Paul Auster ocupa entre los lectores argentinos un lugar parecido al que ocupa Woody Allen entre los espectadores. Y así como el director creó un territorio y una lógica neurótica para sus ficciones, Auster parece haber delimitado lo suyo, puente de por medio: las calles de Brooklyn y ese aire extraño en el que todo sucede, en el que muchos oyen la música del azar. Con la excusa de la salida de su nuevo libro, Sunset Park (Anagrama), Rodrigo Fresán viajó hasta su casa de Nueva York para hablar de ese mundo, del rayo fulminante que en su infancia le hizo entender que la vida es imprevisible, la tarde en que el pañal de su hija le enseñó lo que era la trascendencia literaria, el choque del que salió intacto, su paradójico poco interés en el azar y el lugar de los accidentes en sus libros.
› Por Rodrigo Fresán
Desde Brooklyn
Uno leyó la historia muchas veces y hasta la escuchó de los labios de su protagonista en alguno de los varios documentales que se han dedicado a su vida y obra.
Pero es muy diferente oírla aquí, en su propia casa de Slope Park, en un perfecto atardecer de Brooklyn. Así que le pido, por favor, que me la cuente del mismo modo en que el escritor Paul Benjamin le pide al vendedor de tabaco Auggie Wren, en la película Smoke, que le cuenta la historia navideña de cómo consiguió su primera cámara. Esa cámara con la que Auggie fotografía –con sol o lluvia o nieve– una esquina del barrio.
Paul Auster suspira con una mezcla de resignación y placer. De acuerdo, la ha contado decenas, cientos de veces. Ya es casi un monólogo teatral que no admite casi ninguna variación en sus palabras. Pero también es cierto que es una buena historia. Así que Auster sonríe, mira de reojo el grabador, se acomoda en su silla y vuelve a contar la historia del relámpago que –como sucede con las mejores historias– es como si nunca hubiera caído para volver a caer ahora, otra vez, cada vez que Auster lo cuenta y vive y sobrevive para contarlo como se cuenta una historia en una mesa de bar mientras, afuera, transcurre la gran novela del planeta.
Ya lo saben: ese Paul Auster no es todavía este Paul Auster, pero ya siente ganas de serlo. Entonces, Paul Auster es apenas Paul y, cuando sea grande, quiere ser bombero. No ha leído aún Crimen y castigo de Dostoievski “como en una fiebre”, para acto seguido dejar constancia en un cuaderno adolescente de que “El mundo está en mi cabeza. Mi cuerpo está en el mundo”. Pero a Paul ya le gusta leer y escribir y apuntar ideas y sensaciones y es el año 1960, o tal vez 1961. El joven Auster pasa el verano en un campamento infantil al norte del estado de Nueva York. Atrás, en Nueva Jersey, han quedado sus padres y su casa y todo ese mundo al que llegó en 1947 y ahora, en el bosque, estalla una tormenta como jamás ha visto. El guía les ordena a los pequeños exploradores que se pongan en fila para pasar bajo una alambrada y buscar refugio. Los rayos caen como lanzas que alguien arroja desde los cielos y los muchachos van pasando de uno en uno. Delante de Paul va su amigo Ralph, y justo cuando éste pasa bajo la alambrada es alcanzado por una descarga eléctrica. Ralph muere y Paul se salva por centímetros y por la casualidad de una formación. Es entonces cuando Paul experimenta y comprende aquello sobre lo que Auster escribirá, tiempo después, una y otra vez, a lo largo de su obra. La melodía –a veces feliz y afinada, tantas otras disonante y funeraria– en que se ordenan o se desordenan las vidas por el solo placer de convertirse en buenas historias. La música del azar y todo eso.
“Ese día cambió mi manera de pensar el mundo. Comprendí que ya nunca podría esperar que la vida fuera algo previsible. Supe que cualquier cosa podía suceder. Y, por supuesto, cualquier cosa sucedía. Y sabes cómo trabaja la memoria, cómo ciertos momentos de tu vida se van desdibujando como una vieja fotografía. Pero recuerdo a la perfección ese día. Como si todavía viviera en él. Como si nunca fuera a dejar de revivirlo”, concluye Auster.
