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Domingo, 4 de abril de 2010

PERSONAJES > ANTHONY BROWNE EN BUENOS AIRES

Papámono

Hijo de la posguerra y las escuelas de las que salieron Los Beatles, los swinging ’60 y esa generación que revolucionó la cultura occidental, Anthony Browne es considerado hoy uno de los mejores escritores y dibujantes de libros infantiles. En sus historias sin moralejas ramplonas se respira y se disecciona el difícil mundo de los afectos, la Historia del Arte, las supersticiones, la timidez, el hastío y esas fantasías tan reales que pueblan la infancia. De paso por Buenos Aires, habló con Radar de todo esto y algunas cosas más.

 Por Angel Berlanga

Tiene fama de estar entre los mejores escritores e ilustradores contemporáneos de libros-álbum, género apuntado a niños y/o jóvenes, y aunque esté difícil hacer un ranking universal serio puede decirse, viendo su trabajo, que sus historias y sus dibujos son bárbaros y que vendría bien que amplíen la categoría, que la suya es una obra disfrutable y lúcida también para adultos, repleta de claroscuros, de conexiones y referencias a clásicos de la pintura y la literatura, de puentes entre unas edades y otras. Desde 1976, cuando empezó, Anthony Browne publicó unos cincuenta títulos, ganó unos premios importantes (el Andersen, por ejemplo) y se encontró con que sus libros son, además, material de trabajo en escuelas dispersas por gran parte de Occidente. Los afectos y los miedos, lo individual y la percepción de los otros, la dificultad y el hastío, son materias primas sobre las que este artista inglés pone a funcionar un quehacer, prepara los elementos para un click. Busca. Quiere encontrar. Sin moralejas, casi siempre encuentra.

En El libro de los cerdos, por ejemplo, el señor De la Cerda y sus dos hijos están muy contentos y viven muy despreocupados de las tareas de la casa, hasta que la señora De la Cerda se las toma: las cosas empiezan a cambiar. En Voces en el parque, el siguiente ejemplo, una señora ricachona y su hijo, un señor desocupado y su hija, cuentan, cada uno a su turno, sus vivencias del paseo en el que confluyen: hay algunas diferencias de apreciación. Está, también, la saga de Willy, un chimpancé intimidado por sus pares o quienes son algo mayores (con títulos como El tímido, El campeón o El mago), que parece más relajado en Las pinturas de Willy, donde bromea sobre cuadros legendarios y, a su modo, los caricaturiza. ¿Trabajará mucho en la búsqueda de equilibrio entre la simpleza y la complejidad que contienen sus libros? Browne dice que sí, que sus libros son básicamente un proceso que busca simplificar el texto y enriquecer las imágenes. “Los detalles de las pinturas cuentan lo que no están diciendo las palabras”, dice en un hotel del centro de Buenos Aires, frente a Plaza San Martín. Vino a esta ciudad a dar un par de charlas y a hablar de sus libros, editados en castellano por Fondo de Cultura Económica: cuando se publique esta entrevista estará de nuevo en casa. Nació en Sheffield, en 1946, y parece diez, quince años más joven: acaso el buen humor y cierta tendencia antisolemne, observables en sus libros pero también en respuestas y hasta en su modo de vestir, tengan algo que ver con eso.

EL CHICO DE LA GUERRA

Es la primera vez que viene a Buenos Aires y hay que descartar que escribiera algo sobre Malvinas, porque resulta que hay unos artículos sobre la guerra firmados por Anthony Browne en The Observer. “¡Ah, ése! –dice el Browne que nos interesa–. ¡Es horrible! Es un tipo totalmente de derecha, antifeminista, entre otras cosas. Dice, por ejemplo, que manejarse correctamente en política –sin mano dura– propicia el terrorismo, el abuso de niños. Su pensamiento es lo opuesto al mío. Una vez apareció en una publicación que se distribuye gratis, en los subtes, un artículo suyo con mi foto: empezaron a llamarme, a ver qué me había pasado. Fue tremendo. Anthony Browne: uf”, dice, se ríe, baja el pulgar. Es terrible, agrega: cuánta gente en la Argentina pensará que el otro es él.

¿Cómo incidió la posguerra en su niñez?

