oficial, y usando de su rango emitió una protesta contra sus superiores y la extensión “expansionista” de la guerra. Esto lo pudo haber llevado ante a un tribunal de guerra, pero su amigo, Graves, arguyó que la guerra había trastornado a Sassoon y, luego de un descanso, volvió al frente. Menos conocido es Edmund (Charles) Blunden (1896-1974), graduado en los clásicos en Oxford, en 1914, en cuyos poemas de guerra tiene un humor irónico sobre el sacrificio en el conflicto. Philip Edward Thomas (1878-1917) desafió a sus padres y se casó con una joven en Oxford, y la pareja vivió con sus dos hijos en la pobreza en Londres. Pero en los casi cuarenta años antes de su muerte en el frente alcanzó a publicar 30 colecciones de poesía y editar 16 antologías, además de ganarse el sustento como crítico literario.
La música suave del compositor y poeta Ivor Bertie Gurney (1890-1937) hace de fondo a la exposición londinense. La guerra de Gurney terminó en un manicomio. Uno de los únicos dos judíos del grupo (el otro era Sassoon), Isaac Rosenberg (1890-1918), hijo de emigrantes rusos llegados a Bristol, Inglaterra, revela en sus poemas un extraordinario patriotismo y necesidad de ir al frente, casi como Brooke, y como acto de reivindicación de su nueva nacionalidad.
La exposición es acompañada por manuscritos, cartas a familiares y amigos, dibujos y fotografías de los soldados y poetas. El conjunto, incluyendo una antología de los doce, está reunido en un libro, Anthem for Doomed Youth (“Himno para la juventud condenada”), editado por la firma inglesa Constable, del profesor de poesía en Oxford Jon Stallworthy, que dice: “En tiempos de guerra y calamidad nacional gran número de gente que jamás entró a una iglesia o a una librería busca consuelo e inspiración en la religión y la poesía”. A comienzos de la guerra, en 1914, el matutino The Times recibía varios cientos de poesías por día, algunas de firmas famosas, muchas de soldados en el frente.
La desilusión se instaló cuando comenzó la matanza. Hay algo deshumanizante y patético en el contraste entre creación y carnicería. Grenfell, por ejemplo, muestra en su correspondencia cómo halla, junto a hermosas poesías, un desprecio por la vida ajena encarando el combate como una cacería. Es ese aspecto uno de los muchos que hacen al misterio permanente de los poetas de esa Primera Guerra Mundial.

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