Le pregunto si es fácil haber sobrevivido con ese recuerdo, si de algún modo no se tiene la constante sensación de que ese rayo, que bien podría estar diseñado y designado para él, tal vez lo siga buscando o esté esperando el momento propicio para volver a caer y fulminar.
“Lo cierto es que hace unos seis años el relámpago volvió a caer cerca. Y volví a sobrevivir. Sobrevivimos. Yo, mi mujer Siri y mi hija Sophie tuvimos un terrible accidente automovilístico... Fue otro de esos momentos en la vida en que vas por ahí, ocupándote de tus asuntos, todo va bien y de pronto... ¡Boom! Literalmente ¡Boom! Algo se estrella contra tu vida y la de los tuyos. Fue aquí, en Brooklyn. Ibamos en nuestro auto y una van a toda velocidad nos golpeó de costado. Fue algo tan súbito y tan fuerte. Nuestro auto, dando vueltas por el impacto y finalmente estrellándose contra un poste. Y yo pensé que Siri se había roto el cuello. Ella había perdido la vista por la intensidad del choque y después, por un tiempo, podía ver sólo en blanco y negro. Nos llevaron a los tres al hospital, nos revisaron a fondo y resultó que todos estábamos bien. Un milagro. Después fui a ver el auto para recoger nuestras cosas. Y no podía crear lo que veía: estaba destrozado, como demolido. Se hacía imposible comprender cómo era que habíamos salido ilesos de ahí adentro, de hecho era difícil entender cómo habíamos simplemente salido de ese amasijo de chatarras. Y recuerdo que el encargado del depósito de automóviles, un rastafariano de Jamaica, con largos dreadlocks, me miró y me dijo: ‘Dios los salvó’. Y yo no creo en esas cosas, pero esas palabras, viniendo de alguien como él, frente a esas ruinas de metal, de pronto me sonaron muy verosímiles y casi incontestables en su verdad. Fue una experiencia espiritual.”
Para mí, que ahora lo oigo como si Auster escribiera todo el episodio es, en cambio, ¡boom!, algo que bien podría salir de o entrar en cualquier novela de este escritor.
Una de las últimas novelas de Paul Auster se titula Un hombre en la oscuridad y comienza con un personaje yaciendo en una habitación y recuperándose de los “efectos” de un accidente automovilístico. Le pregunto a Auster si tiene algo que ver con lo sucedido, con lo que le pasó, y responde con firmeza: “En absoluto. El accidente en la novela es apenas un punto de partida y nada más... Ya lo sé: Paul Auster y el azar. Ya es casi un lugar común. No, en serio, el concepto del azar no me atrae. Pero para muchos es como si yo lo hubiese inventado y, para colmo, que fuera algo siempre verdadero. Algo que me pasó o que le pasó a alguien. Es como si el azar se descubriera por primera vez leyendo mis libros: es absurdo. Yo soy muy cuidadoso en ese sentido. No me interesa que se confundan o se fundan en una sola cosa mi vida y mi obra. De acuerdo, en mis libros hay personajes que se llaman Paul, incluso Auster, pero hasta ahí llego y eso es todo. A la gente le cuesta aceptarlo, tal vez porque muchos me conocieron con La invención de la soledad, donde sí revelo episodios un tanto particulares de la vida de mi familia. Pero yo siempre separo la realidad de mi vida de la realidad de mis libros. En ocasiones no es fácil. Con esto quiero decir que, a pesar de que mis tramas suelen estar afectadas por las misteriosas leyes de la casualidad, yo no voy por ahí decodificando signos y tratando de interpretar señales. Yo no espero nada porque cualquier cosa puede suceder. De eso sí estoy seguro. Pero de ningún modo es algo que me perturbe demasiado. Es algo que he aprendido a lo largo de mi vida y de lo que me acuerdo cada vez que me detengo a contemplarla desde la perspectiva de mis años. Ha sido hasta ahora una buena vida y la disfruto como tal, pero no me preocupa si resulta una buena historia. La calidad de mi vida es lo que me permite inventar otras vidas. Ese es, en realidad, el oficio de un escritor”.