–Yo nací justo al año siguiente de que la guerra terminase. Tuvo un impacto significativo, porque mi padre estuvo ahí; incluso se pensó que había muerto, y como consecuencia de eso mi madre perdió un bebé. Más adelante, con los años, me enteré de cosas espantosas que tuvo que hacer mi padre, como matar soldados con sus propias manos. El nunca habló de sus experiencias pero yo encontré, después de que muriera, unos cuadernos en los que escribía, todos los días. Tremendo. Una vez mi madre despertó y lo vio tratando de estrangular a una aspiradora que, en sueños, era un soldado alemán. Otro día casi estrangula a mi propia madre. La guerra lo afectó terriblemente, pero aún así era un tipo amable, macanudo. Se había enrolado como voluntario, pero cuando volvió nos dijo a mí y a mi hermano que nunca vayamos a una.

Browne cuenta que, pese a la racionalización de alimentos y otras penurias, tuvo una infancia cálida y afectuosa. “Mis libros suelen hablar de un niño solitario, pero yo no fui así –dice–. Tuve una familia amorosa. Mi hermano es un año y medio mayor que yo y éramos muy unidos; siempre trataba de vencerlo en algo, hacíamos incluso competencias de dibujo. Hasta que un día me di cuenta de que no podía y lo acepté. Algo de esa atmósfera hay en Willy, que es un chimpancé viviendo en un mundo de gorilas, que de alguna manera quiere ser fuerte y grande.” Además de dibujar, Browne jugaba de joven al fútbol, al rugby, al cricket. ¿Por qué Willy patea con la zurda y dibuja con la derecha? Bueno, dice, tomó esa ambivalencia de su hijo, que tiene ahora 27 años. ¿Qué jugadores le gustan? Alguien, al costado, sugiere “Beckham” y él se ríe a carcajadas y pregunta: “¿Quién es?”. Luego apunta que no sigue demasiado el fútbol y que recuerda, en cambio, a Agustín Pichot como un gran medio scrum. Que él jugaba en ese puesto: “Yo jugaba a esto como él, con pelo largo y todo”, bromea. Y de wing derecho en fútbol. Fácil imaginarlo jugando en esas posiciones.

¿Qué situaciones o elementos le pueden funcionar como disparadores de un cuento o de un libro?

–A veces son simplemente imágenes que se me aparecen. El libro Cambios, por ejemplo, comenzó con una imagen: una pava que se convertía en gato. No sabía qué hacer con eso. Hasta que un día una pareja amiga me contó que llevaron a un restaurante muy lindo a su hija de siete años, hija única, a la que le anticiparon: “Tenemos una noticia hermosa para darte cuando terminemos de cenar”. “¿Qué es, qué es?”, preguntaba la nena. “Vas a tener un hermanito.” Y entonces ella se puso a llorar, desconsolada. En ese momento pensé en la angustia, el miedo de un chico ante esa situación, y se me ocurrió asociarla con aquella imagen. Por eso el protagonista mira los objetos y ve cómo se transforman, mientras piensa qué pasará.

“El jueves a la mañana, a las diez y cuarto, José Kaf notó algo extraño en la tetera”, empieza Cambios. La metamorfosis está en el aire, en cada cosa, en todas partes.

LA SUPERSTICION DE SER CHICO

Otras veces, cuenta Browne, tarda en descubrir de dónde vienen las historias. “Pasaron años hasta que relacioné mi cuento El túnel con ése en el que nos metíamos cuando éramos chicos –dice–. Vivíamos cerca de un campo que tenía un pozo muy profundo, tanto que tirabas una piedra y no escuchabas cuando impactaba contra el fondo. En la boca había un hierro sobre el que nos colgábamos y luego nos balanceábamos, para acceder a otro pasadizo. Era una especie de ceremonia de iniciación, una cosa peligrosa, ridícula, estúpida, pero todos nos sentíamos obligados a hacerlo y ninguno iba a admitir esa obligatoriedad jamás. Pero yo descubrí la relación muchos años después, cuando se lo mostré a mi hermano: ahí nos acordamos del túnel, de esa ceremonia. Y recién ahí reconocimos que nos asustaba muchísimo hacer eso.” Dice Browne que supone que algunos de sus relatos de algún modo discuten, intentan socavar, vivencias de la infancia, competencias y “superioridades”. Pero esto, insiste, no es deliberado. “Hay un autor británico, Alan Bennett, que dice que uno no busca la historia, que es la historia la que lo busca a uno –cita–. Algo de eso hay”.

