Domingo, 25 de abril de 2010 | Hoy
Por Martín Granovsky
Era difícil, pero Jon Lee Anderson lo consiguió: logró ser al mismo tiempo una perfecta máquina de contar y un narrador fascinante.
Una tarde de invierno –él escribe que era una tarde de invierno– se paró a mirar el paredón del cementerio de Granada donde los franquistas fusilaban. Vio que los impactos de bala estaban a la altura de la ingle de un hombre erguido. “Así se lo dije a mi acompañante, Juan Antonio Díaz, profesor de filología inglesa y alemana en la Universidad de Granada. Observó la tapia y respondió con naturalidad: ‘No si estás de rodillas. Te alcanzarían a la altura de la cabeza’”.
El año pasado fue a Río de Janeiro para ver cómo funcionaba la favela de Parque Royal. Describe a Iara, de 31 años, que dirige la favela para un gangster llamado Fernandinho: “Llevaba pantalón corto rojo, camiseta, chancletas y gorra de béisbol negra encima de la cola de caballo. La camiseta tenía escrito un mensaje en portugués: ‘No pido que te los lleves del mundo, sino que los guardes del mal. Juan 17:15’. Por el bulto se notaba que llevaba una pistola en la cinturilla del pantalón”.
Anderson ya era conocido por su libro Che Guevara, una vida revolucionaria, quizás la mejor biografía del Che. Para conseguir datos de los buenos hasta vivió con su familia en La Habana. Se dio cuenta de que ciertas confesiones –a veces no más que algunas palabras, pero claves para armar el rompecabezas– sólo vienen después de una noche de ron.
También es uno de los mayores expertos en la cobertura de guerras y catástrofes, en verdad otra forma de poner a prueba la maravillosa máquina de contar que ha montado dentro de su alma.
Anderson narra tan bien que llamó la atención de The New Yorker, el semanario donde por ejemplo Truman Capote escribió un profile de Marlon Brando. Un profile es menos obviamente un perfil que un retrato de un personaje y su situación, o su historia, o la historia, o su país, o qué lo rodea en ese mismo momento. El propio fundador del New Yorker, Harold Ross, inventó la sección junto con la revista, en 1925. El profile se convirtió en una pieza larga y trabajada cuando en 1928 John Winkler escribió un artículo en cinco entregas sobre el editor William Randolph Hearst.
Los doce trabajos compilados en El dictador, los demonios y otras crónicas aparecieron en los últimos años en el semanario neoyorquino. Algunos son profiles y otros Carta desde..., otro de los géneros preferidos por el semanario: ¿acaso hay más garantía de crónica interesante que un buen relato de viaje?
“El dictador” es el retrato de Augusto Pinochet, publicado en 1998. Cuando Anderson lo vio en Londres, la democracia ya llevaba ocho años y Scotland Yard estaba a punto de detenerlo a pedido del juez español Baltasar Garzón. Pinochet le dijo que esperaba un gesto de la Concertación. Anderson le preguntó cuál. “¡Un gesto! –exclamó con aspereza, y cuando le repetí la pregunta, explotó–: ¡Que pongan fin a los casos! ¡Hay más de ochocientos! Contando los que ya se cerraron, y que ellos volvieron a abrir. Siempre vuelven a lo mismo, a lo mismo.”
Los retratos del New Yorker no son la típica entrevista ping-pong de la tele. La ventaja es que cada pieza se autoabastece. En el perfil de Pinochet queda dibujada la personalidad del dictador pero también aparecen su hija, las relaciones con Margaret Thatcher, un recital organizado por la Fundación Allende en el Estadio Nacional o que hay tres multimillonarios chilenos en el ranking de Forbes.
“Carta desde Río de Janeiro: los demonios” hace centro en Iara, la mujer con la frase evangélica en la camiseta. Puede ser el comienzo de una buena película, documental o no, pero al mismo tiempo Anderson se toma el trabajo de averiguar, y contarlo suavemente, sin abrumar, que en el 2008 en Río “hubo casi cinco mil homicidios y al menos la mitad por asuntos de drogas”, que murieron 22 policías y que la policía de Río mata más que cualquiera en el mundo, con 1188 víctimas reconocidas en un año.
La poética de la buena escritura más la poética de la precisión periodística: ésa es la máquina perfecta de Anderson, un curioso sin remedio que muestra la hilacha cuando no puede disimular la admiración por otro gran curioso, Gabriel García Márquez. Una parte extensa del relato sobre el escritor trata de su relación con Fidel Castro. Hay muchos detalles, pero uno llama la atención. Cuando Juan Pablo II visitó Cuba, en 1998, Fidel confió a García Márquez que había tenido un problema con el Papa. García le preguntó cuál. Fidel le pidió que transmitiera un mensaje a los norteamericanos y, si salía bien, le contaría el chisme reservado. García Márquez lo hizo y luego, como un chico, preguntó por el secreto.
Jacobo Timerman, que publicó la primera versión de “Preso sin nombre, celda sin número” en el New Yorker, siempre incitaba a informar, describir y explicar porque, decía, “entender alivia”. Anderson no se guarda lo que ve ni escatima detalles interesantes. Permite entender. Ejemplo: “Chávez es un criollo mestizo, como Simón Bolívar, a pesar de los muchos retratos que lo pintan blanco”. Otro ejemplo, incluido en una “Carta desde Cuba”. Anderson cuenta que Fidel lee a la selección cubana de béisbol los comentarios de la prensa norteamericana luego de una final de Cuba con Japón. “Mientras Castro leía los comentarios de El Nuevo Heraldo de Miami, la cadena ESPN y la BBC, se me ocurrió de pronto que estaba dándoles información de fuentes prohibidas para la mayoría de los cubanos. Si Castro era consciente de aquella paradoja, no dio ningún indicio. Cuando terminó con los artículos, estuvo hablando otra hora sobre los logros de Cuba en medicina y educación. La inquietud de los espectadores iba en aumento, pero Castro no pareció darse cuenta. Quise descifrar la cara de los miembros del Politburó que estaban sentados cerca de Castro, pero no vi más que expresiones disciplinadas y neutrales.”
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