En una de sus últimas películas –Si la cosa funciona– Woody Allen apaga el proyector y baja el telón con un apresurado desfile de escenas donde alguien se confiesa homosexual reprimido frente a quien resultará ser el hombre de su vida mientras un fóbico y neurótico consumado se arroja por una ventana para salvar su vida aterrizando sobre quien acabará siendo la mujer de sus sueños. Desconozco si aquí Allen –quien en su momento, con Los secretos de Harry, sí se mofó de los modales narrativos de Philip Roth con quien, dicen, le une una profunda enemistad de años– se está burlando con afecto de el principal mecanismo de las ficciones de Paul Auster. Alguien que, como Allen, de un tiempo a esta parte produce un título al año insistiendo una y otra vez en aquello a lo que alguna vez el ex presidente argentino Carlos Saúl Menem definió como “la casualidad permanente” a la hora de disculpar ciertas políticas más que sospechosas. Lo que sí es seguro es que lo que resulta apenas gracioso en Allen, en Auster –cuando la cosa no funciona– no tiene ninguna gracia.
Y en Sunset Park me temo que la cosa no funciona. Aquí, Auster no consigue ese efecto de suspensión de descreimiento que a menudo alcanza en sus mejores libros y todo cruje, y tiembla y, finalmente, se viene abajo.
Como en la anterior y mucho más lograda Invisible, Sunset Park arranca con una muerte más o menos accidental y una culpa inconfesable que convierte a uno de sus protagonistas, Miles Heller, en una cruza de beatnik con existencialista. Un maldito huyendo de sí mismo y de su pasado que pronto encuentra refugio (al igual que en la ya mencionada Invisible, Auster parece haber descubierto los placeres de la escritura hardcore con resultados variables) en la carnalidad de Pilar, una muy joven señorita latina aficionada al sexo anal que, eso sí, también tiene tiempo para leer El gran Gatsby en el parque.
Enseguida el desfile de personajes decididamente austeros –chicos y chicas– cruzándose y reuniéndose en una casa abandonada de Brooklyn. Este recurso inmobiliario y más bien inverosímil vuelve a todo el asunto en una suerte de capítulo pretencioso de Friends sin risas enlatadas y abundante en solemnidad y pathos artificial.
Y así –consciente o inconscientemente– una novela protagonizada por un grupo de okupas acaba siendo una novela demasiado okupada y de una hospitalidad de puertas abiertas que bordea lo patológico. Hay lugar para todo y todos en esa casa tomada: la invocación al ya mencionado Francis Scott Fitzgerald, la actual crisis económica, múltiples disquisiciones sobre el film Los mejores años de nuestra vida de William Wyler, las acciones benéficas y humanitarias del PEN Club (con reciente Premio Nobel de la Paz incluido), el recuerdo a varios mitos secretos del béisbol, un nuevo enfoque sobre Matar a un ruiseñor, la persecución fundamentalista a Salman Rushdie, la puesta en escena de Días felices de Samuel Beckett, el crepúsculo de las pequeñas editoriales, Irak en la tan cercana distancia, más de un destello que suena a autobiografía en código... Demasiado peso para una estructura tan débil mientras el lector sospecha que Auster fue erigiendo el libro sin un plano previo y que, al final, resultó que el exceso de mobiliario y cariátides acabaron hundiendo el suelo y desprendiendo la fachada.
Aclarado todo lo anterior, hay que decir también que Auster –aun en Sunset Park– continúa siendo la pausa que refresca y teniendo la chispa de la vida. Como la Coca-Cola –y sus efectos universales– Auster sigue gratificando apoyado en una fórmula con ingrediente secreto que hace de él no un gran escritor en lo estilístico pero sí uno de los mejores narradores en actividad. Imposible resistirse a su influjo y el lector sediento sabe que, una vez “destapada” una de sus novelas no dejará de saborearla hasta el final cuando, una vez más, se preguntará, desconcertado, a qué cuernos sabe. Y la respuesta –ya desde una primera línea que nos advierte que hemos llegado a Austerlandia con un “Durante casi un año ya, viene tomando fotografías de casas abandonadas”– es que sabe a Auster. Y está bien que así sea.
Una de las posibles maneras de definir a Auster es como “el más popular de los escritores cultos” y, por momentos, actúa como un eficaz divulgador de calles y estantes a visitar. Alguien que nos abre la puerta para que salgamos a jugar sin que eso signifique el que, al caer la noche, no debamos regresar a mansiones acaso menos divertidas pero tanto más serias en su arquitectura.
Pero ni aún ahí Auster –como la Coca-Cola– nos permite sentirnos seguros de lo que estamos ingiriendo. Porque en la Página/127 de Sunset Park –y a lo largo de las cincuenta páginas siguientes, siguiendo el tránsito del atormentado editor Morris Heller, padre de Miles– Auster ofrece lo que posiblemente sea lo mejor que ha escrito desde Leviatán, en 1992 mientras parece hacerle guiños a ese mundo habitado por Nathan Zuckerman y Von Humboldt Fleisher.
Y, ah sí, al final de Sunset Park un homosexual hasta entonces reprimido descubre al hombre de sus sueños mientras varias mujeres ensoñadoras aguardan ser soñadas por el hombre que las despierte. Y, de hecho –la casualidad permanente– un joven ya no tan joven surge del ayer transgresor de una de las Chicas Auster (tan reconocibles como una Chica Almodóvar); y todo parece indicar que vivirán felices y comerán perdices regadas con abundante Coca-Cola. El resto de ellas y de ellos (Miles vuelve a darse a la fuga, no creo que la ardiente y literaria Pilar vaya a esperarlo demasiado), a no desesperar: un año pasa rápido y, seguro, Paul Auster ya está remodelando ese edificio vacío y a llenar del que fueron expulsados los okupas de Sunset Park y alrededores. Un lugar tan improbable como real limitando con la igualmente real e improbable Manhattan de Woody Allen. Un sitio donde todo puede suceder. Y, como por azar, todo sucede.
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