Usted dijo, en una entrevista, que los adultos se olvidan de lo que sintieron de niños. ¿Por qué pasa eso, qué le pasa a usted?

–Yo voy mucho a escuelas, a hablar, y lo primero que cuento es que, como cualquier otro dibujante o ilustrador, cuando tenía seis años dibujaba igual que todos los chicos de esa edad. Si uno le pregunta a cualquier chico si puede dibujar o contar una historia va a contestar que sí, que puede; pero si uno hace esas preguntas a adultos la mayoría va a decir que no, que no saben. Y en realidad se han olvidado de que sabían, y también de lo que sentían. Yo creo que los músicos, los dibujantes, los jugadores de fútbol o ciertos artistas, de algún modo, han seguido haciendo lo que hacían de chicos, no se apartaron de eso, siempre mantuvieron fresco eso.

En la presentación de El juego de las formas habla de su trabajo como escritor e ilustrador residente de la Tate Gallery, en un proyecto con fines educativos. Cuenta, ahí, que esa época de trabajo con maestros y chicos de escuelas de zonas marginales cambió su vida para siempre. ¿Por qué?

–Bueno, me da un poco de vergüenza, porque fue una exageración (se ríe). Creo que hablar con los chicos y escucharlos cambia. Como dije, voy mucho a escuelas, y cuando me levanto a la mañana muy temprano para ir a una que está lejos digo “Qué estoy haciendo, para qué, si no estoy obligado”. Y de regreso pienso “Ah, claro, por eso voy”: los chicos son muy creativos, están llenos de vida y me dan mucha inspiración. En la Tate Gallery la experiencia fue distinta, porque el contexto era otro, un museo muy grande, los chicos se sentían incómodos porque nunca habían ido a uno y yo también me sentía un poco incómodo. Pero de a poco nos fuimos soltando y les proponíamos que se imaginaran como personajes dentro de los cuadros, para que se sintieran más cercanos. Y también fuimos viendo claves en algunas pinturas, como puerta de entrada para entender. Ahí descubrí que entienden muchísimo más de lo que los adultos piensan que pueden entender.

La obra de Browne está repleta de referencias artísticas más o menos explícitas. En Las pinturas de Willy, por citar un caso, las obras del chimpancé a página completa tienen, al final, la referencia al cuadro que las inspiró (Goya, Da Vinci, Miguel Angel, Brueghel) y la causa por la que le gustan esas obras. Marilyn, por citar otro caso, es la chica que protagoniza su versión ilustrada de King Kong: los primates son los humanos de Browne. ¿Por qué Marilyn? “Mi adaptación está basada en la película de los ‘30, y la historia de la chica ahí es de algún modo la de Marilyn –cuenta–. En el momento de hacerla no me convenció la actriz que la protagonizó por entonces, así que terminé eligiéndola a ella. Son historias similares: un productor que la descubre, la tiñe de rubia, la lleva al cine. Sale de los suburbios pobres y es explotada por los productores de Hollywood, como King Kong, que es sacado de la jungla con el mismo objetivo. Hay como un eco histórico ahí.”

¿Por qué los chicos –y algunos adultos, también– buscan evitar pisar las rayas de las baldosas?

Del libro El juego de las formas (2003).

–Es una superstición. Yo de chico era muy supersticioso, y mi mamá también. El tema aparece en Willy el mago, que está lleno de estas cosas, hasta que él se da cuenta de que en verdad esas supersticiones no tienen sentido, que era él quien se enredaba en eso. De alguna manera, hacer ese libro me liberó de mis propias supersticiones.

Ese es un libro futbolero. Al pibe no lo ponen nunca hasta que da con unos botines que lo hacen sentir confiado. Como la rompe en un entrenamiento le anuncian que en el próximo será titular. Tan ansioso se pone con el debut que no duerme por la noche, despierta sobre la hora del partido y sale corriendo hacia la cancha. Pero olvida los botines. ¿Se habrá liberado Browne, en serio, de sus propias supersticiones? La pregunta aparece al final, sobre la hora: tiene una agenda bastante ajustada. Por un instante parece que de su bolsillo saldrá una pata de conejo o algo así, pero no: es una lapicera. Tiene lógica.

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