Una buena vida, sí, que ha venido a dar a esta casa que casi puede leerse como si se tratara de un libro de Auster, como el proyecto para un Auster Museum. Fotos de familiares en las paredes (la postal múltiple de su padre que se ve en la portada de La invención de la soledad, numerosas instantáneas de su hija la modelo/cantante/actriz Sophie Auster, una de Auster detrás de una cámara y entendiendo a ésta, su segunda profesión, como “una especie de retorno a mis tiempos de deportista, volver a trabajar en equipo”), los bocetos y el original de Art Spiegelman para la portada de Mr. Vértigo, varios de los retratos de su servicial Olympia que pintó Sam Messer para La historia de mi máquina de escribir (el estudio donde resuena y trabaja desde 1974 está a seis calles de aquí, no se muestra a visitantes y allí acude para trabajar unas cinco horas de lunes a viernes y, si el libro lo pide, también los fines de semana), primeras ediciones de amigos admirados como Don DeLillo o ejemplares antiguos de antecesores respetados como Nathaniel Hawthorne.
Una buena vida que, le guste o no a su dueño, es también una buena historia: Paul Benjamin Auster nació en Nueva Jersey en 1947, fue estudiante en Columbia, navegó en un barco petrolero, pasó hambre y falta de dinero (leerlo en su autobiografía materialista A salto de mata), vivió en Francia como traductor, fue “corrector” del bizarro bestseller Jerzy “Desde el jardín” Kosinski y, sin prisa pero también sin pausa –y gracias a una herencia de su padre que al principio le proporcionó el “oxígeno” para trabajar en lo suyo– se ha ido convirtiendo en uno de los escritores de su país (donde para muchos es una especie de extranjero) con mayor prestigio y difusión en el mundo. Se sabe que Auster –traducido a treinta idiomas– es casi un ídolo pop en Argentina y Francia y España y que ya no le queda mucho espacio en su pecho o en sus paredes para colgar medallas y diplomas. Todo esto le produce un cierto desconcierto a quien, hace un par de años, tenía la sensación de haber llegado al final del camino o, al menos, al final de uno de los caminos. Cuando fue a España en el 2006 a recoger el premio Príncipe de Asturias de las Letras, Auster manifestó un cierto cansancio y se preguntó en voz alta si ya lo había dicho todo. La novela que acababa de entregar por entonces, Viajes por el Scriptorium, volvía sobre títulos y personajes anteriores, como revisitando o despidiéndose. Pero el síntoma duró poco. Auster continuó con Un hombre en la oscuridad –a la que considera complementaria de la anterior, “como el día y la noche” y donde insiste en las atmósferas encerradas un tanto beckettianas de sus comienzos– y luego se metió en “una novela larga”, Invisible, con entusiasmo y sin preocuparse de crepúsculos o últimas estaciones. Y de si lo que allí sucede, sucedió o sucederá.
Y ahora Sunset Park.
“Hacia el final de Brooklyn Follies hay una escena en que el protagonista, Nathan Glass, sufre algo que parece un definitivo ataque cardíaco pero acaba siendo nada más que una versión tremenda de un malestar estomacal. Eso sí me pasó a mí. Hace unos once años. Entonces yo pensé que estaba muriendo. El dolor era insoportablemente intenso. Y yo estaba exactamente allí, al pie de las escaleras, tirado en el suelo, en los brazos de Siri, y lo que yo pensé entonces fue: ‘Si muero ahora, no está tan mal. De hecho, está muy bien. Muero en los brazos de la mujer que amo. He trabajado duro en algo que me gusta. Soy el dueño de mi casa’. Y lo que más recuerdo es esa aceptación total y calmada y el hecho de que no sentí nada de miedo ante lo inevitable. Todo estaba bien. Mi vida llegaba a su final y no era una mala manera de terminarla.”
Y aun así, constante lector de sus días, Auster no parece dedicarles mucho tiempo ni darles demasiada importancia a los efectos de lo que hace en sus lectores o a los posibles motivos de su éxito. No tiene explicación alguna para que su consagración en España haya tenido lugar con la “comedia” Brooklyn Follies (más 200.000 ejemplares vendidos hasta la fecha y un efecto más que revitalizador en el resto de su catálogo) y no con El palacio de la luna (que lo elevó a los altares literarios en Francia). Le desconcierta que sean los jóvenes quienes más lo siguen y –cuando le sugiero, como también sucede con lo que hace el japonés Haruki Murakami, tal vez lo que atraiga a la juventud de sus libros es que resultan instructivos sin dar instrucciones, que aleccionan sin pontificar– Auster enarca una ceja y cambia de tema. El tema, parece, lo pone un tanto nervioso y es como si, pienso, no quisiera resolver el enigma por temor a que su efecto se disipe.
