Domingo, 11 de julio de 2010 | Hoy
RESCATES > CINE DE MAFIA JAPONESA EN LA LUGONES
Reflejo de las sacudidas de una sociedad compleja marcada por la guerra y la occidentalización, el cine japonés acerca de la mafia puede pensarse como una historia paralela del país, la crónica de los que viven marginados, de los que viven y mueren fuera de la ley. Desde los años ’30, las brutales, realistas y en ocasiones emotivas películas sobre la yakuza y las pandillas fueron populares en Japón, pero desconocidas en Occidente. Y el ciclo de la Lugones Yakuzas, ronins, geishas y otros marginales: cine japonés desconocido busca rescatar parcialmente de la oscuridad esta cinematografía reveladora y visceral.
Por Mariano Kairuz
Mientras en los ‘30 James Cagney y Edward G. Robinson ametrallaban las butacas vestidos de saco y corbata, los primeros malvivientes organizados del cine japonés rasgaban las pantallas con sus espadas, aunque aún de kimono. Cuarenta años más tarde, un poco antes incluso de que Hollywood alistara su nueva generación de gangsters –Robert De Niro, Harvey Keitel, Al Pacino–, la Toei ya llenaba las salas con duros como Ken Takakura y Koji Tsuruta, y Kinji Fukasaku filmaba del otro lado del mundo unas calles tan salvajes como las de Scorsese, con la ambición épica de El Padrino. Reflejo siempre bastante directo de los sacudones sufridos por la sociedad que lo genera, el cine de mafia tiene una historia tan larga (y probablemente más prolífica) en Japón como en Estados Unidos, sólo que mucho menos conocida en Occidente, al punto que para buena parte del mundo –y en especial del público de festivales– la imagen prototípica de la yakuza es la que plasmaron en sus películas, de los ‘90 para acá, Takeshi Kitano y Takashi Miike.
Y si bien no vamos a andar cortándonos el dedo meñique en honor a todo el cine que nos ha llegado mal o ni siquiera después de todos estos años, nunca es tarde para un ciclo de revisión capaz de rescatar un puñado de esos títulos esenciales que permanecen ocultos para la gran mayoría del público. O que permanecen ocultos incluso para algunos reputados expertos occidentales en cine nipón, cuyas historiografías pasaron por alto buena parte de la producción clase B de ese país hasta que los ‘90, con su revalorización pop y un furor de cuño tarantinesco la sacaron a la luz. Un ciclo como el que, con el auspicio y la colaboración del Centro Cultural e Informativo de la embajada de Japón, empieza este martes en la sala Lugones, que lleva por título Yakuzas, ronins, geishas y otros marginales: cine japonés desconocido, y que puede funcionar, como indica en su presentación, a modo de introducción a una historia paralela del país, la de los que viven y mueren en los márgenes de la sociedad.
En el principio fueron el desempleo y el hambre, y así como la Gran Depresión norteamericana engendró monstruos contemporáneos y superclásicos como El pequeño César (de 1931, con Robinson), los desmanes provocados por la guerra y la falta de trabajo y de futuro propiciaron la incorporación del submundo criminal al cine japonés. Sólo que, en los ‘30, todavía faltaba un tiempo hasta que la pantalla abordara de manera directa su época: el cine de yakuza nació mirando hacia atrás, bien atrás, hasta el origen mismo de las pandillas japonesas, en el período Tokugawa, entre comienzos del siglo XVII y casi fines del XIX. Las primeras películas de gangsters orientales se montaron sobre el drama de época, que fue durante mucho tiempo el tipo de film más popular de su industria. Los primeros mafiosos japoneses fueron los samurais que quedaron sin trabajo tras el final de un prolongado período de guerras. Muchos de ellos se volcaron al vandalismo y algunos, organizados en pandillas, se convirtieron en los héroes folklóricos de su tierra. A mediados del XVIII, estas bandas empezaron a asumir su forma moderna: se armaron grupos de apostadores con una organización jerárquica y adheridos a un firme código de lealtad. La yakuza tenía, dice el historiador y experto en el tema Mark Schilling (autor del libro The History of Japanese Yakuza), el comportamiento de un gremio, y sus miembros estaban tan orgullosa y abiertamente afiliados como los “de cualquier otro grupo ocupacional del Japón feudal, desde los bomberos a los carpinteros”.
