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Domingo, 26 de diciembre de 2010

PERSONAJES > HELENA BONHAM CARTER, VICTORIANA, MODERNA Y REINA

La novia viste de negro

 Por Mariano Kairuz

Durante los primeros diez años o más de su carrera fue el maniquí victoriano de las elegantes producciones de Merchant-Ivory. Durante los últimos diez, ha sido la perfecta muñeca para freaks en las películas de Tim Burton, con quien está en pareja en una convivencia doméstica que todos tienden a imaginarse como un capítulo de Los locos Addams. Para los que se aburren con cada nueva película de Harry Potter, sus brevísimas y brujeriles apariciones –como Bellatrix Lestrange, gran nombre para la chica del cabello embrujado, la verdadera novia de Frankenstein– son como una refrescante ráfaga de demencia y feliz maldad entre las largas escenas de diálogos solemnes hasta el bostezo que suelen deparar las adaptaciones de los libros de J. K. Rowling. Pero ahora que parece haber encontrado su lugar exacto en el cine, que le da la bienvenida como si fuera un diseño de Edward Gorey o de Margaret Keane hecho carne y hueso, uno sospecha que no siempre habrá sido fácil ser Helena Bonham Carter.

Y no, no lo fue. Nacida en Londres en 1966, Helena se crió en una familia británica de larga relación con la política: es bisnieta del primer ministro H. H. Asquit, 1908-1916, e hija de quien fuera representante del Bank of England ante el FMI en Washington en los ’60. Fue una nena y luego adolescente introvertidísima con una tendencia a esconderse del mundo en amplias ropas más propias del siglo XIX que de los ’70, pero chocó con su vocación bastante temprano, a los 13, cuando su padre quedó paralizado del cuello para abajo en medio de una cirugía complicada. Tal vez por encontrarse, debido a los cuidados de su padre, un poco más anclada a su hogar que otras chicas de su edad, se apoderó de ella el impulso –un impulso de fuga, probablemente– que la llevó a conseguirse un representante para dedicarse a la actuación. Sin estudios de interpretación, ni siquiera una obra escolar en su currículum, a los 19 se hizo internacionalmente conocida con Un amor en Florencia, adaptación de la novela de E. M. Forster Una habitación con vistas, y enseguida se convirtió en la reina del corset, filmando en poco más de una década Where Angels Fear To Tread y La mansión Howard (otros dos Forsters, el segundo también de Ivory), la Ofelia del Hamlet de Zeffirelli con Mel Gibson, Las alas de la paloma (el Henry James que le valió su nominación al Oscar), una Lady Jane, una poco recordada versión de Noche de reyes, y, yendo apenas por otro carril, el Frankenstein de Kenneth Branagh, quien era por ese entonces (1994) su novio. Y si durante todo ese tiempo la prensa habló de una nueva chica rara (que podría haber sido, por ejemplo, la hermana mayor de Christina Ricci), ella había hecho su parte para cultivar esa imagen. Los críticos de sus películas de época hablaban de su belleza como una cualidad especialmente adecuada para los ambientes rígidos que retrataba, lo cual no terminaba de ser exactamente un elogio. En un artículo bastante mala onda publicado en The Guardian en 1997, la periodista Lynn Barber parecía no tolerar lo que veía como una inclinación de la actriz a mantenerse en una pose “aniñada”, cosa que extendía a su vida real: ya con 30 años y toda una celebridad a ambos lados del océano, Helena seguía viviendo con sus padres. Había definitivamente algo bizarro en ella.

De pronto, tras su larga secuencia de desventuras victorianas, convenció al mundo de que también podía ser una chica de este mundo e incluso calentar un poco al público joven si le daban la oportunidad, cuando Brad Pitt la convocó para quemarse las cabezas junto a él y Edward Norton en El club de la pelea. Sin embargo, es probable (y no del todo tan paradójico) que su verdadero estallido como sex bomb haya ocurrido dos años después, cuando hizo de mona en El planeta de los simios: resplandecía en ella, como dijo un crítico sin malas intenciones, “cierta belleza simiesca”, algo tremendamente atractivo que traspasaba los kilos de látex. La primera vez que se vieron, Tim Burton le dijo: “No te conozco pero sos la primera persona en la que pensé para interpretar a un chimpancé”. Y parece que así es como empiezan algunos grandes romances, porque, al terminar de filmar, ambos empezaron el largo noviazgo que se extiende hasta hoy, con dos hijos y una inusual forma de convivencia.

Actualmente Burton y Helena viven juntos pero no en la misma casa. Lo que comparten es una entrada interior entre sus respectivos y contiguos hogares, que se compraron en el Norte de Londres. En general duermen separados. No sé por qué les parece tan extraño, dice ella, si lo único que hicieron fue resolver los habituales problemas de la convivencia. El ronca, ella habla demasiado; él padece de insomnio y necesita la televisión para dormirse, y ella quiere silencio y oscuridad. Dice que los une en parte el hecho que ambos se resisten a abandonar su infancia, “lo cual es muy bueno para nuestro (hijo menor) Billy. Por ahora. Algún día querrá tener padres, así que supongo que tendrá que buscarlos en otro lado”. Pero la “sociedad creativa” funciona a la perfección, y ella tiene un papel en cada película nueva del director, incluso la de animación, aportando voz y figura a la novia de El cadáver de la novia (el mismo año que animó a otro personaje de plastilina inglés en la película de Wallace & Gromit). Luego fue la cruenta señora Lovett, cocinera de exquisitos pasteles de carne humana en Sweeney Todd, donde cantó con una gracia insospechada, y este año fue la hidrocefálica Reina Roja de la nueva Alicia en el País de las Maravillas, para cuya furibunda composición de mirada febril se inspiró en la reina Isabel según la interpretación que hace Bette Davis en The Virgin Queen (1955). Ahora ella misma es la Reina Madre (Isabel II) en los años ’30 en la inminente The King’s Speech, por la que se anda apostando que significará su nueva nominación al Oscar.

Y acaso una estatuita, por fin, para la frígida encorsetada, la novia del monstruo, la mona, la muñeca muerta.

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