Segundos y terceros –personas cercanas a Auster– parecen más dispuestos a intentar explicarlo. Jonathan Lethem –autor, entre otras, de Huérfanos de Brooklyn y La fortaleza de la soledad– apunta: “Descubrí a Auster cuando él comenzó a escribir y yo trabajaba detrás del mostrador en una librería del norte de California. Sus tres primeras novelas –la Trilogía de New York– fueron publicadas por una pequeña editorial de San Francisco y su tema me llamó la atención de inmediato. Entonces publicó La invención de la soledad y Auster ingresó a mi panteón privado. La primera vez que lo vi en persona fue cuando presentó El país de las últimas cosas en Cody’s Books y fue entonces cuando hablé con él por primera vez. Yo, claro, quería ser escritor... Y no puedo precisar con gran autoridad qué puede significar Auster para un joven aspirante a escritor pero sí que en sus páginas se puede encontrar fácilmente el nutritivo y fortalecedor alimento en cuanto a la manera ejemplar en que ha seguido su singular e iconoclasta camino. Y, al mismo tiempo, resulta una influencia difícil de incorporar y de asumir sin caer en la más torpe imitación o la burda parodia. Así que tiene menos seguidores y continuadores que, digamos, Pynchon o DeLillo. En cuanto a su lugar dentro de la literatura norteamericana, me parece que su situación privilegiada y poco común pasa por la de ser alguien completamente libre y ajeno a la tradición de los Estados Unidos, donde hasta los más grandes siempre han tendido a ser escritores claramente nacionales. Aunque, claro, en Auster hay una evidente influencia de Poe y de Hawthorne en lo que hace, a mí me parece en más de un sentido que Auster es el gran escritor pos-americano. Lo que es muy raro de encontrar entre nosotros. Europa se las ha arreglado para producir o atraer a más escritores de esta clase, como Calvino o Beckett o Cortázar. El tipo de sensibilidad que trasciende fronteras. El caso de Auster”.
Rick Moody –otro vecino, conocido por su novela La tormenta de hielo– no duda en celebrarlo: “Paul no sólo es un gran escritor sino, también, un hombre verdaderamente bueno. Es increíblemente generoso con los demás, al punto que no puedo comprender de dónde saca tiempo para escribir sus libros. Siempre ha sido el consejero y mentor de todos los escritores de Brooklyn que yo conozco. Cuando tengo dudas en cuanto a cómo llevar a cabo mi trabajo en este mundo, yo siempre peregrino hasta el hogar de Paul y Siri y ellos dos siempre se hacen tiempo y espacio para atender mis preguntas y considerar mis problemas. Es muy difícil, por estos días, encontrar a personas tan amables y admirables”. Y Jorge Herralde –su editor de Anagrama– lo considera uno de sus escritores/insignia: “Martin Amis reunió sus ensayos literarios bajo un magnífico y combativo título: La guerra contra el cliché. Pero ahora, invitado a resumir mi opinión sobre el gran Paul Auster, lo primero que se me ocurre son ciertísimos y sonoros clichés: ‘hipnótico’, ‘sinuoso’, ‘inquietante’ y finalmente ‘adictivo’. Qué le vamos a hacer”.
Aquí y ahora, enfrentado al tema de la gloria y de los laureles, Auster finalmente admite: “Sólo una vez me sentí importante y trascendente desde el punto de vista literario. Fue hace muchos años. Acababa de terminar un libro y yo no tenía duda alguna de que era algo genial. Así que salí al jardín para comunicárselo a la humanidad y allí estaba mi hija Sophie, por entonces un bebé, y quien detesta que yo cuente esto... Pero, bueno, allí estaba ella, defecando alegremente. Y yo tuve que limpiar todo eso. Y, de pronto, todo volvía a estar en su sitio y, por supuesto, yo ya no era un genio porque, en primer lugar, nunca lo había sido. En cualquier caso, el tema –el ser o no ser– jamás volvió a preocuparme u ocuparme desde ese día en el jardín”.