Hasta la Segunda Guerra, los films de yakuza estuvieron entonces ambientados en el pasado antiguo y protagonizados por personajes legendarios de rasgos muchas veces robinhoodescos –los delincuentes “buenos” que combaten la opresión feudal y asisten al pueblo desde el lado de afuera de la ley–. Luego, las autoridades de la ocupación prohibieron la producción de cine ambientado en la era feudal hasta 1952. Los films de mafia posteriores ya empezarían a explotar los abundantes argumentos que les proveía la historia real del siglo XX. La era dorada del género corresponde a los años ‘60 y ‘70, con todos los estudios, pero en especial el más joven Toei, acercándose a la crudeza de las historias de la calle, e imitando el modelo gangsteril norteamericano. Sus primeros protagonistas todavía eran sucesores directos de los samurais sin amo (ronins), pero sus historias ya trataban, señala Schilling, el impacto socioeconómico de la occidentalización. A la cabeza de los nombres claves consolidados en este cine entre fines de los ‘50 y comienzos de los ‘60 se encuentra el del productor Koji Shundo, artífice del éxito del estudio Toei en la materia. Shundo conocía el paño: dado de baja del ejército japonés (donde había sido reclutado en 1937) con diagnóstico de tuberculosis, se pasó los siguientes años de la guerra trabajando para una fábrica militar de magnesio, y frecuentando un garito de apuestas donde llegó a trabar confianza con el jefe de la pandilla que mandaba en el lugar. Para Schilling, el éxito de los films de Shundo se basó en que fue un productor que entendió su época, y supo tratar el conflicto entre tradición y modernidad, la oposición de la juventud (los inmigrantes rurales que llegaron a las ciudades a estudiar o en busca de trabajo, y los universitarios) al establishment y su falso discurso de crecimiento, que olvidaba a buena parte de la población. Eventualmente el movimiento estudiantil tuvo un enemigo más específico aún: la burocracia liberal de su país que había acordado con los Estados Unidos el apoyo del Japón a su presencia en Vietnam. En otras palabras, el cine criminal empezaba a funcionar como respuesta a todo lo que estaba mal en la sociedad nipona en los ‘60.
En sus mejores años en Toei, Shundo armó un equipo de guionistas, directores y estrellas. Dos actores y una actriz se afianzaron como los nombres más populares del cine de yakuza de los ‘60. Surgido de un casting organizado por el estudio en busca de nuevos rostros, Ken Takakura se convirtió en uno de los personajes más recios del cine nipón, un “solitario estoico” que aguantaba la tensión hasta reventar en coreográficos estallidos de violencia. Según Schilling, fue la imagen de masculinidad en la pantalla oriental de su época: “Piensen en John Wayne con una espada”. El ciclo de la Lugones dará a conocer a Takakura a través de cinco de sus películas; entre ellas: Yakuza japonesa (Masahiro Makino, 1964), sobre el enfrentamiento de clanes mafiosos por el control de Tokio –uno que adscribe a los viejos códigos de honor, el otro desmedidamente violento–, y la increíble Lobos, cerdos y hombres (Kinji Fukasaku, 1964), retrato crudo, militante, ultramoderno en su estilo, de una juventud desesperanzada, que se metía al ritmo de un pop infeccioso y una estética experimental en los barrios bajos y los basureros de la ciudad.
Con una carrera previa como ídolo de matinée, la segunda de las estrellas del cine de yakuza producido por Shundo fue Koji Tsuruta, quien de joven se había criado en la calle y había formado parte de algunas pandillas, dándose aires de duro –su leyenda consigna enfrentamientos en solitario con hasta doce oponentes simultáneos– que luego trasladó a sus personajes. Tsuruta encarnó la figura de un gangster más trágico y romántico que el de Takakura, como podrá apreciarse en tres de los films del ciclo de la Lugones, y en especial en Sangre de venganza (Tai Kato, 1965), que cuenta las terribles obligaciones que debe asumir el sucesor de un líder yakuza asesinado, a la vez que su lucha por el amor de una geisha.
La tercera estrella de las producciones de Shundo fue una mujer, su propia hija: Junko Fuji. Uno de los éxitos más grandes de Fuji fue la serie de Red Peony, en la que ella interpretaba a la heroína del título, una apostadora errabunda que, en un principio, busca vengar el crimen de su padre, un importante líder yakuza. Los films de Red Peony la convirtieron en un personaje singular dentro del cine de género de su país: una mujer en territorio de hombres, actuando a la par de sus protagonistas masculinos, como el cine norteamericano casi no se atrevió a hacer. La serie Red Peony con Fuji se extendió hasta alcanzar ocho películas, de las cuales se verán dos: Peonía roja, la jugadora: La partida de cartas; y Peonía Roja: el regreso de Oryu, ambas dirigidas por Tai Kato, un veterano fogueado en los dramas de época con una tendencia a filmar a sus personajes como, dice Schilling, “iconos vivientes, más grandes que la vida misma” y un espíritu profundamente humanista. En cada uno de estos dos films, además, Fuji actúa junto a las otras estrellas del período: en el primero, con Ken Takakura, intenta salvar a una pareja de amantes de un entuerto entre dos bandas de yakuzas, en el segundo, con Koji Tsuruta, se mete en los barrios bajos de Tokio en busca de una nena perdida por su familia en el pasado, desatando por el camino, nuevamente, una guerra entre pandillas. La Peonía toma su apodo de una planta que crece en arbustos sacando unas flores parecidas a las rosas, veneradas en Japón como símbolos de buena suerte, belleza y verdad, y encarna el costado más heroico de las historias de yakuza: perteneciente a un mundo salvaje, está entrenada para dar batalla, pero es dueña también de un espíritu noble y generoso y ayuda a quienes encuentra en problemas.
