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Domingo, 25 de abril de 2010

CINE > AGNÈS VARDA FILMA SUS MEMORIAS

Los espejos de la memoria

Pionera de la Nouvelle Vague, mujer de Jacques Demy, autora de películas capitales del cine francés de postguerra, Agnès Varda es uno de los grandes nombres y una de las últimas sobrevivientes de una era. Obsesionada con la memoria, a los 81 años decidió convertir la suya en película. Y Las playas de Agnès es un recorrido impregnado de tristeza pero sin tragedia de esos recuerdos que “nos revolotean como un enjambre de moscas” antes de irse para siempre.

 Por Mariano Kairuz

Agnès Varda camina hacia atrás en busca de su pasado. Esto no es sólo una manera de decir: mientras nos habla, la cineasta de 81 años –la creadora de películas fundamentales como Cleo de 5 a 7, Sin techo ni ley, Les glaneurs et la glaneuse– se mueve literalmente hacia sus espaldas. Y nos cuenta cómo vio a su madre ir perdiendo gradualmente la memoria en su vejez, y luego a su hermana, y dice estar segura de que ella seguirá el mismo camino. Puede que la memoria se haya convertido para ella en una obsesión, pero la energía y el espíritu lúdico con que nos cuenta su vida disimulan toda tristeza. Pasados los 80 está decidida a seguir haciendo cosas nuevas –películas, fotos, instalaciones– mientras pueda. Sabe que algunos de sus recuerdos habrán de perderse cuando ella (o su memoria, lo que ocurra primero) abandone este mundo, pero también sabe que todos aquellos recuerdos que le dan forma a su película autobiográfica Las playas de Agnès, que estrenó mundialmente en 2008 y se estrena esta semana en Buenos Aires, estarán al menos ahí, atrapados, y ya no podrán perderse del todo.

Así es que, en Las playas de Agnès, Varda se propone entre otras cosas definir la memoria. La memoria puede ser, dice, como un enjambre de moscas que revolotean a su alrededor. A veces le agradan, a veces la molestan. Pero siempre trazan un movimiento no lineal, caótico.

La directora dice también cosas como ésta: “Si me abrieran, en mi interior seguramente encontrarían playas”.

Y no es un mero, elegante y azaroso numerito metafórico. Las playas han sido una constante real, física, geográfica en su vida, así como un espacio de inspiración, de recuerdos familiares y de amor. Y ahora son el escenario central de su película, el lugar del que parten y al que llegan sus recuerdos. Las playas de Agnès, su memoria hecha película, sigue entonces el recorrido caótico de esos enjambres, y va armándose de a poco a través de esos recuerdos que amenazan con seguir la línea familiar y escurrirse como arena entre los dedos.

Será que todo es Vardá

Jacques Demy tarda en aparecer en Las playas de Agnès, pero cuando lo hace se convierte en uno de sus ejes emocionales, y también tiende un puente hacia una película anterior de Varda, Jacquot de Nantes, de 1990. Demy fue, además de un cineasta esencial de la Nouvelle Vague (el director de Lola y de Los paraguas de Cherburgo), pareja de Varda durante muchos años. En 1989, cuando él, que estaba enfermo de sida, ya sabía que le quedaba poco tiempo, ella recreó y filmó su infancia en Nantes, ligando juguetonamente cada episodio real a un destino de cine, rodando con él al lado, con sus anotaciones como guía, y con una película genuina y conmovedora como resultado. Las playas de Agnès no es la autobiografía de una cineasta, sino la memoria de una mujer que, entre otras cosas, hizo cine. Y la Nueva Ola no está en su centro sino que se va asomando entre los enjambres de moscas y las arenas de sus recuerdos, entre los espejos que ella misma planta en la playa, entre las otras vidas que vivió Varda y que van desfilando casi como una revelación, al menos para quienes sólo la conocen por sus películas.

Hubo una época, en su juventud, en la que lo que le importaba de verdad era la pintura y la fotografía. En aquellos años sacó muchas fotos y vivió algunas aventuras, que empezaron cuando se fugó de su casa a los 18, tren a Marsella y barco a Córcega sin contarle a nadie. Hasta ese momento, el cine no significaba nada para ella: su familia no la había llevado a ver películas, y ella ni siquiera sabía qué era una cinemateca –ese santuario para toda la generación de los nuevaoleros–. Seguía sin saber demasiado de todo eso cuando filmó su primera película, La pointe-courte, a los 26 años. Con su ópera prima se había propuesto seguir dos historias paralelas –la de los pescadores del pueblo y otra de una pareja– sin más relación entre ellas que el lugar en que transcurrían. La inspiración para esta estructura no provenía del cine, dice Varda, sino de la lectura de Las palmeras salvajes de Faulkner; sin embargo se considera que esta película introdujo algo tan nuevo, tan moderno en el cine francés –ese rompimiento de las fronteras entre la ficción y el documental que medio siglo más tarde marca a la mitad de las películas que se presentan en un festival como el Bafici–, que se anticipó en tres años a toda la Nouvelle Vague. Al menos Truffaut no había filmado todavía Los 400 golpes ni Godard Sin aliento. Poco después colaboraban con ella, ofreciéndole sus consejos y su amistad, cineastas como Resnais y como Chris Marker, quien tiene la aparición más divertida de Las playas de Agnès, bajo la forma de un enorme gato naranja, dibujado.

En fragmentos vuelven también muchas otras cosas que probablemente ni los seguidores de Varda recuerden del todo bien. Su amor por la fotografía no se terminó con el cine, ni siquiera con sus películas más famosas (que aún desde la ficción se alimentaron de manera explícita de la biografía de su autora), y por ahí vemos algunas imágenes de sus exposiciones más recientes. También se narran una serie de episodios “exóticos” que la encuentran recorriendo China a las puertas de la revolución cultural, o Cuba en el ‘62, de donde se llevó miles de imágenes propias, incluida una increíble de Fidel como, dice y muestra, “un utopista con alas de piedra”. O que la encuentran salteándose el Mayo Francés porque justo en 1968 y justo en mayo ella se encontraba en California acompañando a Demy, que había sido tentado por Hollywood. De ahí salen disparados los recuerdos de algunos de sus muchos (y muchas veces inesperados) amigos americanos, como Harrison Ford, Jim Morrison o el cineasta del softcore Zalman King; e imágenes de algunos documentales como el que hizo sobre las Panteras Negras.

Espejito, espejismo

Una Agnès poco conocida surge también de las pequeñas participaciones de sus descendientes, o de una de esas muestras contemporáneas de fotografía de las que por acá no llegan ni noticias. Ella recorre la exhibición de sus propias imágenes recordando a las muchas estrellas que conoció y a las que quiso, y recordando también, y por sobre todo, que ya no están. Hay tristeza pero no tragedia en su relato. Como tampoco la hay en su recuerdo de las penurias que, como todo europeo de su generación, vivió durante la guerra.

Su película no soslaya estas partes de su vida, pero las recorre con el mismo afecto y la misma levedad con que se planta frente a esos múltiples espejos que ella misma dispone sobre la arena. Vidrios en los que refleja sus distintas partes; en los que se mira mientras se abre ante nosotros y expone las playas que hay dentro de ella.

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