Paul Auster y su mujer, la novelista Siri Hustvedt (autora de la admirable Lo que amé y de la reciente memoir clínica La mujer temblorosa) salen al jardín de su casa para posar para el fotógrafo. Tienen ese raro y poco común aire de las parejas que son inevitable y decididamente felices desde hace muchos años y, claro, la pregunta es inevitable y la respuesta no ofrece lugar a dudas: “Muchos tienden a pensar que las parejas de escritores son una forma terrena del infierno o algo así. Choques de egos, competencia, todo eso. Pero no ha sido mi caso. No he tenido ningún problema y ya han pasado veintisiete años. Estamos juntos desde 1981 y debo decir que ha sido y es formidable tanto en lo sentimental como en lo profesional. Seguimos juntos y felices. Y no hay palabra que yo escriba que ella no lea. Y viceversa. Es, sin dudas, mi primera y mi mejor crítica y he atendido todas y cada una de sus sugerencias... Y es bueno tener a alguien así a tu lado, en esta profesión tan extraña y difícil. Muy difícil. Cada vez más. Vas aprendiendo algunos trucos, pero cada vez te exiges más a ti mismo. Aun así, está claro que no puedo quejarme: nadie está enfermo en mi familia, tengo el suficiente dinero como para no tener que pensar en el dinero, y soy y hago lo que siempre quise ser y hacer. Soy lo que se conoce como un hombre de suerte”.
Y hay algo muy extraño y gratificante en volver a ver –en la pequeña pantalla de un ordenador, en una habitación de hotel, el Marriott, “el primero que se construye en Brooklyn en más de un siglo”, me cuenta Auster– la película Smoke “de Wayne Wang y Paul Auster”, estrenada en 1995, ganadora del Independent Spirit Award al mejor primer guión y, a mí juicio, la mejor de sus experiencias cinematográficas. Film cuyas “atmósferas” se recuperaron en Brooklyn Follies, que también podría llamarse Smoke 2.
Recuerden y vuelvan a verlo: allí Auggie Wren (Harvey Keitel) le muestra sus álbumes de fotos a Paul Benjamin (un perfecto William Hurt y, seguro, uno de los contados escritores verosímiles que se han visto en el cine) y le explica: “Son más de cuatro mil fotografías del mismo sitio. La esquina de la calle 3 con la Séptima Avenida a las ocho de la mañana. Cuatro mil días seguidos haga el tiempo que haga. Por eso no puedo tomarme vacaciones nunca. Tengo que estar en mi sitio todas las mañanas. Todas las mañanas en el mismo sitio a la misma hora. Es mi proyecto. Lo que podríamos llamar la obra de mi vida. Es mi esquina. Sólo una pequeña parte del mundo, pero también allí pasan cosas, igual que en cualquier otro sitio. Es un documento de mi pequeño lugar”.
Y aun así, ciudadano ilustre y hasta merecedor de un Paul Auster Day (todos los 27 de febrero desde el 2006), Auster no carga las tintas cuando se trata de referirse a su “pequeño lugar” en el mundo. Entiende y disfruta, sí, que es el lugar a donde ha llegado y del que seguramente no se irá nunca, pero al mismo tiempo no mitifica la idea de Brooklyn como nueva meca literaria. A la vuelta de su casa han cerrado dos librerías, la “escena” local más cool y cult se ha mudado al barrio de Williamsburgh y –por las dudas, decepcionante comunicado para muchos turistas– imposible tomarse una foto en la puerta de la tabaquería de Auggie porque nunca existió: fue pura escenografía inspirada en un negocio de verdad y en un auténtico Auggie que no vivió para el estreno de la película.
Ahí afuera está el Sueño Americano –“que por estos días tiene mucho de Pesadilla Americana y a ver si nos despertamos pronto”– y aquí dentro está el santuario. Una vista digna de ser fotografiada día tras día mientras, en un bar de la esquina, un hombre le cuenta una historia a otro hombre. Y ambos –quien la cuenta y quien la escucha– sonríen y fuman satisfechos y por suerte, por ahora, el cielo es azul y limpio y no hay relámpagos a la vista.
Se reproduce aquí por gentileza de Vanity Fair, España
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