Para los críticos japoneses, el comienzo del declive de toda una era del cine de yakuzas tiene una fecha exacta: el día de 1972 en que Junko Fuji, todavía en la cima de su popularidad, dejó la Toei para casarse con un actor de teatro Kabuki. Para salvar al estudio, haría falta la llegada de otro nombre fundamental en esta historia: el director Kinji Fukasaku.
Y lo cierto es que a Shundo no le gustaba el estilo tan personal de los primeros films de Fukasaku, hasta que vio la brutal Street Mobster (1972) y vio en él la vitalidad que le faltaba a un género demasiado prolífico que empezaba a desgastarse. El primer film de Fukasaku para Toei fue Batalla sin honor ni humanidad (1973), que narraba las guerras de dos mafias de un pueblo portuario de Hiroshima, desde el punto de vista de un duro ex convicto que quedaba atrapado entre ambas. Suele compararse a Batalla... con El Padrino, que había sido poco antes un gran éxito en Japón, aunque lo cierto es que los paralelos se limitan a la escala épica de su relato, que es mucho más caótico en el caso de Fukasaku y, señala Schilling, apela a un estilo verité que parece alimentarse mucho más de las sangrientas imágenes de los noticieros televisivos de su época que de su célebre par norteamericana con Marlon Brando. Sí había un renacido interés de los cineastas japoneses en el más “realista” cine del Hollywood de los ‘70, reactivado a partir del éxito inesperado de films como Bonnie & Clyde cuando el sistema de estudios estaba prácticamente liquidado.
Si Fukasaku fue la última gran figura del cine de yakuza hasta la aparición de Kitano y Miike, esto obedece en parte a cuestiones generacionales. Lejos del existencialismo de varios de los cineastas nipones más importantes de la generación previa, Fukasaku fue muy visceral en su puesta en escena de la violencia callejera. Había nacido en 1930 y el bombardeo aliado sobre la ciudad de Mito se convirtió en una de las postales recurrentes de su adolescencia. “Durante la guerra –contó en una entrevista– se nos enseñó a luchar hasta el final, no sólo a los soldados sino también a los niños. Nuestros padres no nos decían que teníamos que morir, pero tampoco lo contrario: ése fue el tipo de educación que tuvimos. Después de la guerra, los adultos empezaron a perder el control sobre sus hijos. Ya no podían decirles qué hacer, porque ya no había nada: ni dinero, ni comida, ni armas. Yo tomé la espada de la familia y practiqué hasta que estuve en condiciones de cortar a alguien con ella.” En ese contexto, decía Fukasaku, muchos chicos como él, “terminaron pensando con el cuerpo y no con la cabeza”, y se convirtieron en candidatos para integrar las filas de nuevas pandillas. Habiendo vivido esa experiencia, y con el impacto de los nuevos films hollywoodenses, en Japón “también empezamos a pensar que estaba bien tener héroes que no fueran tan nobles. Aquellos nobles de antes eran una mentira, en su lugar, queríamos héroes que nos mostraran quiénes eran realmente. Empezamos a hacer films sobre el crimen que eran como documentales. Akira Kurosawa nunca hubiera hecho que Toshiro Mifune violara a una mujer en la pantalla, pero para los de mi generación, que nos criamos desde chicos en tierra arrasada y en el mercado negro, las violaciones eran cosa de todos los días. Así que no las esquivamos en la pantalla: es más, queríamos filmarlas. El fin del cine de yakuza tuvo que ver con que luego ya no sería posible transferir nuestra experiencia”.
A pesar del éxito de films como Batalla... y la estilizadísima El cementerio del honor (1975), que se exhibirá en el ciclo de la Lugones, el reconocimiento crítico eludió a Fukasaku (que murió en 2004) hasta casi comienzos de este siglo, cuando varias cinematecas y festivales del mundo empezaron a pedir sus películas para hacer retrospectivas, y cuando, en 2000, el estreno de su distopía fantástica Batalla Real (ambientada en el Japón totalitario en el futuro cercano, en el que varios grupos de estudiantes son obligados a matarse entre ellos) dio la vuelta al mundo precedido de una escandalosa polémica. Por eso, nunca es tarde para ciclos como el que empieza pasado mañana: ese cine de una generación que debió atravesar la guerra y la miseria para cobrar su irrepetible visceralidad, tiene, de a poco, su reparación histórica.
El ciclo Yakuzas, ronins, geishas y otros marginales: cine japonés desconocido, va del martes 13 al jueves 29 de julio, a las 14.30, 17 y 19 (excepto el domingo 25, que va a las 14.30, 18 y 21), en la sala Lugones, Av. Corrientes 1530.
Para ver programación completa: www.teatrosanmartin.com.ar
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